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Nunca me había considerado una persona pasiva. Durante la secundaria y la universidad, y a lo largo de mis veintes, había sido el soñador motivado y el triunfador. Me consideraba el organizado, el proactivo, el disciplinado, el visionario. Yo era el que iniciaba los siguientes pasos, las reuniones importantes, los cambios necesarios, los planes de grupo, las conversaciones difíciles.

Entonces me casé, y el matrimonio me mostró lados de mí mismo que nunca había tenido que ver.

Un hombre no cambia mucho por hacer votos y ponerse un anillo, pero ese día muchas cosas cambian para un hombre. El apóstol Pablo trató de prepararnos: «El soltero se preocupa por las cosas del Señor, cómo puede agradar al Señor. Pero el casado se preocupa por las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y sus intereses están divididos» (1 Co 7:32-34). Mi yo dividido no era tan íntegro y proactivo como lo había sido mi yo soltero. A medida que aumentaban las presiones y empezaban a aparecer las grietas, me di cuenta de que podía caer en la autocompasión y en la pasividad.

Lo que Dios espera de los esposos

Durante el primer o segundo año de matrimonio, la pasividad de los esposos cristianos pasó de ser un problema extraño y un tanto desconcertante a uno profundamente familiar, así como personal y humillante. La visión y la iniciativa eran más fáciles, en cierto modo, cuando estaban restringidas a ciertas partes de mi vida. Ahora, cuando dos se convierten en uno, toda la vida requiere de un amor que lidera.

¿Volveré a entregarme hoy por el bien de mi esposa (Ef 5:25)? ¿Seguiré buscándola, estudiándola, cortejándola? ¿Desarrollaré y llevaré a cabo una visión para nuestra familia? ¿Abriré consistentemente la Biblia y oraré con ellos? ¿Lideraré a nuestra familia en amar y servir a la iglesia? ¿Me acercaré a los conflictos con paciencia y amor, o me retiraré? ¿Me anticiparé a las necesidades de nuestra familia y dejaré espacio para el descanso? ¿Disciplinaré a nuestros hijos, aunque esté cansado? ¿Sacaré a relucir conversaciones difíciles y tomaré decisiones difíciles? O, como Adán, cuando Dios venga a llamarme, ¿me esconderé y señalaré con el dedo a otra parte (Gn 3:12)?

Dios espera mucho de los esposos. A medida que mis sentidos se han ido agudizando ante mis propias tendencias a la pasividad, las historias de esposos en las Escrituras —buenas y malas— han cobrado vida con mayor gravedad y relevancia para el matrimonio.

Un ejemplo de debilidad y maldad

Dios a menudo entrena a los hombres para ser esposos y padres fieles dándonos grandes ejemplos a seguir: la fe de Abraham, la convicción de Moisés, el liderazgo de Josué, la sabiduría de Salomón, el corazón de David. Pero a veces, Dios nos entrena hacia la fidelidad mostrándonos lo malvados que los hombres pueden ser. Nos enseña a amar mostrándonos a hombres que no supieron amar, a liderar mostrándonos hombres que no supieron liderar, a luchar mostrándonos a hombres que se negaron a luchar, a morir por los demás mostrándonos a hombres que se salvaron a sí mismos.

A veces, Dios nos entrena hacia la fidelidad mostrándonos lo malvados que los hombres pueden ser

En cuanto a los esposos y padres, pocos fueron tan corruptos y vergonzosos como el rey Acab.

Cuando conocemos por primera vez a este hombre, las Escrituras nos dicen: «Acab, hijo de Omri, comenzó a reinar sobre Israel en el año treinta y ocho de Asa, rey de Judá, y Acab, hijo de Omri, reinó veintidós años sobre Israel en Samaria. Y Acab, hijo de Omri, hizo lo malo a los ojos del Señor más que todos los que fueron antes que él» (1 R 16:29-30). Los reyes que le precedieron fueron un hervidero de maldad: conspiraron, engañaron, robaron, asesinaron y, en todo ello, insultaron a Dios al elegir a los ídolos en vez de a Él. Acab, nos enteramos, era peor que todos ellos.

Su matrimonio fue el centro de su rebelión. «Como si fuera poco el andar en los pecados de Jeroboam, hijo de Nabat, tomó por mujer a Jezabel, hija de Et Baal, rey de los sidonios, y fue a servir a Baal y lo adoró» (1 R 16:31). Primero se burló de Dios casándose con una idólatra, y luego, como Dios advirtió que sucedería, cedió y se inclinó en sumisión ante ella y su dios.

Las facetas de la maldad de Acab son dignas de mucha reflexión, pero aquí quiero centrarme en una escena que expone el encanto y el peligro de su pasividad.

La seducción de la autocompasión

Cuando 1 Reyes 21 comienza, Acab codicia la viña de su vecino, Nabot, y le pide que se la venda, haciendo caso omiso de la ley de Dios que impedía la venta permanente de tierras (Lv 25:23). Nabot no se niega simplemente porque quiere conservar su tierra; se niega porque hacer lo contrario sería despreciar a Dios. Ahora observa cómo responde Acab, derrumbándose en la autocompasión y la pasividad:

Acab entonces se fue a su casa disgustado y molesto a causa de la palabra que Nabot de Jezreel le había dicho; pues dijo: «No le daré la herencia de mis padres». Acab se acostó en su cama, volvió su rostro y no comió (1 R 21:4).

El hombre más poderoso de la tierra se enroscó como una bola, como un adolescente con el corazón roto. Se negaba a comer. Hizo pucheros porque no se salió con la suya. Es casi una parodia de la pasividad, casi. Por muy lamentable que parezca el rey berrinchudo, muchos esposos conocen algo de la tentación a la que se entregó. La autocompasión es extrañamente seductora y puede ser también paralizante. Puede impedir que un hombre confiese su pecado, que inicie la reconciliación, que levante el teléfono, que intente llevar adelante los devocionales familiares, que tome una decisión difícil o que dé el siguiente paso.

Lo que sucede a continuación, mientras Acab alimenta sus sentimientos heridos, agrava aún más su vergüenza. Observa cómo la autocompasión lo aprisiona y lo incapacita.

La pasividad fomenta la iniquidad

Conociendo a su esposa y lo que era capaz de hacer, Acab debió haber tomado medidas para detenerla, por el bien de Nabot y de los que lo amaban, por el bien del reino, por el bien de su propia alma, por el bien de su esposa. Un esposo pasivo inevitablemente permitirá y alentará los pecados de su esposa (¡y viceversa!). Cuando Jezabel ve lo miserable y patético que es el pobre rey Acab, toma cartas en el asunto. Le dice: «¿No reinas ahora sobre Israel? Levántate, come, y alégrese tu corazón. Yo te daré la viña de Nabot de Jezreel» (1 R 21:7). El lamentable silencio de Acab sugiere que estaba encantado de aceptar.

Así que Jezabel instruyó a los líderes de la ciudad de Nabot para que lo mataran. Ella escribió cartas (y las firmó con el nombre y el sello de Acab), diciendo: «Sienten a dos hombres malvados delante de él que testifiquen contra él, diciendo: “Tú has blasfemado a Dios y al rey”. Entonces sáquenlo y apedréenlo para que muera» (1 R 21:10). La codicia, el engaño, el robo, la conspiración, el asesinato de un hombre intachable. Estas eran las cizañas de la maldad en pleno florecimiento.

Podríamos explorar las maldades de Jezabel, una esposa tan horrible que el propio Jesús la utiliza como metáfora de la inmoralidad (Ap 2:20). Sin embargo, por ahora observa cómo sus pecados particulares fueron encendidos por la pasividad de su esposo. Mientras él se revolcaba en la autocompasión, alimentaba la iniquidad de ella. Si él hubiera tenido la convicción y el valor (y el honor) de actuar según el llamado de Dios, probablemente podría haber evitado todo lo que sucedió aquí. Podría haber salvado la vida de un buen hombre.

A veces un hombre que no hace nada es tan dañino como el que hace lo incorrecto

Pero en lugar de eso se quedó en cama. Acab demuestra que a veces un hombre que no hace nada es tan dañino como el que hace lo incorrecto.

Un buen esposo no puede evitar que su esposa peque, pero tampoco se quedará en el sofá mientras ella lo hace. Un mal esposo, especialmente un esposo pasivo, la alentará a pecar aún más. En los momentos desafiantes de nuestros propios matrimonios, algunos hombres se acostarán como Acab, y otros se levantarán como el hombre que conoceremos a continuación.

Rechazando la atracción de la pasividad

Jezabel le dice a Acab que Nabot ha muerto y que su viña está ahora disponible. «Así que cuando Acab oyó que Nabot había muerto, se levantó para descender a la viña de Nabot de Jezreel, para tomar posesión de ella» (1 R 21:16). De nuevo, pasividad. No leemos: ¿Qué has hecho? Tampoco: ¿Cómo ha muerto? Ni: ¿Es la viña de este muerto algo que pueda tomar? No, en cambio: «cuando Acab oyó que Nabot había muerto», encontró por fin fuerzas para abandonar su lecho e ir a disfrutar del campo de otro hombre.

«Entonces vino la palabra del Señor a Elías el tisbita» (1 R 21:17). Por mucho que desprecie lo egoísta, pasivo y malvado que era Acab, admiro aún más al hombre que dio un paso al frente para enfrentarse a él. Mientras la sangre inocente de Nabot corría por las calles, el profeta Elías llamó a la puerta de Acab —nota que se dirige a Acab, no a Jezabel— con una palabra del Señor: «Te has vendido para hacer el mal ante los ojos del SEÑOR» (1 R 21:20).

Acababan de matar a un hombre por negarse a venderles una viña. Imagina el mal que podrían hacer a un hombre que les acusara así. Mientras otros hombres observaban y permanecían en silencio (e incluso participaban en la injusticia), uno rechazó la atracción de la pasividad y abrazó el precio de la obediencia. Prefería morir antes que sentarse a contemplar cómo se vandalizaba la ley de Dios.

No pierdas de vista lo que Dios dice a continuación a través de Elías. La pasividad de Acab volvería no solo sobre su cabeza, sino también sobre las cabezas de todos los que amaba: sus hijos, los hijos de sus hijos, su esposa: «Te barreré completamente y cortaré de Acab todo varón, tanto siervo como libre en Israel… por la provocación con la que me has provocado a ira y porque has hecho pecar a Israel. También de Jezabel ha hablado el Señor: “Los perros comerán a Jezabel en la parcela de Jezreel”» (1 R 21:21-23).

El juicio contra Acab es una imagen vívida y sangrienta de cómo el pecado sin control arruina un hogar. Cuando un esposo se vuelve pasivo, toda la familia sufre, tal vez no en juicio como Jezabel, pero igualmente sufrirán.

Misericordia para los hombres pasivos

La historia recuerda el inicio con Acab: «Ciertamente no hubo nadie como Acab que se vendiera para hacer lo malo ante los ojos del Señor, porque Jezabel su mujer lo había convencido» (1 R 21:25). El narrador quiere que veamos todo lo que acaba de suceder como una lección de iniquidad, una clase magistral de fracasos matrimoniales. El versículo siguiente, sin embargo, es uno de los más sorprendentes de la Escritura:

Cuando Acab oyó estas palabras, rasgó sus vestidos, puso cilicio sobre sí y ayunó, se acostó con el cilicio y andaba abatido (1 R 21:27).

Uno podría pensar que se trata del mismo hombre que encontramos tumbado en la cama, compadeciéndose de sí mismo y negándose a comer. Sin embargo, no es el mismo hombre, no ante los ojos de Dios. En lugar de arremeter con furia contra el profeta, en lugar de refugiarse en la autocompasión y la pasividad, Acab se humilla en señal de arrepentimiento. Hace lo más difícil. Ve su pecado, aborrece su pecado y busca la misericordia del Señor.

«Entonces la palabra del Señor vino a Elías el tisbita, diciendo: “¿Ves como Acab se ha humillado delante de Mí? Porque se ha humillado delante de Mí, no traeré el mal en sus días; pero en los días de su hijo traeré el mal sobre su casa”» (1 R 21:27-29). Todavía quedaban consecuencias, sin duda, pero algo de su pecado había muerto. El esposo egoísta, orgulloso y pasivo se convirtió en uno humilde, al menos por un tiempo, dando esperanza a los esposos egoístas, orgullosos y pasivos.

Es fácil detestar la pasividad de Acab: un rey que se abate obstinadamente mientras su esposa comete asesinatos, que desprecia descaradamente e incluso se burla de los llamados de Dios a liderar y amar, y que pone con egoísmo la voluntad de Dios por debajo de sus propios deseos. Sin embargo, es más difícil odiar la pasividad en nosotros mismos. ¿Practicaremos, como esposos en Cristo, un amor intencional, costoso y activo? ¿Seguiremos liderando cuando sea inconveniente hacerlo? ¿Recibiremos la misericordia de Dios, nos humillaremos ante Él, abandonaremos nuestro orgullo y autocompasión, y resistiremos la atracción tentadora de la pasividad?


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Eduardo Fergusson.
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