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Cuando leemos el libro de Éxodo, Jesús no suele estar en el centro de nuestros pensamientos. Quizá nos asombremos al ver a Moisés encontrándose con Dios, su poderoso libertador, en un monte que humeaba y temblaba. Tal vez nos abrumemos por la cantidad de leyes que el Señor le entrega a su pueblo. Probablemente se nos olvide que somos iguales y nos irritemos ante la impaciencia e idolatría de Israel.

Con todo, aunque Jesús podría no estar en el centro de nuestros pensamientos, definitivamente se encuentra en el centro de la narrativa. Los diez mandamientos, al final de todo, tratan de Él. En su libro Cómo Jesús transforma los diez mandamientos, el teólogo Edmund Clowney busca mostrarnos esta verdad.

“Sin Jesús, no tenemos una verdadera comprensión de la ley. […] Jesús no vino a complementar ni a explicar la ley, ni a vivir tan solo por ella. Vino a cumplir la ley en su sentido más profundo. Tenemos que escuchar a Jesús si queremos escuchar la voluntad del Padre. Jesús cumple y transforma toda la ley y todos los profetas. De hecho, ¡él es la nueva ley de Dios!” (loc. 197).

Cumplir los diez mandamientos externamente es, en cierta medida, sencillo. Por lo menos eso nos gusta creer. Para algunos de ellos —como no matar y no adulterar— no concebimos siquiera la idea romperlos. En el caso de otros —como no mentir y no codiciar— sabemos que hemos fallado, pero “no tanto como el vecino”, seguramente. Y nos decimos que “no lo volveremos a hacer”. Somos como el joven rico; decimos: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud” (Mr. 10:20) y pasamos por alto lo que hay en nuestro interior: un corazón pecaminoso del que no podemos escapar.

“La apariencia externa nunca agradará a Dios, quien ve los corazones” (loc. 1531).

Eso es lo que Cristo vino a revelar. Así que si quieres comprender la ley, tienes que mirar a Jesús.

“Los cristianos no solo deben cesar de asesinar y de evitar maldecir a su hermano. Deben aferrarse a la vida como Dios tiene la intención de que se viva, en concreto, en comunión con el Espíritu que da vida a través del poder de la resurrección de Jesucristo” (loc. 1463).

Jesús nos enseña que “no matar” es mucho más que no quitarle la vida a alguien. Es vivir como Dios quiere que vivamos. Vivir amando sacrificialmente, como Dios mismo nos amó, a favor de nuestro prójimo… sea quien sea. Jesús nos enseña que “no robar” es mucho más que no tomar algo que no nos pertenece. Es vivir con los ojos puestos en el tesoro más grande —Cristo mismo—, tanto que toda comodidad material pierda su brillo en comparación.

“¿Cuántos de nosotros, por miedo a perder nuestros bienes materiales, estamos renunciando a un gozo mayor? Jesús transforma el octavo mandamiento, “No robes”, al ayudarnos a centrar nuestros corazones en un tesoro real” (loc. 1760).

Tú no puedes, Jesús sí pudo

Meditar en cómo es que Jesús eleva los mandamientos, cómo Él nos muestra que son más que simples reglas que podemos cumplir externamente, puede abrumarnos. Jamás lograremos desempeñarnos a la perfección. Podemos pasar la vida entera luchando por “dar la talla”, pero ninguno de nosotros llegará a esa meta. El único que lo hizo, el único perfecto, es Aquel a quien la ley apunta: Jesús. 

Lejos de hacernos desfallecer, esa verdad debe traer un profundo consuelo a nuestras almas. Jesús ya dio la talla, y Él dio la talla en nuestro lugar. Ahora podemos caminar buscando agradar a Dios al cumplir sus mandamientos desde el interior, sabiendo que Cristo ha pagado el precio por cada una de nuestras faltas y confiando en que tenemos su Espíritu, quien nos guiará hasta el final.

“Oro para que, cuando medites en los requisitos ordenados por Dios en su ley, sientas también el gran consuelo de que Jesús ha cumplido por ti todas las demandas de la ley y de que, por su Espíritu, está transformándote a su imagen cuando confías en él. Él completará la obra que ha comenzado en ti y te presentará intachable ante el trono del Padre, que te declarará puro y sin culpa en el día del juicio final” (loc. 2393).


Imagen: Lightstock
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