Salmos 70-74 y Juan 21 – Hechos 1
¿A quién tengo yo en los cielos, sino a Ti?
Fuera de Ti, nada deseo en la tierra.
Mi carne y mi corazón pueden desfallecer,
Pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre.
(Sal. 73:25-26)
La desilusión se puede experimentar en todas las esferas de la vivencia humana. Considerar algo como cierto para luego darnos cuenta que estábamos siendo engañados, produce un enorme dolor anímico. El desencanto no se experimenta por los actos y las palabras de un desconocido, sino de alguien cercano en quien habíamos depositado nuestra confianza, una persona que creíamos conocer. Sin embargo, la desilusión también puede experimentarse porque hemos malentendido a una persona, no que ella nos haya engañado, sino que nosotros mismos hemos estado esperando algo que no debíamos esperar.
Entonces, cabe hacernos la pregunta, ¿Podemos acaso sentir desencanto por Dios? Definitivamente sí, y ocurre más veces de las que imaginamos, siendo más común de lo que estaríamos dispuestos a confesar. Pero no se trata de un Dios engañador o desleal, sino de nuestro corazón engañoso. El cristiano, muchas veces anonadado por los actos de Dios, incapaz de poder entenderle o percibirle, puede caer fácilmente en una profunda desilusión secreta y corrosiva para con su Creador.
Por ejemplo, imaginemos que estamos en una situación sumamente complicada y decimos como el salmista: “Oh Dios, apresúrate a librarme; Apresúrate, oh Señor, a socorrerme” (Sal. 70:1)… pero nada ocurre por un buen tiempo. ¿Cómo reaccionaríamos? Imaginemos también que, al observar el mundo, nos damos cuenta que las cosas nos están saliendo terriblemente mal a pesar de lo aparentemente justos y ordenados que intentamos ser, mientras que a otros con malas artes las cosas les van de maravillas. Entonces, nos atrevemos a afirmar como el salmista: “En cuanto a mí, mis pies estuvieron a punto de tropezar, Casi resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia de los arrogantes Al ver la prosperidad de los impíos” (Sal. 73:2-3).
Imaginemos ahora que durante algún tiempo nos mantenemos firmes en creer que el Señor nos está probando con un propósito que todavía no entendemos, pero van pasando los días y nuestro corazón empieza a sentirse desilusionado, y como el salmista, llegamos a decir: “Ciertamente en vano he guardado puro mi corazón Y lavado mis manos en inocencia, Pues he sido azotado todo el día Y castigado cada mañana” (Sal. 73:13-14).
Por último, imaginemos que expresamos todos esos pensamientos de contrariedad que nos ahogaban con un respetado líder religioso para que nos limpie y clarifique el panorama. Lamentablemente nuestro consejero no da en el clavo y no tiene las respuestas que esperábamos, y como el salmista decimos: “No vemos nuestras señales; Ya no queda profeta, Ni hay entre nosotros quien sepa hasta cuándo” (Sal. 74:9).
El desencanto para con Dios es un quebranto que debe tratarse con la delicadeza con la que se trata una herida abierta y profunda. Lo primero que hay que hacer con el herido es llevarlo a un lugar aséptico para limpiarle las heridas y curarlo. El salmista menciona el lugar espiritual más aséptico para empezar a sanar: “Hasta que entré en el santuario de Dios; Entonces comprendí el fin de ellos” (Sal. 73:17). No creo que el salmista se esté refiriendo sencillamente a un templo físico. Más bien, creo que se trata de entrar a la misma presencia de Dios, al lugar en donde el Señor gobierna. Puede sonar extraño, pero si crees que Dios te ha fallado por alguna razón, el único lugar en donde puedes encontrar respuestas y sanar tu corazón, no podrá ser otro que delante de Él mismo. Allí, en la presencia de Dios, el herido por la desilusión recibirá, podemos llamarlo así, dos poderosos antibióticos:
1. El sentido de la trascendencia divina. Lo primero que el hombre empezará a percibir es que Dios está por encima de todo: “Tuyo es el día, Tuya es también la noche; Tú has preparado la lumbrera y el sol. Tú has establecido todos los términos de la tierra; Tú has hecho el verano y el invierno” (Sal. 74:16-17). Mi desilusión no puede deberse a que Dios fue “incapaz” de ayudarme o a que mi problema le quedó demasiado “grande”. Él es el dueño y controlador de todo el universo. Si la persona llega a percibir esta verdad, entonces, la desilusión está controlada, podríamos decir, en un 25%.
Pero la decepción puede mutar hasta el punto de hacerle pensar que ese Dios grandísimo lo ha abandonado o que simplemente no lo considera. Allí viene una segunda dosis que tiene la intención de hacerle ver al ser humano no solo que el universo no está bajo su control, sino que sus propios días están por completo en las manos de su Creador: “De Ti he recibido apoyo desde mi nacimiento; Tú eres el que me sacó del seno de mi madre; Para Ti es de continuo mi alabanza… No me rechaces en el tiempo de la vejez; No me desampares cuando me falten las fuerzas” (Sal. 71:6,9). Después de descubrir la trascendencia de Dios, descubrimos también que somos criaturas finitas en las manos de un Creador bondadoso que tiene contado nuestros días. La verdad es que estamos de paso, somos forasteros que dependen de la gracia de Dios aun para respirar. Si el herido por desencanto llega a entender estos dos aspectos, podemos hablar de un 50% de curación. Pasamos entonces al segundo antibiótico espiritual.
2. El sentido de humildad y ubicuidad. Al descubrir y aceptar el sentido de trascendencia divina, podemos tener una idea más precisa de nuestra vida, de la realidad de nuestra finitud y también de nuestra propia imperfección y pecaminosidad. Ahora podemos entender que nos desalentamos porque nuestra vida temporal no nos permite ver la eternidad de Dios y que aun nuestra existencia depende de un Dios que nos sostiene completamente.
Aquí el paciente puede empezar a sentir un profundo dolor, ya que todavía siente la desilusión. El salmista lo expresa así: “Cuando mi corazón se llenó de amargura, Y en mi interior sentía punzadas, Entonces era yo torpe y sin entendimiento; Era como una bestia delante de Ti. Sin embargo, yo siempre estoy contigo; Tú me has tomado de la mano derecha. Con Tu consejo me guiarás, Y después me recibirás en gloria” (Sal. 73:21-24). El 75% del problema queda resuelto cuando podemos percibir que nunca hemos estado solos en nuestro peregrinaje, que el Señor nunca ha querido abandonarnos a nuestra suerte, y que nuestra esperanza como cristianos no se basa en las circunstancias temporales de nuestra existencia, sino en la esperanza de la vida eterna. La vida y sus acontecimientos solo nos hacen descubrir nuestra propia debilidad que debe ser manejada con humildad.
Como ya habrán notado, la desilusión no se vence cuando Dios nos responde inmediatamente las oraciones, o cuando a todos los malos les va mal y a todos los buenos les va estupendo. Tampoco tiene que ver con la fuerza interior que se tenga para las pruebas, o que se disponga de un corazón que nunca se queje y que todo el tiempo cante alabanzas y piense positivamente. Menos aún está en la elocuencia y claridad de nuestros líderes espirituales que siempre darán en el clavo y tendrán todas las respuestas a nuestros interrogantes.
No, la respuesta está en Él mismo. Nuestro Señor es el fundamento sólido que nos hacer tener claridad sobre quién es Dios y quienes somos nosotros. Qué entendamos que nuestra relación con Él se basa en su pura gracia y misericordia, que nuestra vida le pertenece y que por nuestra propia maldad vivíamos separados de Él, actuando como sus enemigos, desilusionados porque, en realidad no teníamos esperanza. Pero el Señor, rico en misericordia, proveyó un plan para salvarnos, al enviar a su Hijo, Jesucristo, a pagar el precio por nuestra maldad. Nosotros éramos los que habíamos desilusionado a Dios, solo que el Señor mismo proveyó la solución para devolvernos la amistad, la confianza en Él y, por ende, la ilusión.
Los evangelios nos entregan un caso práctico de desilusión espiritual. Los luctuosos sucesos de la sorpresiva entrega, juicio y muerte de Jesús fueron demasiado para los apóstoles. Todo fue tan repentino, tan inesperado, que los discípulos se llenaron de una profunda y velada desilusión. Solo unos pocos días antes vieron a Jesús siendo aclamado por las multitudes y ahora, aparentemente, se habían quedado solos. Habían visto al Cristo resucitado, pero todavía no podían digerir esas apariciones y sus últimos mensajes.
Dejaron en silencio Jerusalén y fueron de vuelta a Galilea, quizás tratando de volver a la vida cotidiana y a lo que sabían hacer: “‘Me voy a pescar,’ les dijo Simón Pedro. ‘Nosotros también vamos contigo,’ le dijeron ellos. Fueron y entraron en la barca, y aquella noche no pescaron nada” (Jn. 21:3). ¡Qué pésimo comienzo, qué gran desilusión! Quedaron atrás los días en que los peces se multiplicaban, los enfermos sanaban, el tiempo en que el Señor con palabras gloriosas los dejaba anonadados y ellos se sentían seguros bajo el abrigo de su fiel Pastor y Maestro. Al parecer, todo había vuelto a la decepcionante realidad.
Sin embargo, Jesús vuelve a aparecer allí donde ellos están, desde sus carencias y sus desencantos, para darles esperanza: “Jesús les dijo: ‘Hijos, ¿acaso tienen algún pescado?’ ‘No.’ respondieron ellos. Y El les dijo: ‘Echen la red al lado derecho de la barca y hallarán pesca.’ Entonces la echaron, y no podían sacarla por la gran cantidad de peces” (Jn. 21:5-6). ¿Pueden notar la diferencia? Solucionar su desilusión no estaba en retroceder el tiempo, no tenía que ver con remendar las redes, tampoco era falta de práctica en el arte de pescar y menos en cambiar el ecosistema del Mar de Galilea.
La solución a la desilusión está en Cristo mismo. Aunque era nuevamente una pesca milagrosa, no se quedaron mirando perplejo a la red que no podía sacarse por el número de peces. Por el contrario, Juan nos dice que le dijo “... a Pedro ¡Es el Señor!…” (Jn. 21:7). No era que de repente eran prósperos nuevamente y la buena fortuna les sonreía una vez más, ¡era que el Señor Jesucristo estaba presente con ellos!
El Señor les dio desayuno con los mismos peces que acababan de pescar, y luego de desayunar el Señor le preguntó a Pedro, quién le había negado tres veces, si es que lo amaba, por tres veces consecutivas. Pedro tuvo que reconocer al final de las preguntas que no podía dar seguridad de sus propios sentimientos, jactarse de sus fortalezas y menos del día del mañana, como tan tontamente lo había hecho en el Monte de los Olivos (Mt. 26:30-35). Ahora afirmaba humildemente que el Señor lo sabe todo (Jn. 21:17); por lo tanto, Pedro tuvo la esperanza de que el Señor, que predijo su caída, será capaz también de promover su restauración para poder hacer lo que Él mismo le está pidiendo que haga en el futuro.
Jesucristo no nos cura la desilusión al hacernos protagonistas o “vencedores” por adelantado de toda prueba en nuestras vidas. El Señor Jesucristo le hace ver claramente a Pedro que su vida progresará, pero hacia la debilidad propia de la decadencia temporal humana, pero con todo, le dijo dos veces, “Sígueme… tú sígueme” (Jn. 21:19,21). Y Pedro, de la mano del Señor que nos genera esperanza, le siguió fielmente hasta el mismo día de su muerte…