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Nota del editor: 

Este breve artículo forma parte de una serie semanal sobre eventos y personas relevantes en la historia de la Iglesia universal antes, durante, y después de la Reforma protestante. Para conocer más sobre la historia de la Iglesia desde tus redes sociales, puedes seguir los perfiles de Credo en Twitter e Instagram.

A principio del siglo tercero, el norte de África era el centro del cristianismo. Creyendo que el cristianismo minaba el patriotismo romano, el emperador Séptimo Severo comenzó su “limpieza” por esta misma zona.

Un grupo de cinco nuevos cristianos encabezados por Perpetua y su esclava, Felicidad, fueron los primeros capturados en el año 202 d. C. por haberse convertido recientemente al cristianismo, violando así el edicto imperial. La tradición dice que los cinco se preparaban para recibir bautismo.

Perpetua (c.180-203), nacida a una familia noble de Cartago (actualmente Túnez), vivía con su esposo, su bebé, y Felicidad. Aunque no tenemos mucha información disponible sobre su vida, su diario personal y el de un compañero nos relatan a detalle el testimonio de sus últimos días, y la tradición dice que sus martirios fueron grabados por el puño y letra de Tertuliano, uno de los padres de la iglesia.[1]

El padre de Perpetua, hombre rico y de religión pagana, tan pronto se enteró del arresto de su hija, fue a visitarla a la cárcel. A sus ojos, la solución parecía sencilla y rápida: ella debía negar a Cristo y salvarse. El diario de Perpetua relata una corta y abrupta primera interacción:

“Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo?… ¿Acaso puedes llamarlo con un nombre que no le designe por lo que es?’. No, respondió él. Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana. Al oír la palabra cristiana, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero solo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron… Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo… En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio”.

Unos días después, ella sería trasladada a una mejor celda donde podría amamantar a su bebé.

Su padre regresó implorándole que renunciara al cristianismo. Se arrodilló ante Perpetua y besando sus manos le dijo:

“Hija mía, compadécete de mis canas; apiádate de tu padre, si es que merezco tal nombre. Ya que te he criado, y gracias a mis cuidados has llegado a esta flor de la juventud, y siempre te he preferido a tus hermanos, no me hagas ser la vergüenza de los hombres… Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo… Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo”.

Perpetua fue conmovida, pero permaneció firme. Respondió: “Las cosas sucederán como Dios disponga, pues estamos en sus manos y no en las nuestras”. Su padre se fue una vez más abatido.

Llegando el día del juicio, Perpetua relata:

“Apareció mi padre con el niño en los brazos y me arrastró fuera de la escalinata, suplicándome que tuviera compasión de mi hijo. ‘Apiádate de las canas de tu padre y de la delicadeza del niño. Haz sacrificio a la salud de los emperadores. [2] Yo le respondí. ‘No haré sacrifico. El procónsul, Hilariano, preguntó: ‘¿Eres cristiana?’. Respondí: ‘Lo soy. Y como mi padre se esforzaba por hacerme cambiar de parecer, Hilariano mandó echarle de allí, y le hirió con una vara, lo cual me causó tanto dolor, como si me hubiera dado a mí; tanta compasión me daba la vejez de mi pobre padre. Luego se pronunció sentencia contra todos nosotros, condenándosenos a las bestias, y volvimos a la cárcel muy contentos”.

El relato del martirio de Perpetua y Felicidad cuenta:

“Por fin amaneció el día del triunfo, y entraron en el anfiteatro con las caras tan alegres como si entraran en el cielo; emocionados ciertamente; pero de gozo, no de miedo. Perpetua seguía a sus compañeros con paso grave, como corresponde a una mujer de Cristo, amada de Dios. Los ojos bajos, para ocultar su brillo a los espectadores. Por su parte, Felicidad iba alegre de su alumbramiento [ya que había dado a luz recientemente en la cárcel]…

[Sobre los otros tres cristianos] Revocato, Saturnino, y Saturo conminaban al pueblo, y cuando llegaron enfrente de Hilario [el procónsul], le dijeron: ‘Tú nos juzgas, pero a ti te juzgará Dios. Oyendo esto el pueblo, pidió que nos azotasen… Los mártires se alegraron de poder, de ese modo, participar de la pasión del Señor”.

Vestidos en túnicas blancas, los cinco cristianos fueron depositados en una arena llena de bestias salvajes y gladiadores. Su glorioso y anhelado final no tardaría mucho en llegar. Las dos mujeres fueron embestidas por una vaca salvaje [nunca antes usada en el coliseo, como para ofender su femineidad] y luego las atacó un leopardo. Aún en vida, Perpetua se acercó a socorrer a Felicidad. Esto solo causó más furor en la audiencia romana sedienta de sangre. El público impacientemente pedía: “¡Muerte a los cristianos, muerte a los cristianos!”, hasta que los fieles nuevos creyentes fueron alineados y, uno a uno, fueron decapitados.

Tertuliano, quien se considera el escritor de este relato, escribió: “La sangre de los mártires es la semilla de la iglesia”.

Un siglo más tarde, el Imperio romano sería declarado oficialmente cristiano, y la historia de los martirios de Perpetua, Felicidad, Revocato, Saturnino, y Saturo sería uno de los textos más leídos en las iglesias, según Agustín de Hipona, para gran edificación de la iglesia y sus miembros.


1. Ambos relatos componen la obra clásica, Pasión de Perpetua y Felicidad, de donde salen los textos citados en este artículo.

2. Una frase muy común en el imperio previo a su cristianización. Se refiere a un sacrificio a la salud (de la misma raíz donde sale nuestra palabra “salvación”) de los emperadores. Era una forma de declarar alianza a los dioses paganos.


Imagen: Lightstock.
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