Hay circunstancias en las que la obediencia a Dios nos cuesta más:
- Cuando el trabajo es agotador.
- En medio de las rutinas y frustraciones del día a día.
- Cuando no recibimos el estímulo que deseamos.
- En momentos en los que el dolor nos abruma.
- Cuando obedecer implica rendir algo que no queremos dejar.
En situaciones como esas, nuestro corazón no se siente inclinado a obedecer aquello que la Biblia nos llama a hacer, para vivir conforme a Jesús. Pero, aun en medio de la ausencia del deseo de obedecer, sabemos que ese es nuestro llamado y que el Señor nos capacita para hacerlo. Necesitamos de alguna manera recordar las palabras de Jesús: «Si ustedes me aman, guardarán Mis mandamientos» (Jn 14:15).
Sucede con frecuencia que dos realidades se encuentran de frente: aquello que sabemos que Dios nos llama a ser y hacer, y nuestra falta de deseo para llevarlo a cabo. Lamentablemente, lo que ocurre muchas veces es que cedemos ante nuestros deseos egoístas.
El reinado de los deseos
El Evangelio según Marcos nos cuenta la historia de un hombre que, al conversar con Jesús, también se encontró con la bifurcación entre la verdad y los deseos de su corazón. Sin embargo, él decidió que sus deseos reinaran.
Se trataba de alguien que hoy reconoceríamos como un empresario exitoso (Mr 10:17-22). Le había ido bien materialmente y es suponible que había alcanzado muchos logros, pero todavía tenía una inquietud en su corazón que necesitaba respuesta. Este hombre acude al Maestro pensando que podía alcanzar cualquier cosa que Jesús requiriera. Seguramente estaba acostumbrado a lograr lo que se propusiera y ahora tendría una tarea más en su lista de metas por alcanzar, así que pregunta: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (Mr 10:17).
Necesitamos de alguna manera recordar las palabras de Jesús: ‘Si ustedes me aman, guardarán Mis mandamientos’ (Jn 14:15)
Llama a Jesús «bueno». Llamar «bueno» a un maestro o a cualquier otra persona era algo sin paralelo en la cultura judía. Quizás por eso Jesús responde con otra interrogante (muy típico de nuestro Señor): «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo uno, Dios» (v. 18). Parece que con esa respuesta está mostrándole que haberlo llamado «bueno» era reconocerlo como Dios y, por lo tanto, darle toda autoridad, aún cuando el joven no era consciente de las implicaciones de sus palabras.
Jesús continúa: «Tú sabes los mandamientos: “no mates, no cometas adulterio, no hurtes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre”» (v. 19). Este hombre rico escucha lo que Jesús le dice y su respuesta revela el sentido de superioridad de su corazón: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud» (v. 20).
Imagínate la escena. Esta persona está delante de Aquel que conoce cada uno de los pensamientos, quien conoce toda la historia y conocía muy bien la suya. Este hombre le dice que ha obedecido todos esos mandamientos desde su juventud a Aquel que conoce cada uno de sus pecados. Esta definitivamente no podía ser la verdad.
Entonces Jesús le hace un requerimiento que expone su realidad: «“Una cosa te falta: ve y vende cuanto tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; entonces vienes y me sigues”. Pero él, afligido por estas palabras, se fue triste, porque era dueño de muchos bienes» (vv. 21-22).
¿Por qué Jesús le pide algo así? ¿No parece ser una solicitud demasiado drástica? Jesús lo conocía bien y me parece que Él sabía que su materialismo ocupaba el lugar de Dios en su corazón. Creo que esa es la razón por la que este hombre estaba en una perpetua transgresión del primero de los mandamientos: el llamado de Dios a no tener otros dioses. Lamentablemente, esta persona rica no estuvo dispuesta a dejar a un lado su materialismo, el lugar al que su corazón estaba inclinado, sino que decidió seguir detrás de sus deseos. Él no estaba dispuesto a acercarse a Dios según Sus términos.
La fe es el motor que debe impulsarnos, no los sentimientos
Nosotros no somos muy diferentes. Muchas veces nos encontramos con la verdad de lo que necesitamos hacer —la forma correcta en la que debemos responder en fe—, pero no tenemos el deseo de obedecer y permitimos que nuestros deseos egoístas sean los que gobiernen nuestras vidas.
Que reine la fe
Lo que debemos entender es que no necesitamos sentir para actuar. La Palabra nos enseña que no nos movemos por vista, sino por fe (2 Co 5:7). La fe es el motor que debe impulsarnos, no los sentimientos, como bien menciona el autor Eugene Peterson:
Los sentimientos son importantes en muchas áreas, pero no podemos confiar en ellos para los asuntos de la fe… Creemos que si no sentimos algo, no puede haber autenticidad en hacerlo. Pero la sabiduría de Dios dice algo diferente: que podemos actuar para entonces sentir mucho más rápido de lo que podemos sentir para entonces actuar. La adoración es un acto que desarrolla sentimientos por Dios, no un sentimiento por Dios que se expresa en un acto de adoración (A Long Obedience in the Same Direction [Una larga obediencia en la misma dirección], pp. 53-54).
En esos momentos en que no tenemos deseos de obedecer, lo hacemos por fe confiando en que si Dios nos pide algo es siempre por nuestro bien, porque Él es bueno. Cuando nuestro corazón dude de Su bondad, podemos mirar a la cruz, el lugar en el que Jesús —al morir en nuestro lugar— nos trajo el mayor bien que jamás podíamos a imaginar: una vida abundante con Dios.