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Cuando el amor me rescató de la pornografía

Pocas cosas en este mundo son constantes. Incluso aquellas más constantes en nuestras vidas cambian continuamente. El sol que sale cada mañana con una fiabilidad aparente está muriendo poco a poco, y en algún momento se extinguirá. La luna que parece atraer fielmente a las mareas se aleja de nosotros casi cuatro centímetros cada año. Este mundo es un ambiente inhóspito a la inercia. Las cosas no se quedan igual. El proceder de este mundo es el cambio, la implacable ola de crecimiento y deterioro. Aun lo más estable en nuestras vidas está cambiando: Aquellos que amamos envejecen, las vigas de madera que sostienen nuestros hogares se deterioran, el suelo que pisamos camino a casa se erosiona, nosotros mismos nos debilitamos debido a que nuestro ADN se modifica y desintegra lentamente con el pasar de los años.

Sin embargo, existe algo en este planeta que desafía estas inclementes condiciones y repele la entropía de este mundo; constante, inquebrantable, duradero, continuo, estable, firme y permanente: Hesed. El amor de Dios. Hesed es la palabra hebrea en el Antiguo Testamento para describir el pacto de amor de Dios para con su pueblo. La palabra transmite la idea de un amor que no se puede destruir porque está arraigado en el pacto de Dios con nosotros, el cual es inquebrantable.

El amor de Dios es constante; no ha cambiado y jamás cambiará. Dios es el mismo ayer, hoy y siempre, y sorprendentemente, también lo es su amor por nosotros. La razón por la que tal estabilidad es posible es que este gran amor está fundamentado en el carácter y las obras de Dios, no en las nuestras. Es indeleble porque está firmemente establecido sobre su pacto con nosotros basado en la gracia. En un mundo violentamente fluctuante, hesed permanece. Permanece inmutable, firme, constante, verdadero.

Esta es la historia de cómo descubrí al incesante hesed en mi vida.

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El día de mi boda, mi padre fue quien ofició la ceremonia. Lo recuerdo sosteniendo el anillo de oro y diciendo: “Este es un símbolo de la eternidad; un círculo perfecto. Un círculo es infinito, interminable, eterno. Simboliza el amor de Dios por ustedes y el amor que están llamados a tener el uno por el otro”. Enseguida, citó: “El amor nunca deja de ser” (1 Cor. 13:8). Al momento en que le entregaba el anillo a mi novia, alcancé a ver la inscripción en su interior, y una referencia abreviada de la Escritura: Cantar de los Cantares 6:3, “Yo soy de mi amado y mi amado es mío”. Ella tomó el anillo y lo colocó en mi dedo. Después, por los siguientes cuatro años, me oculté de ella.

Esos años no fueron del todo malos, muchas cosas buenas sucedieron, muchos lindos recuerdos, pero siempre me estuve escondiendo. El secreto que escondía era que veía pornografía, tal y como lo hacía desde la infancia. Era este extraño rincón de mi vida que había resguardado tan bien que rara vez pensaba al respecto. Quizá era que lo llevaba oculto por tanto tiempo que hasta lo había escondido de mí mismo, o tal vez era que había mentido sobre esto demasiado que incluso me engañaba a mí mismo. Nunca me descubrieron. Nunca hablamos del tema. Ella nunca sospechó, y yo jamás consideré confesarlo.

Fue entonces que cierto domingo, cuatro años después de nuestra boda, nos encontrábamos sentados en la iglesia y empecé a sentirme incómodo. El predicador contaba la historia de la Biblia de un marido que peca contra su esposa. El esposo le confesaba su pecado, y ella respondía así: Yo soy de mi amado y mi amado es mío. El predicador señaló que su respuesta era la declaración de un pacto. La misma estructura de las declaraciones del pacto de Dios que se encuentran en otras partes de la Escritura: “Yo seré su Dios, y ustedes serán mi pueblo”. Punto. Sin condiciones. Sin cláusulas. Era la primera vez que escuchaba acerca de algo llamado “hesed”.

Un pacto de amor

Sentado ahí nervioso en la banca de la iglesia, me preguntaba, ¿Qué clase de amor es este, atado con tanta fuerza a este pacto, que no se puede romper? ¿Cómo es que no puede destruirse si una de las partes no lo cumple? Me empezaba a sentir más incómodo. Me sonrojé. Me movía en mi lugar, sudoroso. No existe amor que no pueda terminarse. No hay amor con el que yo mismo no pueda acabar. Oh, podría extinguirlo, así tan malo como soy, con las mentiras que he dicho, las cosas que he escondido, podría acabar con él. ¿Acaso no es este uno más de esos contratos que establece que “Te amaré si tú me amas”? El amor se parece a todo lo demás en este mundo en que también tiene condiciones. Pero este amor, este hesed, es un pacto que dice “Yo soy tuyo y tú eres mío…eternamente”. No existe ninguna cláusula que lo condicione. Oh, Dios mío, podría correr un millón de kilómetros y Tú me alcanzarías. Me mudé a casi 5,000 kilómetros para esconderme de ti, y aun así me encontraste. No puedo escapar de tu amor, o deshacerlo. A pesar de todo lo que he hecho todavía me amas. Tú me amas sin excepciones…por siempre. “El amor nunca deja de ser”.

Después del servicio, caminamos hacia un parque cercano y le confesé todo a mi esposa. Ese día, la misericordia de Dios —ese amor comprado con su sangre, sufrido e indestructible— me llevó al arrepentimiento. Y, sorprendentemente, ella me perdonó. Hasta este día, su respuesta es una de las más grandes representaciones de hesed de las que jamás haya sido testigo. Ella respondió con un pacto de amor.

Días después al terminar de lavarme las manos, levanté mi anillo de la repisa del fregadero para ponérmelo de nuevo y observé la inscripción. No la había mirado en años. Las palabras de mi padre hicieron eco en mi cabeza. El círculo de oro parecía describir perfectamente el pasaje grabado en su interior.

Yo soy de mi amado y mi amado es mío – Cantar de los Cantares 6:3


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Carolina López Ortiz.
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