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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de La oración: Experimentando asombro e intimidad con Dios. Timothy Keller. B&H Español.

Cuando el rey David estaba en el pináculo de su poder, decidió construir un templo para Dios. Dios le envió un mensaje por medio del profeta Natán de que no debía construir el templo, pero le hizo una promesa: “El Señor… será él quien te construya una casa… yo pondré en el trono a uno de tus propios descendientes… Será él quien construya una casa en mi honor, y yo afirmaré su trono real para siempre” (2 Sam. 7:11-13 NVI). David quería construirle a Dios una casa, pero Dios dijo: “No, yo te construiré a ti una casa”. Es un poderoso juego de palabras. David quería construirle a Dios un lugar que mostrara Su gloria. Dios expresó, en efecto, que Él tenía una contrapropuesta. Él establecería el linaje familiar real de David y al final revelaría la gloria de Dios de una forma más permanente, trascendental, y universal.

Como respuesta a esta promesa, David dice: “Señor de los ejércitos, Dios de Israel, has revelado a tu siervo diciendo: ‘Yo te edificaré casa’; por tanto, tu siervo ha hallado ánimo para elevar esta oración a ti” (2 Sam. 7:27). Esto revela la dinámica interna de cómo funciona la oración. El versículo 27, en la versión NVI, traduce que él “se ha atrevido a hacerte esta súplica”. Ahora bien, el texto hebreo literalmente dice que la Palabra de Dios permitió a David “encontrar el corazón [hebreo leb] para hacerte esta oración a Ti”. La Palabra de Dios creó dentro de David el deseo, el impulso y la fuerza para orar. El principio: Dios nos habla en su Palabra y nosotros respondemos en oración, así entramos en la conversación divina, en la comunión con Dios.

Dios nos habla en su Palabra y nosotros respondemos en oración, así entramos en la conversación divina, en la comunión con Dios.

La oración de David en 2 Samuel 7 es poderosa, pero los cristianos tienen todas las ventajas, incluso sobre los más grandes santos del Antiguo Testamento. Sin duda, David debe de haberse preguntado cómo su trono podría establecerse “para siempre”. ¿Se refiere a la antigua hipérbole imperial “Qué viva el rey”? No. El profeta Isaías se refiere a uno que “Gobernará sobre el trono de David… para siempre…” (Isa. 9: 7). ¿Cómo podría haber un ser humano que reine para siempre? La respuesta de Isaías es que el niño que nacerá será el «Dios fuerte» (Isa. 9: 6). Él nacerá, por lo tanto, será un ser humano, pero divino. Uno de los descendientes de David asumirá el trono y nunca dimitirá, por causa del poder divino de una vida indestructible (Heb. 7: 16). Jesús, el último hijo de David, hará esto.

Hay más. Nosotros que creemos en Él pasamos a ser la “casa” de Dios, un templo hecho de piedras vivas donde mora el Espíritu Santo (1 Ped. 2:4-5; Ef. 2:20-22). La misma gloria divina que habría sido fatal para Moisés (Ex. 33:20) ahora viene al corazón de aquellos que han sido perdonados por Cristo (Juan 1:14;2 Ped. 1:4). Con razón, Cristo pudo decir, para asombro de Sus oyentes, que, si bien Juan el Bautista era el más grande de los profetas antes de Cristo, el más pequeño de los discípulos de Jesús era más grande que Juan (Mat. 11:11). La Palabra de poder de Dios “habit[a] con toda riqueza” en los creyentes, lo que les da corazones para alabar, cantar y orar a Dios con gozo y un sentido de la realidad que ni David ni Juan el Bautista pudieron conocer (Col. 3:16).

David encontró el corazón para orar cuando recibió la Palabra de la promesa por parte de Dios de que Él establecería su trono y le construiría una casa. Ahora bien, los cristianos tienen una inmensamente más grande Palabra de la promesa. Dios no solo nos construirá una casa, sino que hará que nosotros seamos Su casa. Nos llenará con su presencia, belleza y gloria. Cada vez que los cristianos recordamos quiénes somos en Cristo, esa Palabra de la promesa nos impacta y encontramos, una y otra vez, un corazón para orar.


Imagen: Lightstock.
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