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Al ver la vida en sus comienzos de los más grandes hombres de Dios, a menudo te encontrarás en algún cuarto oculto o en una banca solitaria, donde una madre se arrodilló para orar. Si miras detrás de Agustín, encontrarás a Mónica. Si miras detrás de Spurgeon, encontrarás a Eliza. Si miras detrás de Hudson Taylor, encontrarás a Amelia. Al mirar a cada una de estas madres encontrarás oraciones fervorosas.

Quienes conocen sus Biblias no deberían sorprenderse. Como la estrella que vieron los magos, las historias de los movimientos redentores de Dios nos llevan a menudo a un hogar donde una mujer, oculta para los grandes de la tierra, acaricia un talón que un día aplastará a una serpiente. En las oraciones de una madre nacen avivamientos y personas se ganan, ídolos son derribados y demonios deshechos, huesos secos son levantados y pródigos son rescatados.

Una y otra vez, antes de que Dios pose su mano sobre algún hombre, la pone sobre su madre.

Una madre del reino

«El amanecer de los grandes nuevos movimientos de Dios ocurre repetidamente en los espacios de las mujeres», escribe Alastair Roberts (en inglés). La palabra repetidamente es correcta. Una y otra vez, la historia de la redención gira en torno a una madre imperfecta pero fiel que da a luz a un hijo: Sara e Isaac, Rebeca y Jacob, Raquel y José, Rut y Obed, Elisabet y Juan, Eunice y Timoteo y, por supuesto, María y Jesús.

Entre todas estas historias, sin embargo, una en particular ilustra el poder de una madre que ora. Los libros de 1 y 2 Samuel cuentan la historia de cómo Dios convirtió a Israel en un reino, cómo buscó «un hombre conforme a Su corazón» (1 S 13:14) para que se sentara en el trono y comenzara un linaje real que un día llegaría hasta Jesús (2 S 7:13-14). Pero ¿dónde comienza esta historia de un rey y un reino? Con una mujer estéril implorando por un hijo.

Elcana tenía dos mujeres: el nombre de una era Ana y el de la otra Penina. Penina tenía hijos, pero Ana no los tenía (1 S 1:2).

Una mujer estéril y una rival fructífera: hemos estado aquí antes (Gn 16:1-6; 30:1-8). El escenario está preparado para que Dios se dé a conocer mediante un nacimiento milagroso y la oración será Su instrumento señalado.

Al ver la vida de los más grandes hombres de Dios en sus comienzos, a menudo encontrarás a una madre orando sobre sus rodillas

La oración de Ana

Al igual que Agar en el pasado, Penina no puede evitar señalar con el dedo el vientre vacío de Ana: «Penina, la provocaba amargamente para irritarla, porque el Señor no le había dado hijos. Esto sucedía año tras año» (1 S 1:6-7). Pero a diferencia de Sara, Ana se dirige a Dios en lugar de volverse contra Penina.

Escucha la sencilla oración de una mujer en sufrimiento, que anhela un vientre abierto:

Oh Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de Tu sierva, te acuerdas de mí y no te olvidas de Tu sierva, sino que das un hijo a Tu sierva, yo lo dedicaré al Señor por todos los días de su vida y nunca pasará navaja sobre su cabeza (1 S 1:11).

Conocemos el resto de la historia. El Señor escuchó a Ana y le dio un hijo. Su hijo, Samuel, establecería el reino de Israel (1 S 16:10-13), inauguraría el linaje profético de la nación (Hch 3:24; 13:20) y se situaría junto a Moisés como mediador del pueblo de Dios (Jr 15:1). A través de la oración, el vientre de Ana que antes estéril dio a luz un hijo para rescatar a Israel.

¿Qué pueden hoy aprender las madres de la oración de Ana?

1. La angustia puede ser una buena maestra.

Los años de infertilidad, junto con las burlas de Penina, habían roto por fin el dique de la tristeza de Ana. El dolor de la esperanza postergada inundó su corazón, y la inundación no pudo ocultarse. «Ana lloraba y no comía… muy angustiada» (1 S 1:7, 10).

Sin embargo, como sucede a menudo, las lágrimas de Ana se convirtieron en un camino que la llevó a sus rodillas: «Pero Ana se levantó después de haber comido y bebido estando en Silo… oraba al Señor y lloraba amargamente» (1 S 1:9-10). No sabemos cómo era la vida de oración de Ana antes de este momento. Pero al menos aquí, la angustia se convirtió en su mejor maestra.

En un mundo tan quebrantado como el nuestro, la angustia acorrala a una madre, por dentro y por fuera. Algunas, al igual que Ana, sienten la peculiar agonía de la maternidad deseada. Otras, el dolor del embarazo y el parto mismo. Otras, el dolor de un hijo que no ha nacido de nuevo. Lo que Agustín dijo una vez de su madre es cierto para muchas:

Ella lloraba y se quejaba; se manifestaba en ella la herencia de Eva, que es buscar entre gemidos a quien gimiendo había dado a luz (Confesiones, 5.8.15)

Sabemos que la angustia puede tentar a una madre hacia la amargura, como ocurrió con Sara y Raquel durante un tiempo (Gn 16:5-6; 30:1). Pero aquí, Ana revela una verdad sorprendente: la angustia a menudo lleva a una madre a una oración que Dios anhela responder.

2. Dios se deleita en las manos abiertas.

Dos palabras de la oración de Ana sobresalen por su repetición: Señor (dos veces) y su correspondiente sierva (tres veces). En su angustia, no olvida que Dios es su Señor, alto y sabio por encima de ella, como tampoco que ella es su sierva, obligada a hacer Su voluntad. Las famosas palabras de María un milenio después —«Aquí tienes a la sierva del Señor» (Lc 1:38)— son un eco de las de Ana.

Las manos abiertas de Ana también aparecen en su notable voto: «Si te dignas mirar la aflicción de Tu sierva… si no que das un hijo a Tu sierva, yo lo dedicaré al Señor por todos los días de su vida y nunca pasará navaja sobre su cabeza» (1 S 1:11). Esa promesa de no cortar el cabello de su hijo se refiere al voto nazareo, por el cual la vida de una persona se dedicaba enteramente a Dios (Nm 6:1-5). Ana, en otras palabras dice: «Dame un hijo, y te lo devolveré: corazón y alma, cuerpo y mente, todos los días de su vida». En respuesta, Dios le da un hijo para que se lo devuelva a Dios.

Debemos tener cuidado, por supuesto, antes de trazar una línea recta entre el corazón de una madre y la forma en que Dios responde a sus oraciones. Algunas madres oran con una entrega similar a la de Ana y aun así sus vientres permanecen vacíos, o sus hijos siguen caminando hacia el país lejano. La historia de Ana, sin embargo, nos enseña que a Dios le encanta poner regalos sobre manos abiertas. Él se deleita cuando una madre, rebosante de afecto maternal, se llena aún más de deseo por Cristo y Su reino.

En el caso de Ana, su maternidad a mano abierta permitió a Samuel pasar sus días en el templo, donde según nos dice el narrador, «adoraba allí al Señor» (1 S 1:28). Que Dios se complazca en hacer lo mismo con los hijos de muchas madres.

La angustia a menudo lleva a una madre a una oración que Dios anhela responder

3. Las oraciones de una madre pueden sacudir el mundo.

Esta angustiosa oración de 1 Samuel 1:11 no es la única que escuchamos de Ana. Cuando lleva a su hijo recién destetado al templo, vuelve a orar, esta vez elevando su alabanza (1 S 2:1-10). Al escuchar, nos damos cuenta rápidamente de que la historia de Ana y Samuel va mucho más allá de las cuatro paredes de un hogar feliz.

Considere solo las últimas palabras, estas ofrecen un final apropiado para una oración inmensa:

Los que se oponen al SEÑOR serán quebrantados,
Él tronará desde los cielos contra ellos.

El SEÑOR juzgará los confines de la tierra,
Dará fortaleza a Su rey,
Y ensalzará el poder de Su ungido (1 S 2:10).

Ana, movida por el Espíritu, se ve envuelta en algo mucho más grande que sus propias esperanzas domésticas: bajo Dios, su hijo liberaría a Israel de sus opresores y establecería un reino que un día cubriría la tierra. Ana simplemente había orado por un hijo pero, a cambio, Dios respondió mucho más de lo que ella pidió.

Y así sigue siendo. Eliza Spurgeon y Amelia Taylor oraron por hijos salvados, apenas imaginando que Dios daría un predicador a las masas y un misionero a las naciones. Aunque no todos los hijos son un Samuel, un Spurgeon o un Taylor, ¿quién sabe qué amantes de los huérfanos, pastores de iglesias, buscadores de justicia o padres de perdidos está levantando Dios ahora mismo a través de las rodillas de una madre fiel? Con un Dios como el nuestro, podemos atrevernos a soñar y a orar.

Una madre para todas las madres

La llorosa y angustiada Ana de 1 Samuel 1 no es una mujer fuera del alcance de una madre. No era una mujer conocida. No era una mujer con todo resuelto. Por lo que sabemos, no era una mujer especialmente fuerte. Pero era una mujer que oraba y a través de sus oraciones, Dios mostró Su gran poder.

El Dios que aplastó la cabeza de la serpiente por la descendencia de la mujer tiene más victorias que ganar. Jesús dio el golpe de gracia, el golpe que ningún otro hijo podría dar. Pero hay más reino del diablo que necesita ser aplastado. Si miramos detrás de los hombres que levantan los talones, a menudo encontraremos a una madre como Ana: angustiada pero con las manos abiertas, orando por su muchacho.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.
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