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Quiénes eran realmente los puritanos

Se dice que las carreras de caballos son el deporte de los reyes. Sin embargo, el deporte de levantar sospechas tiene más seguidores. Ridiculizar a los puritanos ha sido durante mucho tiempo un pasatiempo popular en ambos lados del Atlántico, y la imagen que la mayoría de las personas tiene del puritanismo todavía tiene mucha suciedad desfigurante que necesita ser erradicada.

El nombre «puritano», de hecho, estuvo enlodado desde el principio. Acuñado a principios de la década de 1560, siempre fue un término satírico que implicaba malhumor, censura, arrogancia y cierto grado de hipocresía, además de su implicación básica de descontento por motivos religiosos con lo que se consideraba la Iglesia de Inglaterra de Isabel, permisiva y complaciente. Más tarde, la palabra adquirió la connotación política de rechazo a la monarquía de los Estuardo y de algún tipo de republicanismo; sin embargo, su referencia principal seguía siendo a lo que se consideraba una forma extraña, furiosa y desagradable de religión protestante.

En Inglaterra, el sentimiento antipuritano se desató en la época de la Restauración y ha fluido libremente desde entonces. En Norteamérica fue creciendo lentamente desde la época de Jonathan Edwards hasta alcanzar su apogeo hace cien años en la Nueva Inglaterra pospuritana. Sin embargo, los estudiosos han estado limpiando minuciosamente ese lodo durante el último medio siglo y, al igual que los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina tienen hoy colores desconocidos, ahora que los restauradores han eliminado el barniz oscuro, la imagen convencional de los puritanos se ha renovado radicalmente, al menos para los entendidos (el conocimiento, por desgracia, viaja despacio en algunos círculos).

Los puritanos ejemplificaban la madurez; nosotros no. Somos enanos espirituales

 

Las enseñanzas de Perry Miller, William Haller, Marshall Knappen, Percy Scholes, Edmund Morgan y un sinfín de investigadores más recientes, han conseguido que las personas debidamente informadas reconozcan ahora que los puritanos típicos no eran hombres salvajes, feroces, extravagantes, fanáticos religiosos y extremistas sociales, sino ciudadanos sobrios, concienzudos y cultos: personas de principios, devotas, decididas y disciplinadas, sobresalientes en las virtudes domésticas y sin más defectos evidentes que una tendencia a recurrir a las palabras cuando decían algo importante, ya fuera a Dios o a los humanos. Así se han logrado aclarar muchas cosas.

Madurez ganada con esfuerzo

Pero aun así, la sugerencia de que necesitamos a los puritanos, nosotros, los occidentales de finales del siglo XX, con toda nuestra sofisticación y dominio de la técnica tanto en el campo secular como en el sagrado, puede hacer que muchos levanten sus cejas. Es difícil erradicar la creencia de que los puritanos, aunque fueran de hecho ciudadanos responsables, eran cómicos y patéticos a partes iguales, ingenuos y supersticiosos, primitivos y crédulos, extremadamente serios, demasiado escrupulosos, que se especializaban en cosas menores y que no podían o no querían relajarse. Hoy se pregunta: ¿qué podrían darnos estos fanáticos que podamos necesitar?

La respuesta, en una palabra, es madurez. La madurez es un compuesto de sabiduría, buena voluntad, resistencia y creatividad. Los puritanos ejemplificaban la madurez; nosotros no. Somos enanos espirituales. Un líder que ha viajado mucho, un nativo americano (todo sea dicho), ha declarado que encuentra al protestantismo norteamericano centrado en el hombre, manipulador, orientado al éxito, autoindulgente y sentimental, como descaradamente es, con 3000 kilómetros de ancho y dos centímetros de profundidad. Los puritanos, por el contrario, eran gigantes. Eran almas grandes sirviendo a un Dios grande. En ellos se combinaban la pasión lúcida y la compasión cálida. Visionarios y prácticos, idealistas y realistas también, orientados a objetivos y metódicos, eran creyentes grandes con esperanzas grandes; grandes hacedores y grandes sufrientes. Pero sus sufrimientos, en ambos lados del océano (en la vieja Inglaterra a causa de las autoridades y en Nueva Inglaterra a causa de los elementos), los curtieron y maduraron hasta que adquirieron una estatura nada menos que heroica. La facilidad y el lujo, como la que nos proporciona la opulencia hoy en día, no contribuyen a la madurez; las dificultades y la lucha, sin embargo, sí lo hacen. Las batallas de los puritanos contra los páramos espirituales y climáticos en los que Dios los puso produjeron una vitalidad de carácter, imperturbable e insumergible, que se elevaba por encima del desaliento y los temores, y cuyos verdaderos precedentes y modelos son hombres como Moisés, Nehemías, Pedro después de Pentecostés y el apóstol Pablo.

Las batallas de los puritanos contra los páramos espirituales y climáticos en los que Dios los puso produjeron una vitalidad de carácter

La guerra espiritual hizo de los puritanos lo que eran. Aceptaron el conflicto como su vocación, viéndose a sí mismos como soldados y peregrinos de su Señor, como en la alegoría de Bunyan, y no esperaban poder avanzar un solo paso sin oposición de algún tipo. John Geree escribió en su tratado The Character of an Old English Puritane or Nonconformist [El carácter de un antiguo puritano o no conformista inglés] (1646): «Toda su vida la consideraba una guerra, en la que Cristo era su capitán, sus armas, sus alabanzas y sus lágrimas. La cruz era su estandarte y su palabra [lema] Vincit qui patitur [el que sufre conquista]».[1]

Los puritanos perdieron, más o menos, todas las batallas públicas que libraron. Los que se quedaron en Inglaterra no cambiaron la Iglesia de Inglaterra como esperaban, ni avivaron más que a una minoría de sus fieles, y finalmente fueron expulsados del anglicanismo por una presión calculada sobre sus conciencias. Los que cruzaron el Atlántico no lograron establecer una nueva Jerusalén en Nueva Inglaterra; durante los primeros cincuenta años, sus pequeñas colonias apenas sobrevivieron. Lo hicieron a duras penas. Pero las victorias morales y espirituales que ganaron los puritanos al mantenerse dulces, pacíficos, pacientes, obedientes y con esperanza bajo presiones y frustraciones constantes y aparentemente intolerables les dan un lugar de honor alto en el salón de la fama de los creyentes, donde Hebreos 11 es la primera galería. Fue a partir de esta experiencia constante en el horno que su madurez y sabiduría fue forjadas en lo que se refiere al discipulado. George Whitefield, el evangelista, escribió sobre ellos lo siguiente:

Los ministros nunca escriben ni predican tan bien como cuando están bajo la cruz; el Espíritu de Cristo y de gloria reposa entonces sobre ellos. Fue esto, sin duda, lo que hizo a los puritanos… luces tan ardientes y brillantes. Cuando fueron expulsados por la ley negra de Bartholomew [la Ley de Uniformidad de 1662] y expulsados de sus respectivos cargos para predicar en graneros y campos, en carreteras y vallados, escribieron y predicaron de manera especial como hombres con autoridad. Aunque muertos, por sus escritos aún hablan; una unción peculiar les asiste hasta esta misma hora…[2]

Esas palabras provienen de un prefacio a una reimpresión de las obras de Bunyan que apareció en 1767; pero la unción continúa, la autoridad se sigue sintiendo, y la sabiduría madura sigue siendo impresionante, como todos los lectores modernos de las obras puritanas pronto descubren por sí mismos. A través del legado de esta literatura, los puritanos pueden ayudarnos hoy a alcanzar la madurez que ellos conocieron y que nosotros necesitamos.


Publicado originalmente en Crossway. Traducido por Equipo Coalición.

[1] Citado de Gordon S. Wakefield, Puritan Devotion (Londres: Epworth, 1957), x.
[2] George Whitefield, Works (London, 1771), IV:306–7.
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