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Isaías 61-66 y 2 Corintios 8-9

“Así dice el Señor:
‘El cielo es Mi trono y la tierra el estrado de Mis pies.
¿Dónde, pues, está la casa que podrían edificarme?
¿Dónde está el lugar de Mi reposo?
Todo esto lo hizo Mi mano,
Y así todas estas cosas llegaron a ser’, declara el Señor.
‘Pero a éste miraré:
Al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante Mi palabra’”
(Isaías 66:1-2).

Me siento un tanto frustrado porque dediqué un fin de semana para poder encontrar una historia vital que me permita recrear el tema que ahora estamos compartiendo y no pude hallar nada. Recorrí los periódicos y revistas del mundo y no he descubierto ninguna historia que muestre de manera real y práctica la humildad. Claro que es una palabra muy usada, pero siempre como un ideal filosófico, como un insulto indirecto hacia alguien al que le falta justamente ese ingrediente en su vida, o como un atributo que algunos se atribuyen pero que sus vidas no muestran de manera evidente.

Llegué a pensar que quizás la humildad se extinguió hace mucho tiempo y ni siquiera nos hemos dado cuenta, de tal forma que hablar de ella es como mencionar una pieza de museo que solo invoca nuestra curiosidad y nos remonta a un período primitivo de la historia de la humanidad. Bajo este escenario, podríamos llegar a pensar que los nuevos diccionarios podrían estar definiendo la humildad como: “defecto entendido como virtud por nuestros ancestros, pero que ahora es reconocida como un absoluto símbolo de profunda debilidad y falta de carácter. En otros tiempos era el reclamo que la iglesia hacía en nombre de su dios para mantener derrotados y sumisos a sus ignorantes fieles”.

A pesar de que parece en peligro de extinción, la humildad no ha muerto ni tampoco ha pasado de moda. Lo que sí ha pasado con ella es que ha sido abandonada y olvidada porque ya no se le considera una virtud enriquecedora de la vida. La humildad, claramente entendida, sigue siendo una necesidad vital en todo carácter cristiano.

La verdadera humildad no nos denigra, sino que nos confirma en el lugar preciso y valiosos que nos corresponde como criaturas de Dios.

En primer lugar, la humildad no tiene que ver con la relación entre los seres humanos, sino que se relaciona con Dios. La humildad es la profunda reverencia y respeto a la dignidad de Dios desde nuestro lugar como criaturas dependientes. La humildad no tiene la intención de producir en nosotros un sentimiento de miseria, sino evitar un sobredimensionamiento equivocado de nuestra realidad y lugar como seres humanos finitos y temporales. La verdadera humildad no nos denigra, sino que nos confirma en el lugar preciso y valiosos que nos corresponde como criaturas de Dios.

Isaías, al final de su libro, nos dice con precisión: “Pero ahora, oh Señor, Tú eres nuestro Padre, Nosotros el barro, y Tú nuestro alfarero; Obra de Tus manos somos todos nosotros” (Is. 64:9). Esta actitud de humildad la podríamos comparar con la que existe entre un profesor brillante y un alumno que tiene mucho por aprender todavía; es también el noble sentimiento de respeto que los más jóvenes pueden sentir por las canas de las personas mayores que ya vivieron lo que ellos todavía ni imaginan, que son una clara demostración de una vida vivida con nobleza. Simplemente, la base de la humildad es ubicación: saber quiénes somos y quiénes nos superan. Hoy en día se dice que todos somos grandes, que nada nos supera, que podemos llegar al infinito y más allá. No niego que eso pueda ser posible, pero eso no quita el hecho de que siempre habrá alguien más grande, más experimentado, y mejor que nosotros. Arriba de esa lista está nuestro buen Dios, nuestro creador y sustentador.

Dicho lo anterior, debo aclarar que una humildad genuina no es la negación absurda de lo que somos y de lo que hemos logrado porque definitivamente la humildad no es sinónimo de  humillación. La humildad es más bien el antídoto que nos permite evitar la presunción de que todo lo ganado es por puros méritos personales sin estar al tanto, en primer lugar, de que Dios es quien nos concede las oportunidades en la vida para disfrutarlas y compartirlas.

En segundo lugar, la humildad implica reconocer que hay otras personas arriba y abajo nuestro que han puesto de su parte para ser la persona que he llegado a ser. Por ningún lado soy la “última Coca-Cola del desierto”. Por eso, lo que logra la humildad es garantizar un respeto por los demás, porque al tener control sobre nosotros mismos, entonces somos capaces de mirar con mayor afecto lo que está sucediendo a los que se encuentran a nuestro alrededor.

La humildad ilumina mi alma de tal forma que puede descubrir su correcto lugar al ver al Señor en su trono.

La humildad ilumina mi alma de tal forma que puede descubrir su correcto lugar al ver al Señor en su trono y al resto de seres humanos en su real altura, sin menospreciarlos. La humildad no solo es un factor de medición personal, sino que también nos lleva a sufrir con el que no tiene y ser capaz de gozarse de verdad con el que está cosechando triunfos.

Como ejemplo de verdadera humildad, nadie mejor que nuestro Señor Jesucristo. El apóstol Pablo lo explicó de la siguiente manera: “Porque conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a ustedes se hizo pobre, para que por medio de Su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Co. 8:9). En Jesús podemos aprender que la humildad le provee al alma la capacidad de poder entregarlo todo para enriquecimiento de todos. En cambio, la soberbia vive en una permanente lucha por ocupar un lugar preeminente sin importar el precio que haya que pagar, o a todos aquellos que haya que dejar en el camino con el fin de tenerlo todo para uno mismo.

La mezquindad de la autosatisfacción se puede evitar con la práctica consciente de la humildad porque esta le abre las puertas al alma para poder entregar sin esperar, buscando que los demás puedan estar cerca disfrutando de lo que uno mismo ya tiene. La humildad no convierte a sus usuarios en seres descoloridos, desabridos, y miserables. Por el contrario, su accionar los convierte en algo así como frutas maduras y listas para ser consumidas. Son de un bello color, despiden un aroma dulce, y hay carne y vida para que otros la disfruten y vivan por ella.

La palabra clave es “actuar” en humildad porque la humildad no es automática, natural o aparece de la nada. No es una actitud reflexiva, sino un estilo de vida en acción. El apóstol Pablo testifica de esta humildad cuando habla con “orgullo” de sus queridas iglesias de Macedonia:

“Ahora, hermanos, les damos a conocer la gracia de Dios que ha sido dada en las iglesias de Macedonia. Pues en medio de una gran prueba de aflicción, abundó su gozo, y su profunda pobreza sobreabundó en la riqueza de su liberalidad. Porque yo testifico que según sus posibilidades, y aun más allá de sus posibilidades, dieron de su propia voluntad, suplicándonos con muchos ruegos el privilegio de participar en el sostenimiento de los santos. Y esto no como lo habíamos esperado, sino que primeramente se dieron a sí mismos al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios” (2 Corintios 8:1-5).

Estamos en la tierra para que, con humildad, seamos de bendición a los demás.

Nosotros estamos en la tierra para que, con humildad, seamos de bendición a los demás con nuestra propia persona y con los recursos que podamos tener a la mano. La humildad no es jactarse de lo que no soy o lo poco que valgo (eso sería mera humillación), sino entregar con alegría y generosidad aun lo poco que se tenga porque somos siervos de un Dios soberano y hermanos de una humanidad a la que le debemos mucho de lo que somos. La verdadera humildad no es un ancla que nos detiene en el puerto, sino una vela que se hincha con el viento y nos lleva por los océanos de la vida repartiendo de lo que somos y tenemos.

Quizá el gran drama de nuestro tiempo es que hemos trastocado el significado de la verdadera y enriquecedora humildad. Andamos como lobos brutales o leones hambrientos de poder y reconocimiento, tratando de conquistarnos y consumirnos unos a otros, temerosos de perder nuestros espacios, aterrados con el hecho de que alguien pudiera quitarnos nuestros privilegios o aun ser mejor que nosotros. Sin embargo, debemos recordar que Isaías profetizó hace 2,700 años la muerte de la soberbia y el orgullo porque al final de los tiempos: “‘El lobo y el cordero pastarán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en todo Mi santo monte’, dice el Señor”. (Is. 65:25).

¿No habrá llegado el momento de revivir la humildad en nuestras vidas?


Imagen: Lightstock.
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