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Este es un poema que se lee como una oración de arrepentimiento por haber amado más el conocimiento teológico que al Dios de la teología y a su Iglesia.


Escondido entre sus textos
resaltados y enmarcados,
yace un hombre embelesado
con sus libros y pretextos.

Día y noche, él medita,
elabora dichos sabios.
Dulce miel tiene en los labios,
aun poemas él recita.

Él escucha al anciano
y al joven no aconseja,
no alimenta a la oveja,
pero al sabio da la mano.

Su conocimiento es oro,
la lectura su pasión,
escribir su adicción
y una pluma su tesoro.

Esta es mi confesión:
A los libros he amado,
a la gente he dejado
y olvidado mi misión.

Mil preguntas respondí
y me cautivó el saber.
Doloroso fue entender
que la sencillez perdí.

¿Cómo puede suceder
que buscando al divino,
este corazón cretino
aún me pueda corromper?

¿De qué valen los perplejos?
¿De qué vale el «¡amen!»?
Si mi corazón no ve
porque de Él están muy lejos.

Latón viejo y resonante
es el docto sin amor,
como bosque sin color
o canción sin consonantes.

Oh, mi Dios perdonador
que abrazas e instruyes,
si a este ingrato restituyes
hazle ver tu gran amor.

Que no sea yo embriagado
de intelecto sin pasión,
mas recibe en oración
mi corazón consagrado.

Lléname de tu amor puro
y así guíe con cuidado
las ovejas que me has dado
hacia tu lugar seguro.

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