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Salmos 123-135 y Hechos 18-19

“Señor, mi corazón no es soberbio, ni mis ojos altivos;
No ando tras las grandezas,
Ni en cosas demasiado difíciles para mí;
Sino que he calmado y acallado mi alma;
Como un niño destetado en el regazo de su madre,
Como un niño destetado está mi alma dentro de mí”

(Sal. 131:1-2).

El Dr. Leon Lederman, Premio Nobel de Física, dijo hace un tiempo atrás que la simplicidad solo se logra bajo un cierto nivel de entendimiento que permite descubrir la realidad de lo que nos rodea. El Dr. Lederman puso como ejemplo la tabla periódica de los elementos químicos. La complejidad de los elementos se diluye en la medida que ese simple cuadro nos puede dar luz para entender lo que de otra manera sería demasiado complejo. También señaló que en el fondo de todas las cosas debería existir una idea muy simple, y que cuando finalmente la descubrimos será tan inevitable, tan hermosa, que nos asombraremos aún más con la simple complejidad de la naturaleza.

Mientras leía esa explicación me preguntaba cuáles son las razones por las que nos gusta complicarnos la vida. Muchas personas viven desesperadas porque no saben cómo afrontar la vida, se sienten sobrepasadas por las circunstancias que se atrevieron a crear, y están como anonadadas por sus propios acontecimientos.  Podría suponer que, en muchos de los casos complicados, lo que está pasando es que no están siendo muy sabios al vivir sus vidas, y que su aparente complejidad es más bien un profundo desorden, falta de instrucción, de búsqueda de entendimiento de los basamentos reales de la existencia, de no tratar de encontrar la hebra que les permita desenmarañar sus propios y enredados hilos.

Me ha pasado que cuando converso con los complicados, el pedirles que busquen solucionar sus enredos y que traten de tener vidas más simples les sonaba a remedio barato, pero la simpleza no es sinónimo de atontamiento o liviandad; es más bien, el haber alcanzado tal entendimiento de la vida, que empezarían a desenvolverse con la eficacia del experto, con la pericia del sabio, y con la sencillez del que sabe exactamente lo que está haciendo porque no tiene dudas acerca de la naturaleza de su propia realidad. Eso es justamente lo que David parece señalar en su canto… ¡Él había conseguido entender lo que es vivir de manera simple y plena!

Quizás necesito graficar la simplicidad de alguna manera para que la podamos entender mejor. Por ejemplo, simplicidad es la capacidad que tiene el tenista para golpear la pelota con todas sus fuerzas y con el movimiento de todo su cuerpo para dejarla exactamente a un centímetro de donde quería hacerlo. Tal dominio y simpleza solo se logró con muchísima práctica, ejercicio y dedicación. Como espectadores nos maravillamos de la simple belleza de un poderoso “ace”, aunque no sabemos cuánto sacrificio demandó el lograrlo. Lo cierto es que si trato de imitarlo, solo conseguiría complicarme más porque detrás de la simpleza de un “ace” hay mil y un detalles que nunca había considerado y por lo que nunca había trabajado.

La simplicidad es el reposo que el alma consigue cuando ha encontrado la redención, la satisfacción y las respuestas en Dios.

En la vida espiritual, la simplicidad también podría ser considerada como una virtud. Pero esta simpleza no es sinónimo de frugalidad, pobreza o ignorancia; más bien, como David en su cántico del encabezado, la simplicidad es el reposo que el alma consigue cuando ha encontrado la redención, la satisfacción y las respuestas en Dios.

Aunque el salmista reconoce que hay cosas que le siguen siendo grandes e incomprensibles, con todo, él asume la simpleza como la dulce serenidad de un niño que reposa en los seguros brazos de su madre después de haber sido alimentado. No hay más llanto, no hay más sentimiento de inseguridad, ahora solo queda reposar y disfrutar ese momento.

Para nosotros los cristianos, esta simplicidad vital es una decisión de fe que se traduce en la serena confianza que nace de una relación personal con el Señor Soberano que tiene cuidado de nosotros. Es como la afirmación del salmista que dice: “Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros; Estamos alegres” (Sal. 126:3).

La sabia simplicidad impide que nosotros andemos por la vida tratando de reinventar nuestra existencia cada día. Mucho de nuestro cansancio estriba en que estamos probando fórmulas nuevas para huir de nosotros mismos y cada noche volvemos a casa dramáticamente desesperanzados de que la milagrosa receta que inventamos la noche anterior nos ha dejado en una peor posición y con las heridas más grandes y más abiertas, sin ninguna solución. El salmista lo ilustra así al referirse a personas que no tienen al Señor como el fundamento de su vida: “Es en vano que se levanten de madrugada, Que se acuesten tarde, Que coman el pan de afanosa labor, Pues El da a Su amado aun mientras duerme” (Sal. 127:2). Desvelos, insomnio, desdicha, fracaso… ¡la vida se nos hace tan complicada!

No obstante, la simpleza de la fe nos habla de todo lo contrario: “Los que confían en el Señor Son como el Monte Sion, que es inconmovible, que permanece para siempre. Como los montes rodean a Jerusalén, Así el Señor rodea a Su pueblo Desde ahora y para siempre” (Sal. 125:1-2). La sencillez empezará a ocupar el lugar de nuestra desastrosa complejidad cuando entendamos que solo habrá orden al dejar de mirar los detalles para centrarnos en lo más importante, rendirnos a los pies del Señor y reconocer que somos suyos y que no podemos seguir caminando sin Él. Cuando reconocemos que el Señor estableció un plan de redención para nuestras vidas que se basa en la obra perfecta de nuestro Señor Jesucristo, porque nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, y él vino para darnos vida y vida en abundancia. Desde esa nueva posición de rendición, Él empezará a moldear nuestro nuevo y sencillo mañana.

Cuando reconocemos que el Señor estableció un plan de redención para nuestras vidas, Él empezará a moldear nuestro nuevo y sencillo mañana.

Esa simplicidad de la vida gobernada por el Señor es la que experimentó el apóstol Pablo. En el relato de su ministerio en el libro de los Hechos de los Apóstoles, vemos que la vida de los primeros misioneros era peligrosa y nada de fácil. Solo en los dos capítulos de nuestra lectura de hoy vemos como Pablo y sus compañeros tuvieron que huir de Tesalónica luego de que una turba alborotara a todo el pueblo en su contra. Pablo no pudo soportar la tremenda idolatría e ignorancia de Atenas y su corazón estaba enardecido. Su discurso ante el Areópago fue cortado por las burlas de los asistentes cuando Pablo empezó a hablar del Cristo resucitado. En Corinto tuvo que desistir de seguir predicando en las sinagogas porque la oposición y la blasfemia era mayúscula.

Todo lo anterior podría parecer tan complicado y tan difícil. ¿Cómo es que Pablo soportaba tanta presión y tanta oposición? Pues la respuesta es simple. Él no estaba dependiendo de las circunstancias, sino del Señor y su divino aliento y protección. Para muestra basta solo un botón. Cuando Pablo estaba en Corinto, después de todo ese tiempo difícil que acabamos de mencionar, el Señor le habló a Pablo con mucha simpleza y le dijo, “No temas, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo, y nadie te atacará para hacerte daño, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hch. 18:9b-10).

El Señor es el principal interesado en que encontremos el secreto de la hermosa simplicidad del niño satisfecho que duerme en los brazos seguros y fuertes de su tierna madre. Vale la pena leer un salmo simple pero claro con respecto a los frutos de una vida sencilla y digna:

“Bienaventurado todo aquél que teme al Señor,
Que anda en Sus caminos.
Cuando comas del trabajo de tus manos,
Dichoso serás y te irá bien.
Tu mujer será como fecunda vid
En el interior de tu casa;
Tus hijos como plantas de olivo
Alrededor de tu mesa.
Así será bendecido el hombre
Que teme al Señor”
(Sal. 128:1-4).

¿No es ésa una vida simple, pero absolutamente fructífera?


Imagen: Lightstock.
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