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Mi esposa y yo recientemente celebramos nuestro trigésimo aniversario de bodas. Nos tomamos el día libre y la pasamos juntos tomando largas caminatas, compartiendo largas charlas y comidas. ¿Pero sabes dónde pasamos el momento más memorable y significativo? En un cementerio. Y ese cementerio, sorprendentemente, nos preparó para otro gran evento tres días después.

¿Celebrarías un aniversario con una visita a un cementerio? Lo recomiendo. Para ser honesto, no lo planeamos nosotros sino Dios. De hecho, nos dirigimos a la cafetería donde trabaja nuestro hijo. Pero cuando pasamos por el cementerio de Lakewood, mi esposa sugirió que nos detuviéramos para que ella pudiera enseñarme una hermosa y pequeña capilla. La capilla parecía estar ocupada, así que decidimos visitar la tumba de Joseph.

Miles de historias en la piedras

Joseph era un querido amigo nuestro que murió hace veinte años. ¡Veinte años! ¿Cómo puede haber pasado tanto tiempo tan rápido? Puedo verlo vívidamente en mi memoria. Puedo escuchar sus comentarios sarcásticos y sus chistes favoritos. Puedo escuchar su potente y hermosa voz cantando a varias cuadras de distancia mientras camina hacia nuestra casa. Recuerdo su fe contagiosa, su corazón lleno de adoración, su deseo de ver a otros liberados por Jesús como él lo había sido. Recuerdo nuestras charlas largas. Me otorgó el honor de ser padrino cuando se casó con Nancy. Tenía solo 37 años cuando murió. Ha estado ausente por una generación.

Mi esposa y yo deambulamos por un rato en ese tranquilo campo verde con miles de piedras inscritas con nombres y fechas. Cada una conmemorando a alguien que, como Joseph, una vez estuvo lleno de vida. Cada persona es una historia real que una vez se contó en tiempo real: hermosa, dolorosa, pecaminosa, incomprensiblemente compleja, y eternamente significativa. Cada una de ellas era una historia viviente y personal, tejida con otras historias vivientes para bien o para mal hasta que la muerte rompió el tejido terrenal. Y ahora unas piedras tranquilas marcan los finales terrenales de esas historias. Pensamos en nuestra propia historia entrelazada y notamos cuántas piedras llevaban nombres de esposos y esposas.

Canción en un cementerio

Cuando volvimos a la capilla ahora vacía, le canté a mi esposa la canción que le escribí para nuestra boda, que incluía estas líneas:

Levántate, mi amor, y camina a mi lado.
Porque el invierno ha pasado y la lluvia se ha ido,
Aparecen flores y las enredaderas florecen.
Levántate, mi amor, y ven.
Y no nos detendremos ni reflexionaremos sobre el pasado,
Porque he aquí nuestro Dios está haciendo algo nuevo.

El matrimonio es una parábola de algo mucho más permanente, mucho más hermoso: nuestra tan esperada unión con nuestro Novio.

Después de treinta años de estar entretejidos en una historia viviente, y de tomarnos el tiempo para reflexionar sobre nuestro fin terrenal, estas letras tuvieron un significado más profundo que cuando las canté por primera vez. Sentimos profundamente la naturaleza momentánea de nuestro matrimonio. Tan bello como es, es una parábola de algo mucho más permanente, mucho más hermoso: nuestra tan esperada unión con nuestro Novio. Y nos esforzamos con los ojos de nuestro corazón para verlo de nuevo.

Cuando salimos del cementerio, tomados de la mano y con los ojos llorosos, la verdad de este verso corría en nosotros:

“Mejor es ir a una casa de luto que ir a una casa de banquete, porque aquello es el fin de todo hombre, y al que vive lo hará reflexionar en su corazón”, Eclesiastés 9:9.

Preparado para el banquete

Las mejores cosas las planea Dios. Su propósito en la visita al cementerio era algo más allá que nuestro aniversario de bodas. Tres días después, nació nuestro primer nieto, y entramos al banquete.

Dios, hablando a través del predicador en Eclesiastés, de ninguna manera dice que el banquete es malo o tonto. No; “para todo hay un tiempo, y un tiempo para cada asunto debajo del cielo” (Ec. 3:1). “Todo lo hizo hermoso en su tiempo” (Ec. 3:11). Hay “un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para llorar, y un tiempo para bailar” (Ec. 3:4).

Pero hay una razón por la cual Dios pone el llanto antes de la risa, y el llorar antes de bailar. ¿Por qué? Porque “el dolor es mejor que la risa, porque con tristeza de rostro se alegra el corazón” (Ec. 7:3).

Lágrimas de alegría

En el cementerio, mi esposa y yo experimentamos luto adelantado al contemplar el final terrenal de algo que nos es precioso más de lo que podemos explicar. Pero fue un luto lleno de esperanza (1 Ts. 4:13). Decidimos que, mientras Dios nos diera vida, miraríamos más allá de nuestro final hacia nuestro verdadero comienzo. Con lágrimas de dolor bajando por nuestras mejillas, sentimos la alegría de la esperanza viva que compartimos en Cristo (1 P. 1:3).

Y esto nos preparó de manera única e inesperada para recibir en nuestros brazos a nuestra hermosa nieta, que se parece tanto a su madre cuando ella era bebé. Recién salidos del llanto, pudimos reír con una alegría más profunda; recién salidos del luto, pudimos danzar con la esperanza de algo mucho más sólido que la niebla de la vida terrenal (Stg. 4:14). Con el fin a la vista, pudimos entender el significado de este hermoso y maravilloso comienzo.

“El corazón de los sabios está en la casa del luto, pero el corazón de los necios está en la casa de la alegría” (Ec. 7:4). ¿Por qué? Porque los sabios no edifican su casa sobre la arena, sino sobre la roca (Mt. 7:24-27). La alegría vacía o que ignora el luto conduce a casas construidas sobre arena, destinadas a ser destruidas. Los sabios perciben ese fin y, por lo tanto, se fundamentan en la roca que perdura por siempre: la palabra del Redentor.

Solo cuando el duelo nos sazona, entonces estamos listos para recibir un maravilloso gozo terrenal que Dios hace hermoso en su tiempo.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Sergio Paz.
Imagen: Lightstock.
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