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Nota del editor: 

Este artículo apareció primero en nuestra Revista Coalición: Señor, considera mi lamento(Agosto 2021).

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Un amigo me comenta de cómo estuvo pasando por uno de esos tiempos difíciles en donde todo le sale mal. Tensiones en casa, carga en el trabajo, sin tiempo para entregar su tesis, desorientado con situaciones en la iglesia.

Él se acercó a un reconocido seminarista y pastor, quien lo escuchó atentamente por poco más de una hora, haciendo preguntas sobre su situación y su corazón. Finalmente, mi amigo paró de hablar y le preguntó: “Doctor, ¿qué piensa? ¡Dígame qué hago!”. A lo que el reconocido erudito le respondió: “Bueno, mi querido…tienes que entender algo. La vida es difícil. Y después te mueres”.

La vida es difícil… y después morimos. Cuánta verdad. Claro, no parece gran remedio en el momento, ¿cierto? Sin embargo, mi buen amigo me consoló con esas palabras en un momento donde todo me estaba saliendo mal, con tensiones en casa, carga en el trabajo, responsabilidades en los estudios y situaciones complejas en mi iglesia.

La ambición de una vida tranquila

En medio de una carta casi olvidada hay un pasaje casi recordado. 1 Tesalonicenses 4 es el lugar al que muchos van para conversar sobre la segunda venida del Señor y el rapto (13-18). Los líderes de jóvenes y los padres y los pastores vamos al inicio del capítulo para hablar sobre la inmoralidad sexual (3-5). Pero en el medio del capítulo nos encontramos con una porción de la que no hablamos con frecuencia. Así nos dice la Escritura:

“Que tengan por su ambición el llevar una vida tranquila, y se ocupen en sus propios asuntos y trabajen con sus manos, tal como les hemos mandado; a fin de que se conduzcan honradamente para con los de afuera, y no tengan necesidad de nada” (1 Tesalonicenses 4:11-12).

En la montaña, la playa, la ciudad o en el campo, ¿quién no se imagina ese remanso de paz? Tener por ambición una vida tranquila implica desear algo más que unas vacaciones temporales. Después de todo, muchos de nosotros hemos tenido vacaciones de las que regresamos más cansados (o, peor aún, más endeudados) que cuando nos fuimos. Una vida tranquila implica un día a día de paz, una cotidianidad de descanso y no de conflictos y dificultades.

Para poder ambicionar vivir una vida tranquila tenemos que trabajar con nuestras manos, tal como el Señor nos ha mandado

De hecho, Pablo también nos dice “que se ocupen en sus propios asuntos”, como reconociendo que una vida tranquila es una vida enfocada, no dispersa. El contexto –el amor fraternal– nos deja claro que no se trata de una vida aislada, como si la tranquilidad necesitara de monasterios y murallas. Pero bien acompaña a nuestro pasaje un buen proverbio: “Como el que toma un perro por las orejas, así es el que pasa y se entremete en pleito que no es suyo” (Pr 26:17). Nosotros tenemos nuestros propios asuntos en los que inmiscuirnos, nuestras propias cuentas que rendir. Eso es parte de la vida tranquila a la que debemos ambicionar.

Que trabajemos con nuestras manos

Pero la vida tranquila no es la vida perezosa. Quietud y reposo no son sinónimos de flojera y ocio. El apóstol nos advierte, en el mismo texto, con el mismo contexto, como parte del mismo mandato: “trabajen con sus manos, tal como les hemos mandado”. La vida tranquila, la que Dios nos ordena, es una vida que conlleva el trabajar. Y eso no fue un mandato solo a la iglesia en Tesalónica.

En la montaña, la playa, la ciudad o en el campo, hasta este momento en la historia, ningún remanso ha sido de mayor paz que el jardín del Edén. Esa tierra preparada por Dios mismo para Su familia escogida, Adán y Eva, donde el deleite era la orden del día. Ellos solo podían ocuparse en sus propios asuntos porque todo el mundo era de ellos, a excepción de una pequeñísima parte, un árbol. Las condiciones climáticas y ambientales, las vistas y los colores, el sabor de los frutos y vegetales, eran superiores a todo lo que ningún ser humano después de ellos ha podido experimentar.

Una vida tranquila tiene que ver con estar bien delante de Dios y los hombres, no con no tener dificultades alrededor de nosotros

Fue en ese mundo de deleite, en ese jardín de tranquilidad, sin pecado ni maldad, que Dios “tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén para que lo cultivara y lo cuidara” (Gn 2:15). Cultivar y cuidar un jardín no es cosa fácil, mucho menos un jardín lleno de todo tipo de animales, frutos, árboles y maravillas. Por supuesto, Dios no le hubiera ordenado a Adán y a Eva una labor imposible: ellos eran Sus representantes en la tierra, así cual sea la labor que ellos tenían que hacer, se trataba de una labor posible para ellos. Pero era una labor. Era un trabajo para sus manos.

Para nosotros poder ambicionar vivir una vida tranquila tenemos que trabajar con nuestras manos, tal como el Señor nos ha mandado. Fue verdad para el primer Adán y fue verdad para el segundo Adán (Jn 5:17). También es verdad para nosotros, hijos de Adán. De hecho, bien nos dice Pablo en su segunda carta a esta misma iglesia: “Si alguien no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3:10).

No tenemos necesidad de nada

Sostener estas dos verdades centrales –el ocuparnos en nuestros asuntos y el trabajar con nuestras manos– y atarlas a la inmensa bondad soberana de Dios puede producir un efecto transformador en el corazón del trabajador cristiano. Esto es verdad aun para aquellos de nosotros que llegamos a sentirnos sobrecogidos y hasta lamentamos nuestras condiciones laborales. Tal vez nos lamentamos por poca paga, mucha demanda, largas horas de tránsito o dificultades con superiores o subalternos. 

Dios creó nuestro trabajo para nosotros. Nuestros jardines son nuestros: nuestros trabajos son nuestros, creados por un Padre amoroso que no escatimó a Jesús por nuestros pecados y preparó nuestros trabajos para nuestra santificación y el bienestar de los que nos rodean.

Porque podemos –debemos– ambicionar una vida tranquila, entonces debemos dejar de lamentarnos y descubrir que hay espacio para buscar y orar por un mejor trabajo, querer y pedir un aumento salarial, y ahorrar y planificar unas vacaciones. Porque nos ocupamos de nuestros propios asuntos, no andamos lamentándonos de “si pudiera tener un trabajo de oficina”; “si tan solo pudiera estar en el ministerio a tiempo completo”; “si no tuviera que estar en la casa con mis hijos”; “si tan solo me dejaran trabajar desde la casa”.

Una vida tranquila tiene más que ver con estar bien delante de Dios y delante de los hombres, no con no tener problemas y dificultades alrededor de nosotros. Nuestro Salvador –Ejemplo y Redentor– pudo ser Manso y Humilde sin tener tiempo para comer (Mr 6:31).

La vida nos llena de lamentos y es difícil, sí, y después morimos y descansamos en nuestro Creador. Pero mientras recorremos las dificultades, trabajamos. Con enfoque y esperanza, anhelando la tranquilidad.

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