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Cuando atravesamos un desierto –una crisis nacional, eclesial, familiar, o personal– solemos pensar que todo se trata de un ataque del enemigo, algo que no debería suceder y que no deberíamos aceptar.

Sin embargo, el peregrinaje de Israel después de su liberación de Egipto nos recuerda que los desiertos no son solo cuestiones del destino, temporadas de “mala suerte”, o artimañas diabólicas. Ellos pueden ser lugares de transformación usados por Dios para nuestro bien.

El propósito de Dios en el desierto

El libro del Éxodo es uno de los libros más importantes de toda la Escritura. Ahí vemos cómo el pueblo de Israel había sido liberado de Egipto con la esperanza de la tierra prometida, un lugar donde vivirían en abundancia y paz. Pero luego de cruzar milagrosamente el Mar Rojo y presenciar la destrucción del ejército egipcio, lo que Israel vio en el horizonte no fue la tierra prometida, ¡sino un desierto!

Aquella nación que marchaba con esperanza, ahora caminaba con hambre, fatiga, y frustración al no ver señal de la tierra que fluía leche y miel (Éx. 16:2-3).

¿Se había equivocado Dios? ¿Acaso su plan era sacarlos de Egipto para luego matarlos en el desierto? ¡No! El desierto no fue un accidente, ni un descuido de Dios para con Israel. Cuando Moisés recordó el Éxodo mientras instruía a las nuevas generaciones, él les dijo:

“Y te acordarás de todo el camino por donde el Señor tu Dios te ha traído por el desierto durante estos cuarenta años, para humillarte, probándote, a fin de saber lo que había en tu corazón…” (Dt. 8:2, cursivas añadidas).

El desierto y la ausencia de recursos traerían a la luz lo que había en el corazón de Israel y cuál era su nivel de compromiso con Dios (Ez. 20:5-8, 16). En palabras de Skip Heitzig: “Dios había sacado a su pueblo de Egipto, pero ahora necesitaba sacar a Egipto de su pueblo”.

La mayor necesidad que tiene el hombre en esta vida y en medio de los desiertos es una relación íntima con Dios.

Esto solo sería posible a través del desierto: un proceso largo y doloroso que va en contra de nuestra cultura y naturaleza por al menos dos razones. Primero, porque nadie quiere sufrir. Todos buscamos la superación y evitamos el dolor. Y segundo, porque todos perseguimos la satisfacción inmediata. Por ejemplo, cuando oramos no solo deseamos obtener lo que pedimos, sino que lo queremos ahora.

El relato de la creación nos enseña que toda la vida en el desierto no es el plan de Dios para la humanidad. Él creó a Adán y a Eva los puso en el jardín del Edén, un lugar maravilloso donde no encontramos referencia a un desierto o lugar de sequía. Sin embargo, “cuando Adán pecó, el pecado entró en el mundo. El pecado de Adán introdujo la muerte, de modo que la muerte se extendió a todos, porque todos pecaron” (Ro. 5:12 NTV). Ahora Dios, como Padre amoroso, busca que volvamos nuestros corazones hacia Él. Y eso fue lo que hizo con Israel en el desierto: escudriñar su corazón y disciplinarlo como un padre a su hijo (Dt. 8:5).

Así que Dios llevó a Israel al desierto de manera intencional por un tiempo. Todo era parte de su plan. “El te humilló [en el desierto], y te dejó tener hambre, y te alimentó con el maná que tú no conocías… para hacerte entender que el hombre no sólo vive de pan, sino que vive de todo lo que procede de la boca del Señor” (Dt. 8:3, cursivas añadidas).

El desierto es un lugar de transformación. No importa si tu desierto se llama desempleo, silencio, enfermedad, o muerte. Al salir de allí, tú serás una mejor o peor persona. Quizá resultes convirtiéndote en alguien más maduro en el Señor y más sensible a su voz… o posiblemente alguien más amargado, cínico, y desesperanzado. ¡Pero jamás saldrás igual!

Así que la pregunta clave es: ¿cómo salir victoriosos de los desiertos entendiendo la forma en que Dios puede usarlos? La respuesta está en la provisión de Dios para nosotros.

Nuestro pan en el desierto

Para Israel, la provisión de Dios fue el maná, una sustancia desconocida y extraña que aún muchos hoy quisieran entender. Se sugiere que el nombre que el pueblo le dio a este alimento viene de la expresión hebrea “man hu”, que quiere decir “¿qué es esto?” (Éx. 16:15).

Israel buscaba alimento físico, pero Dios quería una relación con ellos (Dt. 8:3). Por eso la provisión del maná era diaria, no semanal ni mensual. El Señor quería enseñarle a su pueblo —y a nosotros hoy— que más allá del alimento físico, la mayor necesidad que tiene el hombre en esta vida y en medio de los desiertos es una relación íntima con Él y en dependencia de Él.

El desierto es una buena oportunidad para profundizar en nuestra relación y comunión con Cristo.

En el desierto, donde toda fuente de seguridad y estabilidad desaparece, se hace evidente que necesitamos al Señor. Debemos conocer que Él es nuestro Dios. Por eso es importante recordar que el pueblo que murió en el desierto, no murió debido al hambre ni por lo duro de la prueba (Dt. 8:4), sino porque no creyeron en la Palabra de Dios (Nm. 32:13).

Ahora, cuando leemos el relato del Éxodo, particularmente en la provisión del maná, vemos que Moisés le declaró al pueblo: “Por la mañana verán la gloria del Señor…” (Éx. 16:7, énfasis añadido). ¡Al ver el maná, ellos verían la gloria de Dios! De manera que el maná apuntaba a Dios. Y como el mismo Jesús reveló más adelante, apuntaba a Él mismo:

Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca volverá a tener hambre; el que cree en mí no tendrá sed jamás. Pero ustedes no han creído en mí, a pesar de que me han visto”, Juan 6:35-36 (énfasis añadido).

Cuando camines por el desierto y te sientas al borde del colapso o la muerte, serás tentado a demandar señales de Dios para comprobar si existe y si no te ha olvidado. Serás tentado a murmurar contra Él y olvidar las maravillas que ha hecho en el pasado (Jn. 6:30). Pero Dios nos llama a remover de nuestras vidas la murmuración y el deseo de ver más señales milagrosas, para que podamos enfocar la mirada en la persona a quien apunta el maná: Jesucristo.

Es posible que en tu mente sepas que Jesús es el Pan de Vida, pero en la vida cristiana saber las cosas correctas acerca de Dios no es suficiente. La vida cristiana se trata más bien de conocerlo de manera personal y real. El desierto es una buena oportunidad para profundizar en nuestra relación y comunión con Cristo, pues Él es la verdadera y más grande provisión de Dios para sus hijos en medio del desierto. Solamente mira a Jesús y confía en Él.

¿Estás dispuesto a hacer esto en medio del desierto?

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