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Ezequiel 22 – 24 y Hebreos 4 – 5

“Los terratenientes roban y extorsionan a la gente, explotan al indigente y al pobre, y maltratan injustamente al extranjero. Yo he buscado entre ellos a alguien que se interponga entre mi pueblo y yo, y saque la cara por él para que yo no lo destruya. ¡Y no lo he hallado!” (Ezequiel 22:29-30 NVI).

Nuestro buen y soberano Dios maneja cantidades infinitas de información acerca del universo que descansa sobre la palma de una de sus manos. Es posible que su grandeza nos lleve a pensar que al Señor le importan poco nuestros micro-problemas locales y que, más bien, sus intereses andan por el lado de los grandes “temas”, las grandes cruzadas, o los personajes especiales. Sin embargo, la Biblia nos muestra una y otra vez que el Señor no deja de tener presente a la más pequeña o insignificante de sus criaturas. Para Él no hay diferencia entre problemas grandes o pequeños, importantes o urgentes. Nuestro Dios tiene la capacidad para atenderlos a todos y no dejar a ninguno de ellos desatendido o simplemente “durmiendo el sueño de los justos”.

Si lo que hemos mencionado en el párrafo anterior es cierto, entonces no hay problema en nuestro planeta que le sea indiferente, aunque sabemos que nuestro mundo no es nada de fácil. Lamentablemente, muchos cristianos actúan como viejitos criticones que andan diciendo: “¡Qué mundo! ¡qué mundo! Porque en mis tiempos…”, como dando a entender que ellos se “lavan las manos” con lo que esté pasando hoy y que, ya con un pie en el cielo, es mejor ni mirar lo que va quedando atrás. Todo esto podría sonar muy espiritual, pero tiene muy poco del corazón y la voluntad de Dios revelada en su Palabra. Por el contrario, yo creo que tenemos el mandato de comprometernos a cumplir con la orden de penetrar con la luz de Dios en medio de la oscuridad y detener la corrupción como verdadera sal.

También es cierto que no podemos ser ilusos al pensar cuánta ayuda podemos proveer porque desde nuestra propia realidad hay miles y miles de instancias y situaciones en donde solo seremos observadores lejanos de lo que está sucediendo alrededor de nuestro pequeño planeta azul. Más bien, nuestra responsabilidad directa sí recae efectivamente en nuestro “micromundo” que incluiría a nuestra familia, trabajo, amistades, comunidades, vecinos, y todo lo que está a nuestro alrededor. Entonces, ¿qué hacemos con nuestro gran y complicado mundo? Un mundo humano plagado de guerras, violencia, pobreza, dramas sociales, corrupción, daño a la naturaleza e injusticia… En esos niveles, también podemos tener una participación protagónica a través de la intercesión en oración.

Un amigo me dijo alguna vez que para tratar de ayudar con los problemas del mundo en oración habría que meterse a monje y trabajar levantando camionadas de padrenuestros de sol a sol. Pero justamente de eso no se trata. Por eso, antes de ponernos a “orar”, debemos entender que el posible problema con la oración radica en que debido a nuestro contexto cultural y religioso creemos que la oración es una tarea contemplativa, monótona, pasiva, neutral, e inocua, lo que es absolutamente contrario a su naturaleza. En toda la Escritura vemos el papel decisivo que ha tenido la oración como herramienta efectiva de cambio dentro de la vida integral de los siervos de Dios y sus múltiples demandas.

La oración no es un comunicado de prensa para un Dios demasiado ocupado y distraído.

Sin embargo, es bueno recalcar que el poder de la oración no radica en la repetición de palabras. Su poder no descansa en el verbo florido y persuasivo, y menos en la intención positiva de la petición. Lo que sí es importante es mostrar un corazón que está interesado en demostrar preocupación y solidaridad con lo que sucede con el resto de los que comparten con nosotros este breve arriendo terrenal. Esa es la razón por la que el Señor es el primero en fomentar la oración intercesora entre hombres y mujeres que se levanten y “den la cara” por sus congéneres. En medio de los conflictos y dramas que la maldad del ser humano produce, podemos con oración levantar un cerco espiritual que impida su avance y de manera proactiva hasta podemos impedir su futura intromisión.

Es interesante que el Señor también esté buscando siervos que se pongan en la “brecha”. ¿Qué es una brecha? Es la abertura que se hacía en las murallas de las fortificaciones o las ciudades para entrar con el ejército y tomarlas. Nuestro Dios está buscando que la oración pueda actuar como la abertura que le abre una entrada a la intervención de Dios en medio de verdaderas fortalezas de maldad. Por lo mismo, la oración no solo nos permite “rogar” por lo que sucede en el mundo, sino que también nos retroalimenta, nos vigoriza, y también nos invita a actuar bajo el poder de Dios y no en nuestras limitadas posibilidades humanas y finitas.

Todo hasta aquí está muy lindo, pero el problema está en que nadie se ofrece para levantar el cerco de oración que bloquee e impida la entrada de la maldad, y posibilite en el Señor la abertura que logre la entrada del poder de Dios en medio del quebranto o la maldad. El pasaje del encabezado nos dice que el Señor solo buscó un ser humano y no lo encontró porque nadie entendió la importancia de la intercesión o porque quizá con egoísmo llegaron a la conclusión de que el problema no les afectaba y así no había de que preocuparse.

Hoy en día vemos nuestras iglesias repletas de gente en eventos musicales, conferencias, servicios generales y actividades de recreación, lo cual ya es una bendición. Pero vemos con tristeza la poca importancia que se le da a los tiempos de oración. Sus participantes se cuentan con los dedos de las manos y mejor ni hablemos del compromiso de intercesión personal privado. Oramos como decía un amigo que oraban los cristianos modernos: “Señor, ya tú sabes… amén”. Es verdad, Él lo sabe todo, pero no nos equivoquemos, la oración no es un comunicado de prensa para un Dios demasiado ocupado y distraído. Más bien, es una súplica ardiente basada en un compromiso inobjetable que no es más que simple y profundo amor.  

No descuidemos este privilegio que Dios nos ha concedido y al que nos llama con insistencia. Otra vez debemos recordar que Dios lo sabe todo, pero Él espera que nosotros, al darnos cuenta de lo que Él ya sabe, actuemos en consecuencia, yendo a Él porque es el único que puede cambiar el curso de cualquier situación por imposible que parezca.

No hay nada que Dios no sepa, pero igual desea que intercedamos.

En la carta a los Hebreos, la pena de Dios en Ezequiel se transforma en una invitación fraterna: “Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuenta. Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento en que más la necesitamos” (Heb. 4:13b-16, NVI). 

Otra vez, sí, no hay nada que Él no sepa, pero igual desea que intercedamos. Él sabe que somos falibles y que sucumbimos muchas veces a la tentación, pero en oración Él nos puede dar la victoria sobre cualquier tentación. Sí, podemos no tener una clara percepción del problema y quizás nuestra oración quede desenfocada y superficial, pero igual desea que pidamos con todo el corazón. Sí, podemos resignarnos a ver como todo se destruye, pero el Señor nos dice que si oramos con confianza, Él vendrá con oportuno socorro. 

Si el Señor nos ofrece tales oportunidades no puedo más que terminar esta reflexión diciendo como los televendedores: “No deje pasar esta oportunidad. ¡Llame ya! Nuestro Dios lo está esperando”.


Imagen: Lightstock.
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