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Parece una escena de una película de desastre. Estallan los efectos especiales y la cámara se enfoca en el pánico de la multitud. El texto bíblico lo describe así: “Y todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte que humeaba; y cuando el pueblo vio aquello, temblaron, y se mantuvieron a distancia”. 

Este pasaje, Éxodo 20:18, describe la reacción de los israelitas ante la presencia de Yahveh en el momento de recibir los diez mandamientos. Por supuesto, esta escena ha sido parte de más de una película de Hollywood. Sin embargo, a pesar de la magia de los mejores efectos especiales, es imposible transmitir la sensación del miedo que debió haber sentido el pueblo. Los truenos y relámpagos se pueden reproducir, al igual que los temblores de la tierra y las expresiones de los rostros, pero ¿de qué manera se hace entender la presencia palpable del Dios invisible?

Así como la presencia de Dios, la ley de Moisés es estremecedora. Temblamos ante sus exigencias y sus consecuencias. La justicia de sus demandas infunde miedo por su inapelable lógica divina y la imposibilidad de su cumplimiento. Hoy existen industrias enteras que dependen del impulso humano por minimizar los últimos sacudones de la conciencia degradada y moribunda frente a las demandas de la ley: la producción de estupefacientes, la psicología popular, y la autoayuda. 

Como cristianos, podemos caer en el mismo error. El apóstol Juan escribe que “la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de Jesucristo” (1:17). Aquí vemos un claro contraste entre la ley y la gracia en Jesús. Sin embargo, Juan no repudia la ley. Entiende que la ley mosaica sirve como el necesario precursor a la encarnación de Cristo y Su obra redentora. Por esto señala la identificación de Jesús como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (1:29). Estas palabras de Juan el bautista solo cobran sentido frente al telón de fondo de la narrativa de Éxodo y la ley de Moisés.

El Dios del pacto

La ley de Moisés es la segunda sección principal del pentateuco. La primera sección consiste del relato de la creación del mundo, la caída del hombre, el pacto con Abraham, la vida de los patriarcas, la esclavitud de sus descendientes en Egipto, y los prodigios de Dios por medio de Moisés para liberarlos y traerlos al pie del monte Sinaí. En este relato hay tantos elementos fundacionales que quizá nos resulte extraño pensar que de cierta forma sirven como prefacio de la segunda sección, la ley de Moisés. 

Debemos recordar que los cinco libros del Pentateuco representan una sola unidad literaria escrita por Moisés. En la primera sección narrativa del pentateuco hay 68 capítulos. En la ley de Moisés (Éx.19–Nm.10) hay 58 capítulos. Todo fue compuesto con el fin de leerse en voz alta frente a la congregación de Israel. El principal propósito de Moisés fue preparar a los israelitas para vivir como pueblo de Dios en la tierra prometida. 

O sea, en las primeras dos secciones de la Biblia encontramos primero el relato del origen de Israel, y segundo, su documento fundacional, es decir, su constitución como nación. Aquel día frente al monte representa el momento histórico en que las tribus descendientes de Abraham se constituyeron como nación entre las naciones. 

La naturaleza del pacto 

La constitución de la nación de Israel tienes ciertos puntos de contacto con las constituciones de nuestros países hispanos.⁠[1] Las nuestras sirven para dar lineamientos a la forma del gobierno y preservar el contrato social. Aunque nuestras constituciones modernas son productos de muchas corrientes de pensamiento, todas tienen conexión con la antigua constitución de la nación de Israel. Claro que hay grandes diferencias también entre la ley de Moisés y las nuestras. La principal diferencia se encuentra en su autoría. La ley de Moisés fue escrita por Dios. De hecho, una parte de la ley, los diez mandamientos, fueron escritos por el mismísimo dedo de Dios. (Dt. 9:10) 

La ley de Moisés conforma una parte del pacto entre Dios y su pueblo. Dios bendice a su pueblo al revelarle su voluntad. Les advierte de las consecuencias de la desobediencia y, a la vez, revela el camino de la bendición y la gracia.

¿Qué hacemos con la ley?

Los creyentes de hoy entendemos que de alguna manera la ley mantiene su vigencia y es de relevancia para nosotros. Jesús dijo: “Porque en verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla” (Mt. 5:18). ¿Pero cómo debemos tomar la ley Moisés? Nos separa una gran distancia cronológica y cultural. ¿Los diez mandamientos son para nosotros? ¿Y qué del mandamiento de guardar el sábado? ¿Qué hacemos con todos los detalles referentes a la construcción del tabernáculo? ¿De qué nos sirve la información sobre la forma de ofrecer sacrificios de animales? ¿Y qué hacemos con las instrucciones referentes a la posesión de esclavos y cosas extrañas como la prohibición de mezclar distintas formas de tela? A veces parece más sencilla la solución del hereje Marción (85-160 a. C.) de rechazar el Antiguo Testamento.

Las tres partes de la ley

El capítulo 19 de la Confesión de Westminster afirma la continuidad de la ley en todas las épocas y asevera que la ley fue dada primeramente a Adán “como un pacto de obras”. Esta misma ley “continuaba siendo una regla perfecta de rectitud; y como tal fue dada por Dios en el monte Sinaí en diez mandamientos y escrita en dos tablas”. La Confesión distingue entre tres categorías de la ley de Moisés. La ley moral, que contiene los diez mandamientos, es la primera categoría. La segunda categoría es la ley ceremonial, que contiene varias ordenanzas “en parte de adoración prefigurando a Cristo, sus gracias, acciones, sufrimientos y beneficios, y en parte expresando diversas instrucciones sobre los deberes morales”.  La tercera categoría es la ley judicial que fue dada a los israelitas “como a un cuerpo político”. 

Además de las tres partes de la ley, la teología reformada reconoce tres usos de la ley: el uso político, el uso pedagógico, y el uso didáctico.

Los tres usos de la ley

Además de las tres partes de la ley, la teología reformada reconoce tres usos de la ley: el uso político, el uso pedagógico, y el uso didáctico. Estos tres usos no corresponden exactamente a las tres divisiones de la ley, pero las presupone. 

El primer uso, el político, es de beneficio general a la sociedad. No tiene relación con la salvación en sí. Es el efecto que tiene la ley en la conciencia de todo ser humano. Sirve para restringir en parte los peores impulsos del hombre. Podemos entenderlo como parte de la gracia común. En sus Institutos de la religión cristiana  (2.7.10), el reformador Juan Calvino lo describe así:

“… aquellos que nada sienten de lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al oír las terribles amenazas que en ella se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace mejores ni más justos delante de Dios…”.

El segundo uso de la ley es el pedagógico. Este sí tiene relación con la salvación ya que se refiere a la forma que la ley nos confronta y nos convence de nuestra necesidad de un salvador. Del segundo uso, Calvino escribió: 

“Así que la ley es como un espejo en el que contemplamos primeramente nuestra debilidad, luego la iniquidad que de ella se deriva, y finalmente la maldición que de ambas procede; exactamente igual que vemos en un espejo los defectos de nuestra cara” (2.7.7).⁠[2] 

El tercer uso de la ley es didáctico o normativo. Esta es la ley escrita en nuestros corazones como creyentes. No nos salva sino que es el fruto de la salvación. Nos revela la voluntad de Dios y el modo de vida que lleva a la bendición. Calvino de este uso escribe que es para los “fieles, en cuyos corazones ya reina el Espíritu de Dios, y en ellos tiene su morada” (2.7.12). Él describe a estos fieles así: 

“Igual que un siervo, que habiendo decidido ya en su corazón servir bien a su amo y agradarle en todas las cosas, sin embargo siente la necesidad de conocer más familiarmente sus costumbres y manera de ser, para acomodarse a ellas más perfectamente. Pues nadie ha llegado a tal extremo de sabiduría, que no pueda con el aprendizaje cotidiano de la Ley adelantar diariamente más y más en el perfecto conocimiento de la voluntad de Dios” (2.7.12).

El uso didáctico de la ley nos permite como cristianos tomar el Salmo 1 y hacerlo propio. Nos deleitamos en la ley del Señor, meditamos en ella día y noche, y llegamos a ser como árboles firmemente plantados junto a corrientes de agua. 

La ley y la gracia

La ley es más que un instrumento del juicio de Dios. Es también fuente de gracia.

Entonces volvemos al tema de la relación entre la ley y la gracia. ¿Son principios opuestos? En realidad, la ley es más que un instrumento del juicio de Dios. Es también fuente de gracia. En la ley de Moisés encontramos la gracia mezclada de forma inseparable. Al introducir los diez mandamientos, Yahveh se identifica como Dios salvador: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre” (Éx. 20:2). Dios advierte sobre las terribles consecuencias de quebrantar la ley,⁠[3] pero declara “misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos” (Éx. 20:6).

La misma estructura de las secciones legales del pentateuco nos demuestran la gracia de Dios. Las secciones de leyes se alternan con secciones narrativas que exponen la incapacidad que tenían los israelitas para obedecer. Dios castiga los pecados de ellos, pero nunca los destruye y siempre hace posible la reconciliación.

El libro Levítico ofrece otro ejemplo. Recuerdo lo que un profesor nos dijo sobre la confusa proliferación de sacrificios en ese libro. Dijo que es difícil reducir los sacrificios a algún sistema de categorías. Según nos dijo, lo importante es simplemente ver que ante una gran multitud de pecados Dios provee una multitud de sacrificios como vías de perdón y gracia. 

Aplicar la ley de Moisés en nuestros tiempos

Entonces, ¿cómo aplicamos la ley en nuestros días? Podemos proponer tres principios. Primero, la ley de Moisés es una expresión divina de la ley eterna para una nación específica en un momento específico del plan de la redención. Segundo, esto implica que los principios tienen aplicación permanente a los seguidores de Dios, pero no siempre sus detalles. Tercero, la ley apunta a Cristo. Cristo no solo cumple con sus requisitos, sino que la ley entera tiene como fin, como telos, su persona (Mt. 5:17, Lc. 24:27)

Al poner en práctica estos principios llegamos a conclusiones como las siguientes. Por obvias razones, los detalles de la ley ceremonial no siguen vigentes. Como ejemplo, no podemos aplicar las instrucciones sobre el tabernáculo porque ya no existe. Aun así, en esos detalles vemos claros presagios de la futura obra de Cristo. 

De forma parecida, otros elementos de la ley, como la prohibición de mezclar tipos de tela (Dt. 22:11) son más difíciles de entender. Algunos creen que puede haber una explicación práctica. Una prenda con dos telas distintas puede encogerse de forma despareja con el tiempo. Más allá de la validez de esta idea, es suficiente saber que Dios daba reglas que servían para marcar la diferencia entre su pueblo y otras naciones. Nosotros también debemos entender que somos parte de un pueblo consagrado a Dios, aunque la forma de expresar esto sea diferente.

La ley civil ofrece otro ejemplo. Aunque tampoco se debe aplicar de forma rígida a la diversas situaciones políticas de nuestros tiempos, nos da un modelo que no podemos ignorar. La ley de Moisés refleja los valores divinos de la justicia, la dignidad humana, la vida, y la familia. Hoy no buscamos imponer estas leyes ya que son una expresión particular de la ley eterna adaptada a la situación histórica de Israel hace miles de años. Pero entendemos que Dios todavía bendice a la nación que busca implementar estos principios en su vida social.

¿Y qué de los diez mandamientos? ¿Son permanentes? Algunos arguyen que un mandamiento solo es permanente si el mandamiento se reitera explícitamente en el Nuevo Testamento. Por resultado, el cuarto mandamiento sobre guardar el sábado caduca. Podríamos preguntarnos si no es mejor el principio inverso: ningún mandamiento queda abrogado a menos que en el Nuevo Testamento se haya expresamente revocado. 

Jesús nos ayuda a entender la esencia del cuarto mandamiento cuando dice que el sábado fue hecho para el hombre y no al revés. Si solo vemos el sábado como una imposición, es natural que busquemos librarnos de sus requerimientos. Pero si vemos el sábado como un don divino, un periodo de refrigerio y libertad en la comunión con Dios, lo celebramos con gozo. Por supuesto que debemos evitar interpretaciones y aplicaciones legalistas de este principio (Col. 2:6). En el cuarto mandamiento Dios nos muestra cómo reconocer su señorío sobre cada dimensión de la vida, incluyendo el tiempo. Esto lo glorifica a Él y nos bendice a nosotros. 

Dios sigue siendo el ser temible que hizo temblar al pueblo de Israel frente al monte de Sinaí. Pero es también un Dios de infinita misericordia. Ahora, por la obra de Cristo, la ley de Moisés dejó de ser una sentencia de muerte; ahora es una revelación de la gracia de Dios. Podemos decir con el autor de Hebreos que no nos hemos “acercado a un monte que se puede tocar, ni a fuego ardiente, ni a tinieblas, ni a oscuridad, ni a torbellino, ni a sonido de trompeta”, sino “a Jesús, el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la sangre de Abel” (Heb. 12:18-19,24). 


[1] En las últimas décadas, estudiosos como Meredith Kline han demostrado que, sin llegar a ser una copia exacta, la ley de Moisés tiene mucho en común con los tratados de suzeranía de la época. El suzerano era una especie de señor feudal que se relacionaba con reyes conquistados por medio de un acuerdo que fijaba las obligaciones mutuas de su relación. No nos debe extrañar que Dios usara formas culturales de la época para comunicar sus propósitos. En su condescendencia siempre nos ha hablado en nuestro propio idioma.

[2] Pablo se refiere al uso pedagógico cuando escribe: “pues por medio de la ley viene el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20).

[3] La advertencia misma es una expresión de la gracia de Dios.

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