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Levítico 24 – 25   y   Juan 20 – 21

“Pues los hijos de Israel son mis siervos; siervos míos son, a quienes saqué de la tierra de Egipto. Yo soy el SEÑOR vuestro Dios”, Levíticos 25:55.

 

Todos nosotros tenemos la facultad de recordar, y aunque hay muchos asuntos de nuestra vida que rápidamente pasarán al olvido, siempre habrá otros que quedarán grabados de manera indeleble en el corazón. ¿Qué quedará en nuestra memoria?

Nuestros cuerpos están diseñados para recibir ciertos rangos de sonidos, algunos espectros de luz, y percibir algunas sensaciones. Es muy poco lo que puede quedar en los depósitos de nuestra memoria de todo el cúmulo de información que nuestra mente recibe diariamente. No solo tendemos a recordar palabras o informes sino también gestos, sentimientos, el sonido y las imágenes del ambiente que nos rodea, y ya que estamos dotados de una cultura, prejuicios y pensamientos propios, estos se sumarán para generar nuestros propios recuerdos.

Todos tenemos una memoria de corto plazo que rápidamente se evapora para generar espacio para recibir más información.  Allí guardamos, por ejemplo, los detalles de los acontecimientos superfluos que vivimos durante el día: recorridos en el auto, llamadas telefónicas, encuentros ocasionales, comidas y demás asuntos que con el paso de los días se volverán innecesarios. De todo esto, vamos guardando, por un plazo mayor y de manera automática, todo aquello que cobra significado e importancia para nuestra vida: Un diagnóstico médico, la firma de un contrato, una deuda por cobrar, una experiencia traumática o decidora, etc. Sin embargo, la memoria preservará por tiempo indefinido solo los recuerdos que de alguna manera repercuten en nuestro presente y sin lugar a dudas marcarán mucho de nuestro futuro.

El pueblo de Israel tenía un hito en su memoria colectiva que demarcaba profundamente su naturaleza como pueblo de Dios: su liberación de Egipto. La intervención soberana y poderosa del Señor en Egipto era la garantía de un presente digno y de un glorioso futuro. Sin embargo, este memorial debía mantenerse fresco y vibrante en el corazón de su pueblo. Por ejemplo, cuando un israelita se empobrecía no podía venderse como esclavo, justamente porque Dios había liberado a su pueblo de una esclavitud que no debía repetirse: ““Y si un hermano tuyo llega a ser tan pobre para contigo que se vende a ti, no lo someterás a trabajo de esclavo.” Estará contigo como jornalero, como si fuera un peregrino; él servirá contigo hasta el año de jubileo… “Porque ellos son mis siervos, los cuales saqué de la tierra de Egipto; no serán vendidos en venta de esclavos”, Levíticos 25:39-40,42.

La autenticidad del pueblo de Israel no solo estaría garantizada por los actos del presente, sino también en su esfuerzo por no olvidar las marcas del pasado. Todos los pueblos tienen en su historia el rastro dejado por sus predecesores. Cada pueblo se esfuerza por levantar monumentos, realizar celebraciones y escribir grandes textos, en donde puedan permanecer vivas las huellas de la memoria nacional. Desfiles, romerías, feriados y solemnes ceremonias, no hacen más que avivar la memoria y descubrir que el presente está impregnado por un pasado que no debe olvidarse.

Nosotros como personas también tenemos nuestra personal y particular historia. Y aunque no estamos acostumbrados a celebrar más que nuestros cumpleaños, con todo, deberíamos ser más preocupados por evocar y avivar los hechos significativos del pasado para poder entender nuestro presente y atisbar algo del futuro.

De una manera muy especial, el apóstol Juan dedica especial consideración a su amigo Pedro en los últimos capítulos de su Evangelio. Pedro había negado a Jesús y quizá este último acto era para el impetuoso pescador-apóstol un acontecimiento que borró de un plumazo todos los bellos recuerdos de los acontecimientos que había vivido con el maestro de Galilea. Posiblemente, olvidó el glorioso momento de su llamamiento, cuando él obedeció a Jesús en el mar y sacó tantos peces que rompían la red. Es probable que en ese momento no recordara cuando, en medio del temporal de viento,  había caminado en el mar y la mano del Señor lo había sostenido en medio de su incredulidad y temor.

Milagros, intensas conversaciones y grandes enseñanzas estaban aparentemente olvidados. Seguramente, solo  permanecía un profundo dolor angustiante producto del último recuerdo. Jesucristo aparece nuevamente después de su resurrección y le trae a Pedro una nueva luz de esperanza. Después del reencuentro, Jesús se queda a solas con Pedro y le pregunta directamente: “Entonces, cuando habían acabado de desayunar, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos…”, Juan 21:15a. Me imagino que Pedro para responder debe haber tenido que buscar en su memoria más allá del acontecimiento de su cobarde negación. “Pedro le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero…”, Juan 21:15b.  Hurgando en su memoria pudo observar que había más recuerdos y más memoria.  Pedro le había negado al maestro en tres oportunidades y por eso con tres preguntas, Jesús le hizo recordar que eran más las ocasiones en que su discípulo le había demostrado amor y compromiso, y éstas podían devolverle la dignidad perdida. El Señor lo sabía, pero Pedro debería recordarlo también. Por eso, el apóstol tuvo que decir: “Y le respondió:Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero…”, Juan 21:17c.

El apóstol Juan escribió “de memoria” su Evangelio. Su mente estaba llena de recuerdos y reminiscencias de los grandes hechos de Jesucristo en su corto pero intenso peregrinaje sobre la tierra. Los recuerdos de Juan, al ser trasladados a escritura, se convirtieron en la memoria del cristianismo y en fuente inagotable de recursos espirituales para todos los hombres desde hace dos mil años. Él dijo al final de sus memorias: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y el que escribió esto, y sabemos que su testimonio es verdadero. Y hay también muchas otras cosas que Jesús hizo, que si se escribieran en detalle, pienso que ni aun el mundo mismo podría contener los libros que se escribirían”, Juan 21:24-25.

¿Qué recuerdos del obrar de Dios y de la fe puesta en práctica sustentan tu vida espiritual? ¿Tienes recuerdos intensos y abundantes de tu comunión con el Señor? Si el Señor te hiciera las mismas tres preguntas que a Pedro, ¿podríamos encontrar en nuestros recuerdos ocasiones de fidelidad y amor para con Él?

Si uno se inventa una memoria es un mentiroso o un fabulista. Hacerse de recuerdos es simplemente vivir. Ser cristiano es tener nuestra mente llena de los recuerdos de las hazañas de Dios en nuestras propias vidas.

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