Génesis 44 – 45 y Marcos 5 – 6
“José no pudo ya contenerse delante de todos los que estaban junto a él, y exclamó:Haced salir a todos de mi lado. Y no había nadie con él cuando José se dio a conocer a sus hermanos”, Génesis 45.1.
José ya no puede aguantar más el ocultarse delante de sus hermanos. Sus sentimientos más profundos afloran y, dejándose llevar por el llanto, se da a conocer. ¿Cómo se dio el milagro de la reconciliación? El milagro empieza a operar cuando nos manifestamos tal como somos, “José dijo a sus hermanos: Yo soy José” (Gn.45:3a). Nunca habrá avenimiento mientras sigamos tratando de ser lo que en realidad no somos. Solo la franqueza y la transparencia son el soporte para la comprensión. José hace una invitación que es la base de toda conciliación: el acercamiento.
Es notable observar que Dios propicia la aproximación desde la víctima y no desde los victimarios. “Él me ofendió… que él venga a pedirme perdón”, dice el falso sentido común; pero desde la perspectiva del Señor las cosas ocurren desde el amor que supera cualquier barrera. No hay reconciliación a control remoto y menos a la distancia: “Y José dijo a sus hermanos: acercaos ahora a mí. Y ellos se acercaron… ” (Gn.45.4a). La reconciliación lleva impresa la palabra perdón, y para que el perdón se dé completamente no pueden solaparse las circunstancias que propiciaron la enemistad: “…Y él dijo: Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto” (Gn.45.4b). Solo la verdad es liberadora, porque para los cristianos no existen las mentiras piadosas y menos el encubrimiento de la injusticia. De allí que el perdón no sea el olvido de los antecedentes del daño (lo cual es imposible), pero sí de los efectos presentes del quebranto propiciado en el pasado. Además, como hijos de Dios tenemos el privilegio de ver cómo toda maldad en nuestra contra se puede tornar en una bendición en las manos del Señor: “Ahora pues, no os entristezcáis ni os pese por haberme vendido aquí; pues para preservar vidas me envió Dios delante de vosotros” (Gn.45:5).
Por último, la verdadera reconciliación debe producir una restauración absoluta de las relaciones dañadas. “Te perdono, pero mantente lo más lejos posible de mí”, nos atrevemos a decir, como quien da por finalizada una relación aunque de manera civilizada. No funciona así cuando Dios interviene con su oficio mediador: “Entonces se echó sobre el cuello de su hermano Benjamín, y lloró; y Benjamín también lloró sobre su cuello. Y besó a todos sus hermanos, y lloró sobre ellos; y después sus hermanos hablaron con él” (Gn.45:14,15). El afloramiento de los sentimientos del pasado y la comunicación perdida son las dos evidencias visibles de una verdadera reconciliación.