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Algunos lo llaman «el sesgo de la belleza». Otros prefieren «aspectismo». De cualquier manera, varios estudios realizados en las dos últimas décadas establecen un punto aparentemente indiscutible: la belleza es rentable. Literalmente.

Cuanto más atractivo seas físicamente, más probabilidades tendrás de que consigas entrevistas y ofertas de trabajo, de que te suban el sueldo y de que te aprueben un préstamo, incluso si otras personas a tu lado están igual de cualificadas. En algún nivel subconsciente (ese reino nebuloso donde acechan los prejuicios), nos inclinamos hacia la belleza. Favorecemos lo bonito. Mostramos predilección por las hermosas y los guapos; ¿en lo económico? Sí, aunque también en muchos otros aspectos.

Pero en realidad no necesitábamos que los estudios nos lo dijeran, ¿verdad? Desde la antigüedad, los sabios nos han advertido de nuestra tendencia a estancarnos en la superficie, a apreciar más la piel que la sustancia. El peligro puede ser más agudo para los hombres, y en particular para los más jóvenes, solteros o casados. Somos criaturas visuales, nosotros, los hombres jóvenes, y muchos todavía estamos aprendiendo cuán engañoso puede ser el encanto y cuán vana su belleza (Pr 31:30). La sabiduría añade profundidad a la visión de un hombre, pero la sabiduría también lleva tiempo.

Para ayudar a acelerar el proceso, el libro de Proverbios sale al rescate de los jóvenes y hace una jugada atrevida. Considera, señala, a «la mujer hermosa que carece de discreción» (Pr 11:22). Hermosa por fuera, necia por dentro, ha atraído los ojos de muchos hombres, y ha mantenido la mayoría de los ojos en la superficie. Brilla como la plata, reluce como el oro.

Pero ahora, dice Proverbios, da un paso atrás y mírala mejor. Observa que su belleza dorada es parte de algo más grande: «Como anillo de oro en el hocico de un cerdo / Es la mujer hermosa que carece de discreción» (énfasis añadido).

Anillos de oro y cerdos monstruosos

Si tal imagen te estremece, bien. Esa es la idea. Se supone que el anillo en la nariz del cerdo debe perturbarnos para que veamos las cosas de otro modo. Aunque normalmente llamaríamos a una belleza insensata «un poco decepcionante», Derek Kidner llega a decir que «las Escrituras la ven como una monstruosidad» (Proverbs, p. 88). Mientras la belleza física enmascare la necedad interior, equivale a una joya cochina, una perla puerca, un adorno de oro en el hocico.

La imagen estremece, en parte, porque Dios realmente nos programó para ver y apreciar la belleza exterior. En sí misma, la hermosura no es mala. Después de todo, Dios creó un mundo de esplendor, y lo atractivo del ser humano con frecuencia se basa en principios creados de armonía, simetría y equilibrio que no podemos dejar de notar.

Las Escrituras tampoco vacilan en mencionar la belleza de lo bello, en señalar que «Raquel era de bella figura y de hermoso parecer» (Gn 29:17), o que Abigail «era inteligente y de hermosa apariencia» (1 S 25:3), o que David «era rubio, de ojos hermosos y bien parecido» (1 S 16:12). Estas bellezas, así como muchas otras, resplandecen con la gloria de su Hacedor, a quien Agustín llamó la «Belleza de todas las cosas bellas» (Confesiones, 3.6.10; ver Sal 27:4; Is 33:17).

Si el encanto de una mujer no se somete a Cristo y, si su belleza no se jacta silenciosamente en Dios, entonces sus mayores atractivos se vuelven vacíos

En el diseño ideal de Dios, la belleza exterior ilustra la dignidad interior; y, en muchos casos, la belleza de hoy todavía funciona de esa manera. Sin embargo, en esta era caída, donde «la pasión de los ojos» a menudo gobierna nuestra visión (1 Jn 2:16), y donde el esplendor externo a menudo esconde un corazón que se opone a Dios, la Escritura nos advierte que no confiemos demasiado rápido en nuestra visión. Algunas de las bellezas más brillantes mienten; algunos anillos de oro cuelgan de hocicos de cerdo. Por otro lado, algunas de las bellezas más profundas se ocultan de los hombres de vista superficial. Como nos dice una madre sabia más adelante en Proverbios:

Engañosa es la gracia y vana la belleza,
Pero la mujer que teme al SEÑOR, esa será alabada (Pr 31:30).

El versículo contiene un mundo de sabiduría para los jóvenes. Aquí, los varones solteros aprenden a discernir la clase de mujer que vale la pena cortejar (y la clase de mujer de la que hay que apartar los ojos), mientras que los hombres casados aprenden a ver a sus esposas con una profundidad que solo la sabiduría puede dar.

La belleza vana y engañosa

En la superficie, Proverbios 31:30 nos desconcierta un poco. «Engañosa es la gracia y vana la belleza»: el juicio contra el atractivo exterior parece arrollador. Pero la Escritura aprecia la belleza exterior en otros lugares (como hemos visto), e incluso en Proverbios se dice a nuestro joven que se regocije en su esposa que es como «graciosa gacela» (Pr 5:19), que es la misma palabra que se traduce como «gracia» en Proverbios 31:30. Entonces, ¿qué tipo de encanto engaña y de cuál otro deberíamos alegrarnos? ¿Qué clase de belleza es vana y cuál debemos admirar?

Los hombres que persiguen el mero encanto, sin preocuparse de si este los lleva hacia Dios o los aleja, están en las garras de una mentira

En primer lugar, Proverbios nos advierte que nos cuidemos de cualquier supuesto encanto y de cualquier belleza jactanciosa que no tenga temor del Señor. Si el encanto de una mujer no se somete a Cristo y, si su belleza no se jacta silenciosamente en Dios, entonces sus mayores atractivos se vuelven vacíos. Dirigen la mirada hacia abajo, no hacia arriba. Traicionan al Dios que los dio.

Más específicamente, el encanto se vuelve «engañoso» si no existe un temor piadoso. La palabra «engañoso» a menudo se refiere a las mentiras verbales. En este caso, el engaño es visual más que audible: los hombres que persiguen el mero encanto, sin preocuparse de si este los lleva hacia Dios o los aleja, están en las garras de una mentira. Del mismo modo, la belleza se vuelve «vana» si no hay temor de Dios. Esta misma palabra atraviesa el libro de Eclesiastés como un viento veloz, sugiriendo que la vanidad de la belleza yace en gran medida en su brevedad. «Toda carne es como la hierba, y todo su esplendor es como la flor del campo» (Is 40:6): hoy aquí, mañana se fue; hoy tersa, mañana arrugada; hoy rubia, mañana canosa. Quienes se aferran a la belleza, sin amar al Dios de la belleza, intentan embotellar la brisa.

Segundo, aunque Proverbios 31:30 contrasta el encanto y la belleza con una «mujer que teme al SEÑOR», esta mujer no carecerá de encanto, al menos no para un hombre piadoso. Este joven temeroso de Dios no solo se supone que encontrará encantadora a su esposa (Pr 5:19), sino que incluso la mujer de Proverbios 31 posee una especie de resplandor. Leemos que «fuerza y dignidad son su vestidura» (Pr 31:25), y esa palabra «dignidad» a menudo se ha traducido como «esplendor» o «majestad» en otros lugares (Sal 21:5; Is 2:10; 35:2).

El encanto y la belleza de la mujer piadosa difieren, sin embargo, de lo que esperan los ojos mundanos. Mientras que la belleza que carece de discreción a menudo se viste para ser admirada, la belleza piadosa es con frecuencia un esplendor secreto, una gloria silenciosa. Puede que no llame la atención inmediatamente. Pero mientras nuestra visión llegue a ser cada vez más como la de Dios, más nos alejaremos de la belleza ostentosa de esta época caída y valoraremos la belleza que no se puede arrugar, marchitar ni encanecer.

La belleza en lo profundo del alma

Si los hombres necios fijan su mirada solo en la superficie, el camino hacia la sabiduría comienza al mirar más profundamente, más allá de la piel de una mujer, a su alma. Allí, en el alma, yace la verdadera excelencia de una mujer «virtuosa» (Pr 31:10 RV60). Ahí hay una joya que la edad no puede opacar, una corona que el tiempo no puede quitar, un esplendor que la tumba no puede robar.

Por supuesto, ver la belleza del alma requiere tiempo y atención; no brilla de forma tan evidente como la piel bonita. Pero brilla para los hombres que son lo suficientemente pacientes para observar. La mujer de Proverbios 31 es hermosa, pero su belleza se demuestra mejor en lo que hace, no en cómo luce. Mientras que la mujer que se asemeja a un anillo de oro en el hocico de un cerdo se desvive por su apariencia, esta mujer trabaja duro, incluso sacrificando las uñas perfectas en el proceso (vv. 13, 16). Aplica sus habilidades piadosas tanto en su casa como en el mercado (vv. 18, 21, 24). Hace ofrendas a los pobres y da sabiduría a sus hijos (vv. 20, 26). Ella teme al Señor (v. 30).

Tal vez, como Abigail, teme al Señor y atrae las miradas (1 S 25:3). O tal vez su belleza física esté silenciada. En cualquier caso, el hombre piadoso que la observa descubre un esplendor que se eleva lentamente, una belleza profunda como un pozo y fuerte como un río subterráneo. Los necios pasan rápidamente a su lado, persiguiendo el brillo de los anillos de oro (sin darse cuenta del cerdo). Pero a un hombre con ojos para verla, le parecerá una «amante cierva y graciosa gacela» (Pr 5:19).

Quienes se aferran a la belleza, sin amar al Dios de la belleza, intentan embotellar la brisa

No quiero insinuar que un hombre piadoso deba encontrar a todas y cada una de las mujeres piadosas románticamente atractivas. La santidad no nos hace ciegos a la belleza física, y la belleza física juega un papel real (aunque complejo) en nuestras atracciones. Pero, si pertenecemos a Jesús, sabemos lo que se siente al encontrar belleza donde otros no la ven. «No tiene aspecto hermoso […] / Ni apariencia para que lo deseemos» (Is 53:2), pero ¡oh, qué hermoso era (Is 52:7)! Qué triste, entonces, sería si nosotros, que hemos sido capturados por la inesperada gloria de Cristo, no mirásemos más allá de la superficie.

La mayor belleza yace por debajo. De forma sorprendente y maravillosa, quienes contemplan esa belleza a menudo descubren que proyecta un brillo sobre todo lo demás.

La piel transfigurada

Mientras más conoce un marido piadoso a su esposa piadosa, más se da cuenta de que su apariencia exterior no permanece fija, ni su belleza interior se queda adentro. Con el tiempo, el esplendor de su alma se derrama a través de las grietas de su piel como la luz de una linterna. Y las dos bellezas, la interior y la exterior, comienzan a fusionarse y a interactuar.

Proverbios nos lleva a esperar lo mismo. ¿De qué otro modo podemos entender el mandato del padre a «[regocijarte] con la mujer de tu juventud», deleitándonos en su cuerpo «en todo tiempo» y «para siempre» (Pr 5:18-19)? Cuando la esposa de tu juventud ya no es joven, su corazón aún conserva su belleza y su cuerpo aún contiene su corazón. Décadas después de los votos matrimoniales, sus canas no son una guirnalda de cenizas, los restos quemados de su antigua belleza. Por el contrario, sus canas se asientan sobre su cabeza como «una corona de gloria» (Pr 16:31), al menos para el hombre que la conoce como reina. Su alma transfigura su piel.

Esta visión atenta y paciente, esta mirada que se sumerge en las profundidades de la mujer y saca los tesoros a la superficie, es nada menos que una participación en la propia mirada del Señor. «Dios no ve como el hombre ve» (1 S 16:7). La persona «que procede de lo íntimo del corazón» es su deleite; «el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno» su delicia (1 P 3:4). Y nosotros los hombres, maridos y padres, hermanos e hijos, tenemos el privilegio de contar la verdadera historia de la belleza en esta época obsesionada con la piel.

El mundo les dice a las mujeres una mentira sobre la belleza. Nuestras esposas e hijas, hermanas y madres oyen de mil maneras que la verdadera belleza se encuentra en la superficie. Se les dice que se conviertan en anillos de oro y que no les importe si un cerdo los lleva o no. Y nosotros, los hombres, podemos respaldar esa mentira o renunciar a ella. Podemos mostrar parcialidad hacia las más bonitas de entre nosotros. Podemos negarnos a considerar como compañera de matrimonio a cualquier mujer que no se ajuste exactamente a nuestro tipo (suponiendo, de paso, que nuestros deseos sean más fijos que flexibles). Podemos insinuar un sutil desagrado por el cambio de apariencia de una esposa. O podemos elevarnos con el hombre de Proverbios 31 y alabar, no el encanto, no la simple belleza exterior, sino el tipo de «mujer que teme al SEÑOR» (Pr 31:30).

Ese tipo de hombre se convierte en un heraldo de la era venidera, un precursor que anticipa el día en que toda mujer justa «[resplandecerá] como sol en el reino de su Padre» (Mt 13:43), cuando su cuerpo combinará perfectamente con el esplendor de ese corazón que es semejante al de Cristo.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por María del Carmen Atiaga.
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