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Jeremías 15-18 y Gálatas 5-6

“Entonces dijo así el Señor:
‘Si vuelves, Yo te restauraré,
En Mi presencia estarás;
Si apartas lo precioso de lo vil,
Serás Mi portavoz.
Que se vuelvan ellos a ti,
Pero tú no te vuelvas a ellos’”
(Jeremías 15:19).

Recuerdo hace un tiempo leer la noticia dolorosa de la muerte de cinco niños rusos de la ciudad de Volgogrado, producto de la explosión de una mina terrestre enterrada desde los tiempos de la batalla de Stalingrado, durante la Segunda Guerra Mundial. Me pregunto: ¿cómo es posible que un artefacto explosivo haya estado enterrado por más de 70 años y todavía conservar su potencia destructiva? Se necesita un experto para que pueda responder esa pregunta.

He tenido el privilegio de visitar esa hermosa ciudad rusa en dos oportunidades y he podido observar los recuerdos todavía palpables de una de las batallas más crueles y dolorosas de esa conflagración mundial. Se han dejado algunos edificios sin reparar para que sirvan como un recuerdo de lo vivido. Hay aviones y equipos militares de la época en plazas y parques, y un museo en donde se puede tener una vista panorámica de esa cruel batalla. Pero me cuesta creer que todavía puedan quedar trampas explosivas activas tanto tiempo después. Cinco niños entre seis y nueve años sucumbieron producto de la explosión al tratar de desenterrar la mina. No sabían lo que era, solo se dejaron llevar por su curiosidad infantil. Ellos podrían ser los nietos o bisnietos de las personas que colocaron el explosivo o de los supuestos blancos del artefacto militar. Ellos fueron víctimas inocentes de un conflicto mundial que ya era historia reservada solo para el recuerdo y los museos.

La ciudad cambió de nombre, el país cambió de nombre, los vencedores y perdedores de Stalingrado ya no están entre nosotros, todo el mundo ha cambiado… pero un detalle pequeño y mortal  permaneció en su puesto hasta cumplir su mortal y deplorable objetivo.

En la Segunda Guerra Mundial murieron alrededor de 55 millones de personas. Todas ellas pertenecientes a otra época de la historia, víctimas de un conflicto generado por sus pares y que causó un inmenso daño a su propia generación. No obstante, creo que son válidas las siguientes preguntas: ¿Podríamos decir que estos pequeños niños también murieron debido a ese conflicto del siglo pasado? ¿Podríamos decir que la vieja locura nazi o la olvidada obstinación estalinista cobraron nuevas víctimas? En cierto sentido, creo que las respuestas son afirmativas porque podríamos culpar por las muertes de estos niños a un fantasma del ayer que se hizo presente trayendo consigo las odiosidades que habían quedado atrás hace muchísimo tiempo.

Esta triste historia me ayuda a reflexionar y preocuparme por todas aquellas cosas de nuestro pasado que todavía no hemos resuelto, y que son como minas enterradas en diferentes áreas de nuestras vidas que están activadas para causar destrucción. Puede ser el caso de una relación dolorosa que nos dejó heridas tan grandes que luego decidimos “nunca más” querer a alguien o dejar que alguien nos quiera. Quizá se trate de un mal hábito o un vicio enterrado en nuestro corazón por largos años producto de las locuras de la juventud o la ignorancia, pero que ahora es un peligro latente para nuestra estabilidad y felicidad. Las minas del alma son todos aquellos vestigios no resueltos que hacen de nuestra vida un campo minado que pone en peligro nuestra paz y la de quienes nos rodean.

Cuando el Señor llega a nuestra vida, lo primero que hace es erradicar nuestro corazón de todo aquello que nos haga daño.

En el mundo hay varias organizaciones que se encargan de luchar por la erradicación de las minas antipersonales enterradas y olvidadas pero que siguen activas y son sumamente peligrosas. Demasiadas víctimas inocentes alrededor de nuestro pequeño planeta azul han sufrido terribles mutilaciones y muerte al pisar o desenterrar sin darse cuenta esos artefactos. Esas organizaciones se encargan de sensibilizar a la sociedad, forzar a los gobiernos y enviar misiones encargadas de la limpieza de campos minados en todo el orbe.

El Señor mismo está encargado de esta tarea en nuestro mundo espiritual. El nombre técnico con el que Él denomina a esta tarea de limpieza es “santificación”. Esta es una palabra que llega a causar desconcierto porque algunos la consideran un símbolo de lavado cerebral producto de la intolerancia religiosa. Para otros, es solo un término ritual místico de poca importancia. Sin embargo, en la Biblia tiene que ver directamente con la posibilidad de devolverle la paz a nuestra vida después de que el Señor se encarga de darle una limpieza exhaustiva.

Podríamos decir que toda santificación requiere volver al Señor. ¿Por qué volver a Él? Porque muchas de las minas espirituales que están depositadas en nuestra alma son producto de haber vivido separados de Dios, influenciados por un mundo violento y oscuro que está repleto de minas letales escondidas por todas partes. Pero cuando el Señor llega a nuestra vida, lo primero que hace es erradicar nuestro corazón de todo aquello que nos haga daño y que pueda hacerle daño a los demás. Más aún, cuando el Señor está de nuestra parte, no tenemos porque estar colocando minas ni levantando alambradas porque nuestra vida está bien segura bajo el cuidado diestro del Creador.

Los seres humanos preferimos los alambres de púas y los campos minados antes que la poderosa presencia de Dios en nuestras vidas. Optamos por usar las armas provistas por el mundo, antes que las herramientas poderosas que el Señor pone a nuestra disposición. Como lo lamenta el Señor a través de Jeremías: “Tú me has rechazado, te has vuelto atrás —afirma el SEÑOR—” (Jer. 15.6a NVI). Este rechazo se manifestaba a través de un debilitamiento de la ética y una parálisis de la bondad.

El pueblo de Dios tenía sus propios planes (y Dios no estaba entre ellos): “Ahora pues, habla a los hombres de Judá y a los habitantes de Jerusalén, y diles: ‘… Vuélvanse, pues, cada uno de su mal camino y enmienden sus caminos y sus obras’. Pero ellos dirán: ‘Es en vano; porque vamos a seguir nuestros propios planes, y cada uno de nosotros obrará conforme a la terquedad de su malvado corazón’” (Jer. 18:11-12). Por lo tanto, las escaramuzas y las minas espirituales seguirán allí… listas para hacer daño.

Una santificación genuina se prueba por lo que Dios pudo hacer por mí (en un cambio profundo y evidente), y no por lo que yo pude hacer por Él.

No es difícil encontrar personas del tipo “campos minados” por todas partes. Ellas pueden ser hasta gente religiosa, pero que no está dispuesta a escuchar a Dios, cuyas vidas no reflejan los ideales de bondad y santidad que proclaman con sus ritos. La verdadera santificación no tiene que ver solo con un despertar hacia las cosas espirituales o “de Dios”, como suelen algunos llamarla. Es más bien, haber escuchado con atención el llamado amoroso del Señor, quien con palabras llenas de misericordia nos invita a darnos vuelta y volver a Él para que Él mismo desactive todos aquellos artefactos explosivos de nuestra alma que han quedado allí de otros tiempos, y del que seguro hemos olvidado hasta su ubicación.

Justamente, en el momento en que el Señor me llama a la santificación, es cuando Él mismo me toma, me doblega y, sin ya tener nada que ocultar, puedo decirle directamente: “Sáname, oh Señor, y seré sanado; Sálvame y seré salvado, Porque Tú eres mi alabanza” (Jer. 17:14). Una santificación genuina se prueba por lo que Dios pudo hacer por mí (en un cambio profundo y evidente), y no por lo que yo pude hacer por Él.

Nuestro Señor Jesucristo busca que nuestra santificación sea el resultado de la obra maravillosa que hizo en nuestro favor. La cruz es la señal en el camino que nos hace volver la vista hacia atrás y hacia adelante. Hacía atrás para ver el peligro de muerte que corría mi existencia si es que no limpiaba mi vida de toda aquella basura que durante toda mi vida había acumulado. Al mirar hacia adelante veo a Jesucristo resucitado, quien me muestra que está vivo y victorioso, y me ofrece su poder para hacerme vivir con Él una nueva creación libre de minas escondidas porque todas han sido descubiertas por Él y desactivadas con el poder de su fuerza.

Solo la santificación en Cristo purifica de raíz nuestras vidas. No son ritos religiosos ni se trata de nuestro saber, inteligencia, o fuerza. Como decía el apóstol Pablo: “Para libertad fue que Cristo nos hizo libres; por tanto, permaneced firmes, y no os sometáis otra vez al yugo de esclavitud” (Gá. 5:1).


Imagen: Lightstock.
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