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Te han dicho que no sirves para nada. Tratas de calmar tu ansiedad diciéndote: “Nadie es perfecto”. Al final no te interesa lo que digan. Esa es tu mejor cualidad, no te interesa nadie.

Te levantaste con hambre aunque el hediondo ambiente te cause repugnancia. No te acostumbras. Trabajas poco, te pagan poco. Añoras los días cuando todo era tuyo y comías cuando te daba la gana, con cinco, diez y hasta quince personas en tu mesa. Ahora tienes quince cerdos que lavar, a los que les robas de vez en cuando un desperdicio para callar las tripas. Tu ropa no es la de antes: son harapos, vestigios de lo que fue lino y algodón. Llevas varias semanas en ese chiquero. Derrochaste tu dinero hasta empeñar el anillo familiar. No te das cuenta aún, que perdiste también a tu familia; eso lo lamentarás años después de haber despertado con los cerdos.

Llegaste allí porque te cansaste de caminar sin rumbo. Te paraste frente al dueño de esa granja y le exigiste algo de comer, olvidando que ya no eras alguien de dinero y posición. El hombre se echó a reír, viéndote de pies a cabeza, cortándote con la mirada de quien ha trabajado toda su vida. Ahora, entre los cerdos, envidias su camino y deseas una vida tranquila y emancipada, rutinaria y digna. Este hombre te parece justo. Te recuerda mucho a tu padre. Te dice que le recuerdas a él mismo cuando era joven, con tu actitud rebelde y despreocupado. Te conoce bien aunque no sabe de dónde vienes. Ignora que eres un vividor, derrochador y un completo tonto que no vale la pena mencionar en una conversación.

Eso es lo que creía la gente con la que te relacionabas antes, personas influyentes y nada humildes. A lo mejor por eso decidiste irte. Pediste tu parte de la herencia y te largaste porque ya no soportabas ese mundo y la presión que te oprimía. Antes tenías que ser alguien: llevabas los ojos del mundo puestos en ti y si no cumplías lo que esperaban, ibas a ser un perdedor. Tu camino era ser abogado, médico, ingeniero, tomar las riendas del negocio, hacer empresas eficientes y sobrepasar lo que tu padre había logrado. Pero no quisiste aguantar la presión y te largaste, ¡escapaste!

Tomaste el camino más fácil y ahora duermes con los cerdos. La sociedad te puso aquí porque te cree un cerdo, un inmundo animal cobarde que dejó a su padre y su familia. Te hundes ahora en estos pensamientos. Sales del chiquero a tomar aire, el cielo está despejado en la noche. Los cerdos duermen; tú prefieres no acompañarlos. Lloras por primera vez al encontrarte con una verdad que no habías pensado, te diste cuenta que al pedir la herencia era desear que tu padre estuviera muerto. Huiste con ese cofre repleto de dinero, documentos de propiedad y tu anillo familiar. Lo malgastaste en mujeres fáciles, en banquetes; te robaron con tu consentimiento y al final te quedaste solo.

Pero hoy te duele el recuerdo de tu padre. Lo puedes ver, sentado en su estudio donde solía atenderlo todo. La idea de la casa de tu padre te hace pensar en que lo darías todo por regresar. Incluso aguantarías esa presión maldita que viene con tu posición social. “¿Por qué Dios mío…?” —dices en voz baja—  “¿por qué no soy como debo ser… qué hago aquí…?”. La noche se vuelve tan pesada que caes de rodillas y clamas: “Señor… déjame volver a donde mi padre, aunque sea un día. No soy digno de ser otra vez hijo suyo… ¡ayúdame Dios! He pecado… he pecado contra ti”, y caes de cara al suelo. Te quedas dormido, sollozando en la oscuridad. Al despertar, escapas de nuevo. Pero esta vez vas de regreso a tu padre sin ni siquiera pedir tu sueldo.

Tienes ganas de volver, soñaste con volver, elevaste mil plegarias por volver.

El viento es leve, los sembrados altos y los árboles están llenos de hojas. Es la mitad del verano y se ve abundancia por todos lados. No hay sequía y el futuro en la tierra es muy prometedor. El viejo hombre se ha mantenido muy preocupado; nadie entiende el porqué de su comportamiento, aunque se lo imaginan. En su cara hay tristeza y su sonrisa no es tan amplia como antes. Sí, el padre atiende los negocios como siempre, es amable y justo con todos, pero en sus ojos hay algo mayor a todo eso. Habían pasado ya dos años desde que su hijo le había pedido su herencia. ¿Qué será de él? ¿Dónde está? El viejo hombre se había separado ya de las reuniones con los demás patronos de fincas, con los empresarios, y sobre todo había dejado de asistir a las fiestas y bodas. No soportaba esa mirada condescendiente de lástima por el hijo perdido. Esa gente no entendía lo que él podía ver en su propio corazón: su hijo era su hijo. Siempre lo sería.

Esa mañana se levantó igual que todos los días. Caminó por la casa, recorrió los huertos, los establos; se paseó por el lago y siguió por los linderos de su propiedad hasta llegar a la puerta. Desde hace unas semanas mantenía esa rutina. Se quedaba cerca de la gran puerta en silencio, deambulando de un lado a otro como esperando algo del camino. Ese día lo vio, a lo lejos lo vio.

Vas en la vereda que tomabas para acortar el camino hasta tu casa. Desde que eras un niño tomabas ese atajo y así le ganabas a tu hermano. Tu corazón late más fuerte mientras te acercas a las propiedades que antes eran tuyas; tu hermano las compró desde que las perdiste. Repites en voz alta las palabras que le dirás a tu padre cuando lo mires. No tienes ninguna esperanza de ser perdonado, pero solamente quieres verlo una vez más y ser uno de los criados.

Estás en el camino de la gran puerta. Ves a alguien correr hacia ti. Por un segundo piensas esconderte, pues seguramente es uno de los guardianes y tiene órdenes de matarte. No encuentras fuerzas para correr y caes al suelo resignándote a morir. Por lo menos viste la gran puerta y es mejor morir aquí que durmiendo con los cerdos. Necesitas restregar tus ojos, pues crees ver a tu padre corriendo. Desde el suelo lo ves, viene corriendo hacia ti. Es el mismo que dejaste, con la sonrisa, la actitud sencilla y la mirada de amor. Llega hasta donde estás, te levanta y te abraza, su toque te desarma por completo. Quieres hablar pero no puedes; de hecho, no puedes hacer nada más que recibir el abrazo, los besos y las palabras de agradecimiento al cielo por tu regreso.

“Te he estado esperando”, dice él. “Esperé desde que te fuiste”.

Intentabas explicarle, intentabas hablar, balbucear aunque sea un “te amo”, pero resultaba innecesario. Pediste perdón. “He pecado… he pecado contra el cielo y contra ti”. Nunca olvidarás que corrió a recibirte al verte venir.

¿Cómo fue que nunca te diste cuenta de esa misericordia?

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