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Nota del editor: 

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«Imítame a mí».

El peso de esas palabras suele escapar de nuestro entendimiento… hasta que vienen los hijos.

Cuando el torbellino de pañales y biberones se disipe, casi sin advertencia alguna, te encontrarás frente a frente con un «mini tú». Por más que lo intentes, ignorar su semejanza a ti es imposible. Es un espejo al que no podemos dar la espalda; un reflejo que nos sigue a todos lados.

La capacidad de imitación de los «mini tú» es asombrosa. Repiten nuestras palabras sin entenderlas (¡y con frecuencia en el contexto adecuado!). Exigen unirse a nuestros pasatiempos preferidos. Replican nuestros gestos y el tono en el que respondemos cuando alguien nos pide un favor. Copian nuestra obsesión por las pantallas y la manera en que ordenamos la casa de mala gana.

«Sean imitadores de mí» (1 Co 11:1).

Cuando leemos estas palabras de Pablo por primera vez, podrían sonar como una declaración arrogante. «Miren lo bueno que soy. Sean como yo». Sin embargo, cuando nos detenemos a pensarlo nos damos cuenta de que el apóstol simplemente está abrazando lo inevitable y cumpliendo con su responsabilidad. ¿Por qué? Porque todo ser humano aprende imitando. Todo ser humano es un «yo» y un «mini tú» al mismo tiempo.

Libre para imitar

A pesar de su inevitabilidad, la imitación es algo de lo que preferiríamos escapar. Vivimos en una sociedad que nos exhorta a «trazar nuestro propio camino» y «ser únicos». La idea de ser una «copia» o «imitación» de alguien más nos resulta ofensiva. Queremos ser completamente originales. Queremos definir nuestra identidad y destino de manera independiente.

Cada uno de nosotros es influencia para alguien más: ¡Seas quien seas, alguien te está mirando!

Pero, lejos de liberarnos, el afán de «encontrarnos a nosotros mismos» nos ha dejado frustrados, agotados y extraviados. El problema es que las preguntas más profundas de la vida —¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Para qué estoy aquí? ¿Cómo debo caminar en esta vida?— tienen una respuesta objetiva externa a nosotros. El camino ya está trazado y hay miles de personas que lo han transitado antes que nosotros. Podemos seguirlas con seguridad y con gozo.

El tema de la imitación es recurrente en las epístolas de Pablo (1 Co 4:16; 11:1; Fil 3:17; 1 Ts 1:6) y se menciona también en la carta a los Hebreos (He 6:12). Esto no tiene nada de extraño. Después de todo, Dios nos creó para vivir en comunidad, nos hizo parte de la Iglesia, nos dio dones para edificarnos unos a otros y nos concedió líderes para enseñarnos y guiarnos en la verdad.

¿Cómo luce amar a Dios y al prójimo en la vida real? ¿Cómo podemos cumplir la Gran Comisión (Mt 28:16-20) en nuestro contexto particular? ¿Cómo transforma el evangelio nuestras relaciones, nuestros trabajos y nuestra generosidad? Los hombres y las mujeres más maduros en la fe —aquellos que han seguido al Señor por más tiempo que nosotros y conocen su Palabra a mayor profundidad— pueden mostrarnos la respuesta a esas preguntas con sus propias vidas. 

El propósito de la imitación bíblica es que seamos transformados a la imagen de Cristo

El propósito de la imitación bíblica no es seguir a otros ciegamente. Jesús mismo advirtió sobre los líderes malos: «hagan y observen todo lo que les digan; pero no hagan conforme a sus obras, porque ellos dicen y no hacen» (Mt 23:3). De hecho, el objetivo principal de imitar a aquellos que son dignos de imitar es porque ellos están buscando imitar al más digno de todos: ¡nuestro Dios!

«Sean, pues, imitadores de Dios como hijos amados; y anden en amor, así como también Cristo les amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma» (Efesios 5:1-2).

El propósito de la imitación bíblica es que seamos transformados a la imagen de Cristo… es parte del proceso de restauración del imago Dei en nosotros, una imagen que ha sido quebrantada por el pecado. No somos criaturas nuevas para obtener una versión mejorada de nosotros mismos, sino para parecernos más y más a nuestro Señor Jesucristo.

Si las personas a las que imitamos —y sin duda todos estamos imitando a alguien— no nos están apuntando a imitar a nuestro Señor, estamos siguiéndolas en vano y para nuestra perdición. Ellos serán juzgados por su mal ejemplo, pero nosotros también somos responsables por haber escuchado su voz por encima de la de nuestro Dios y haberles seguido (Mt 23:15).

¿A quién apuntas tú?

Los líderes y maestros de nuestras iglesias tienen un llamado solemne y una responsabilidad particular de ser ejemplos dignos de imitar. Con todo, la realidad inevitable es que cada uno de nosotros es influencia para alguien más: ¡Seas quien seas, alguien te está mirando! Podrían ser tus pequeñitos en casa, el nuevo de tu iglesia que está aprendiendo a ser cristiano, la joven que se asombra con tu conocimiento bíblico o el chico que admira cómo te vistes y las fotos aventureras que subes a tus redes sociales.

¿Eres capaz de volverte hacia ellos y decirles: «imítame a mí, como yo imito a Cristo»?

Si lo que nos detiene es el temor a «quedar mal», no estamos entendiendo bien las cosas. Las personas dignas de imitar no pretenden ser perfectas. Pablo sabía que él mismo estaba lejos de la perfección, ¡tanto que se consideraba el primero de los pecadores! (1 Ti 1:15). Ninguno de nosotros estamos completamente libres de pecado; todos nos encontramos en el proceso de ser transformados a la imagen de Aquel que nos creó. 

¿Podemos decir como Pablo —deseosos por ver la imagen de Dios llenando la tierra— «Imítame a mí como yo imito a Cristo»?

Ser digno de imitar tiene que ver simplemente con vivir cada día buscando reflejar la gloria de Dios en el día a día… ¡incluso cuando fallamos! ¿Cuándo fue la última vez que le pediste perdón a tus hijos por exasperarlos o que te retractaste de tus palabras erradas o altisonantes en humildad y arrepentimiento? Al volvernos de nuestro pecado y caminar en la luz también podemos decirles a otros (¡la mayoría de las veces sin palabras!) «imítame a mí, como yo imito a Cristo».

Muchos pasan demasiado tiempo tratando de presentar una imagen pulida de sí mismos en las redes sociales o en las conversaciones rápidas después de las reuniones de la iglesia. Quieren mostrar su «mejor cara» y ganarse el respeto de otros por sus logros o apariencia. «¡Imítame a mí!», dicen sus vidas… olvidándose del «como yo imito a Cristo». ¡Dios nos libre de tal cosa! Que nuestro afán jamás sea apuntar a otros a nosotros mismos, sino que apuntemos a la gloria del Único que puede satisfacer el corazón de cada ser humano.

¿Cuál es el mensaje que otros perciben cuando nos miran? ¿«Imítame a mí porque soy el mejor»? ¿«Imita lo que digo y no lo que hago»? ¿«Por favor ni te voltees a verme»? ¿O podemos decir como Pablo —deseosos por ver la imagen de Dios llenando la tierra— «Imítame a mí como yo imito a Cristo»?

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