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Levítico 12 – 13   y   Juan 10 – 11

 En cuanto al leproso que tenga la infección, sus vestidos estarán rasgados, el cabello de su cabeza estará descubierto, se cubrirá el bozo y gritará:¡Inmundo, inmundo!”, Levíticos 13:45.

La lepra es una de las enfermedades más horrorosas de todos los tiempos. La desfiguración y el temor al contagio hacían que las víctimas de esta enfermedad sean verdaderos desterrados de la sociedad, que estaban condenados a vivir en la soledad de su propio drama. Al hablar de la lepra nos referimos a la pérdida de la sensibilidad táctil, lo que hace que el leproso no pueda distinguir cuando se corta o se quema, haciéndose daños considerables en su ya perjudicado organismo.  Personalmente, nunca me he topado con una persona leprosa. Mi esposa, en un viaje que realizó internándose profundamente por el río Amazonas, hizo escala en un famoso, lejano y solitario leprosorio, pero no llegó a ver a ningún enfermo. Esa es, finalmente, la terrible realidad del leproso: la cruda, escondida y solitaria existencia, viendo como, sin quererlo, va destruyéndose a sí mismo.

Hoy en día, como en ningún otro período de la historia, estamos viviendo una verdadera epidemia de lepra que ya no es física sino espiritual. Hombres y mujeres destrozados anímicamente porque han perdido la sensibilidad del alma y viven haciéndose daño en el corazón, al no poder percibir las espinas endurecidas de la infidelidad o el calor sofocante de las pasiones sin control. Son seres humanos solitarios, que temen encontrarse a la luz del día con otras personas, por el miedo a que se hagan visibles sus muñones emocionales carcomidos y sus heridas que supuran dolor y amargura. Desean con toda el alma el poder ser tocados y queridos, pero tienen tanto miedo que prefieren los rincones solitarios en donde se puedan juntar con otros como ellos, tristes y solitarias almas envilecidas y condenadas a una existencia infrahumana.

Julio Verne con su enorme capacidad para distinguir el futuro a través de las huellas del presente, esbozó una mirada al París del siglo XX, que a mí me parece una descripción de la lepra espiritual (escrito en 1863): “Esto es lo que te puedo decir: el matrimonio me parece una heroicidad inútil en una época en que la familia propende a destruirse, en que el interés particular empuja a cada uno de sus miembros por caminos diversos, en que la necesidad de enriquecerse a cualquier precio mata los sentimientos del corazón; antes, según los autores antiguos, todo era diferente; si hojeas los viejos diccionarios, te sorprenderá encontrar palabras como penates, lares, hogar doméstico, interior, la compañera de la vida, etc.; pero esas expresiones hace mucho que desaparecieron junto con las realidades que representaban. Ya no se utiliza; parece que antaño los esposos (otra palabra en desuso) mezclaban íntimamente su existencia…Pero mira la diferencia: el marido de hoy vive lejos de su mujer; en la actualidad habita en el club, allí desayuna, allí trabaja, cena y juega, y allí se acuesta. Madame hace sus cosas por su lado. Monsieur la saluda como a una extraña, si es que la encuentra por casualidad en la calle; la visita de vez en cuando, aparece los lunes o los miércoles; a veces madame lo invita a comer, rara vez a pasar la tarde; en fin, que se encuentran tan poco que uno llega a preguntarse si verdaderamente quedan herederos en este mundo…”.

Un especialista saltó de los linderos de la imaginación a la terrible realidad estadística de principios del siglo XXI: “Para el año 2000 aproximadamente la mitad de los norteamericanos jóvenes habrán crecido sin el cuidado y la presencia diaria de su padre y a causa de ello serán incapaces de funcionar debidamente en la sociedad…Cuando los niños se enteran de que sus padres van a divorciarse, el 90% de ellos queda en estado de shock y reacciona con miedos intensos y experimentan una pena profunda. Pasados cinco años, el 37% de los niños continúan con sistemas depresivos y se sienten infelices e insatisfechos con sus vidas. Pasados 10 años al divorcio de sus padres, el 41% de los hijos aun no se sobrepone. Para los niños y adolescentes, la separación de sus padres y sus consecuencias posteriores es el período más estresante de sus vidas. De adultos, muchos hijos de padres divorciados o privados de sus padres en la niñez, mantienen una relación extremadamente dependiente en su madre, son incapaces de establecer relaciones equilibradas con otras personas y presentan serios problemas como padres de sus propios hijos…”.

¿Cómo distinguir el contagio? Muy fácil: simplemente, observa si en tu corazón hay pequeñas (o ya grandes) heridas por situaciones emocionales equivocadas en las que caes una y otra vez hasta el punto de volverte insensible al dolor, que solo se manifiesta cuando ya es muy tarde y te das cuenta que volviste a equivocarte. Puede ser el mismo enojo desmedido, la repetitiva excusa para aceptar esa adicción malsana, los malos hábitos con los que luchamos desde hace muchos años atrás aunque infructuosamente. Son todas aquellas cosas que nos hacen daño, pero que invariable e insensiblemente vuelven a nuestra vida una y otra vez produciendo corrosión, desgaste y pesadumbre. Lo terrible es que en una sociedad como la nuestra, la lepra espiritual también es castigada con el rechazo y el aislamiento.

Sin embargo, nuestro Señor Jesucristo siempre supo mostrar afecto para con el leproso. No solo sanó a algunos de ellos, sino que también les proporcionó el suave toque de sus manos sobre sus llagas. Él sabía lo que estaba haciendo, el tiempo en el que Jesús vivió es muy antiguo, pero no primitivo. El pueblo de Israel sabía de lo devastador de la enfermedad desde varios miles de años antes de Cristo, y el aislamiento drástico de los enfermos era el único medio con el que contaban para prevenir el contagio. Jesús no confinó al aislamiento a los enfermos, sino que los invitó a entrar en su vida y encontrar en Él, la salud que estaban buscando: Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entrará y saldrá y hallará pasto, Juan 10:9.

En una sociedad solitaria, el Señor abre la puerta de sí mismo y devuelve la sensibilidad a la conciencia, al escuchar su voz, con lo que se impedirá que los leprosos del alma se hagan más lesiones, al ya no ser indiferentes ante las consecuencias de sus actos: Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen; y yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de mi mano, Juan 10:27-28. Él nos ofrece su cuidado y fortaleza para que nada ni nadie (ni nosotros mismos) volvamos a hacernos daño.

Finalmente, Jesucristo afirma con gran sencillez pero inmensa profundidad la razón de su venida: El ladrón sólo viene para robar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”, Juan 10:10. La lepra del alma es como un ladrón que roba, mata y destruye la felicidad de los hombres. Entra silenciosamente en las vidas y saquea nuestros bienes y destruye todo lo que de hermoso tiene nuestra vida. Pero Jesús viene para restaurar nuestra existencia hasta el nivel de “vida abundante” y sensible que nos permita llegar a ser, lo que quizás, durante muchos años y en silencio nunca siquiera nos atrevimos a soñar.

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