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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Dios salva pecadores: Una exposición bíblica a los 20 temas más importantes de la salvación de Dios (Poiema Publicaciones, 2016), por Oskar E. Arocha.

En Su encarnación, Cristo Jesús fue ordenado Sacerdote a favor de los hombres frente a Dios para presentar ofrenda y sacrificio por el pecado. Como Sacerdote, logró una labor que fue imposible para Moisés, Aarón y todos los demás: entró a la presencia de Dios para alcanzar el perdón de los pecados de Su pueblo. Desde entonces, después de haber obtenido con Su propia sangre eterna redención en el más perfecto tabernáculo (Su cuerpo), Jesús intercede hoy y siempre como nuestro eterno Sumo sacerdote (Heb 5:1-4; 9:11-13; Éx 32:30-35).

Jesús es el Sacerdote de Sinaí

Tal como con el Profeta-Mesías, la temática central del sacerdocio se desarrolló en Sinaí, pero no en el «día de la asamblea», sino cuando Moisés subió al monte y bajó con dos tablas de piedra sobre las que Dios escribió los Diez Mandamientos (Éx 32:15-16; 34:28). La narrativa de Éxodo 32 al 34 es clave, porque está ubicada estratégicamente entre las direcciones para instituir el tabernáculo (Éx 25 – 31) y la construcción del mismo (Éx 35 – 40). De esa forma, Moisés indica que lo narrado en Éxodo 32 al 34 describe la ocasión, contexto y propósito del tabernáculo.

¿Qué pasó allí? Cuando Moisés subió al monte, dejó al pueblo a cargo de Aarón y de los líderes ancianos (Éx 24:11-18), pero todos cometieron el terrible pecado de la idolatría (Éx 32:1-6). A causa del pecado, el Señor se propuso destruirlos a todos (Éx 32:7-10), pero Moisés intercedió ante Dios a fin de que, por amor a la gloria de Su nombre y de Sus promesas, desistiera de la destrucción. El Señor aceptó (Éx 32:11-14). Luego Moisés descendió, y cuando vio al pueblo en idolatría desenfrenada, quebró las tablas de piedra y castigó al pueblo (Éx 32:15-19).

A pesar del castigo, otros continuaban fuera de control (Éx 32:25). Moisés se vio obligado a pronunciar un llamado de lealtad a Dios para así detener el desenfreno. Se puso en pie a la puerta del campamento y dijo: «¡El que esté por el Señor, venga a mí!» (Éx 32:25-26). Fue sorprendente el silencio de los ancianos a este llamado, y solo los levitas se levantaron y respondieron al llamado matando a espada hasta que el desenfreno terminara. Más de tres mil hombres murieron. Ese día el Señor Dios los bendijo y fueron consagrados a precio de sangre como sacerdotes al servicio de Dios (Éx 32:27-29).

Después de cesar la idolatría, Moisés subió una vez más a Dios y oró. Intercedió pidiendo un perdón condicionado a favor del pecado del pueblo diciendo: «Este pueblo ha cometido un gran pecado […] perdona su pecado, pero si no, bórrame del libro» (Éx 32:31-33). El Señor rechazó la petición (Éx 32:33), les hirió con una plaga (Éx 32:34-35) y declaró a Moisés: «Anda, sube tú y el pueblo […] y enviaré un ángel delante de ti […] pero Yo no subiré en medio de ti, Israel, no sea que te destruya» (Éx 33:1-3). Esa fue la peor de las noticias, y el pueblo se entristeció (Éx 33:4-6).

Por esa causa, Moisés subió de nuevo a la presencia de Dios e hizo intercesión por el pueblo, pidiendo al Señor que Su favor estuviese con el pueblo, así como había estado con él, y que cambiara de parecer para que Su presencia estuviera con ellos (Éx 33:12-17). En respuesta, el Señor aceptó estar en medio del pueblo por Moisés (no por el pueblo) y dijo: «Tendré misericordia del que tendré misericordia, y tendré compasión del que tendré compasión» (Éx 33:19). Ante esto, Moisés hizo una plegaria final al Señor: «Por favor, si he hallado gracia delante de Ti, Señor, por favor Señor, ve en medio nuestro, aunque este pueblo sea de dura cerviz; y perdona nuestro pecado» (Éx 34:9).

A esta petición, Dios aceptó diciendo: «He aquí, Yo voy a hacer un pacto delante de todo tu pueblo» (Éx 34:10a). Por tanto, mediante la intercesión de Moisés y por la gracia divina, el Señor confirmó Su decisión de habitar en medio del pueblo dándole una vez más los diez mandamientos y estableciendo el tabernáculo como aquel medio divino para que el Santo Dios repartiera Su amor en medio de un pueblo incrédulo de dura cerviz. También Moisés testificó de la intención de Dios poniendo un velo sobre su brillante rostro para que el pueblo no fijara su vista en aquello que se habría de desvanecer (Éx 34:29-35; 2Co 3:12-13).

De esa forma, lo que inicialmente pretendía ser un encuentro personal con Dios terminó siendo un encuentro mediado por un altar, un tabernáculo y un conjunto de sacerdotes (Éx 19:4-6).

Jesús es el sacerdote del nuevo pacto

La narrativa cuenta que tan pronto Dios aceptó y estableció normas para habitar en medio de un pueblo duro de corazón, Él mismo les estaba mostrando a Moisés y al pueblo que el tabernáculo, el sacerdocio de la tribu de Leví y el pacto en Horeb eran temporales, eran pasajeros. El pacto, el tabernáculo, el sacerdocio levítico, los sacrificios y las ofrendas fueron instituidos de manera temporal hasta la llegada de un nuevo pacto, con un nuevo tabernáculo, un nuevo linaje sacerdotal y con un Cordero sacrificial inmolado que realmente redimiera con Su sangre para Dios un reino de sacerdotes (cp. Ap 5:9-10).

Esa futura esperanza fue descrita por Moisés en sus últimos días de vida cuando habló de un pacto «además del pacto que Él [Dios] había hecho con ellos en Horeb» (Dt 29:1-4). La diferencia distintiva sería que aún Dios no les había dado en Horeb un «corazón para entender».

Un día, cuando el Señor hiciera «volver de la cautividad», «el Señor circuncidaría» el corazón para que lo amaran (Dt 30:1-6). En palabras del profeta Jeremías, que escribió de un futuro nuevo pacto, encontramos la misma relación entre lo sucedido en Sinaí y la futura promesa. El profeta habló de días venideros, después de la cautividad («Restauraré su bienestar», Jr 31:23), de un nuevo pacto que sería «no como el pacto que hizo con sus padres», sino un pacto en que Dios se comprometía a obrar en sus «corazones» y «perdonar su maldad» (Jr 31:23-34).

También el Rey David, conociendo que la perfección no vendría por medio del sacerdocio levítico, profetizó de un nuevo Sacerdote, Dios y Rey (Sal 110:1, 4).

Finalmente, años después de la muerte y resurrección de Cristo, el autor de Hebreos recordó que tal Sacerdote «vino a ser fuente de eterna salvación», que fue «fiador de un mejor pacto», que, «[como] permanece para siempre, es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y exaltado más allá de los cielos» (Heb 5:5-10; 7:1-28).

El Sacerdote prometido es nuestro Sumo sacerdote para siempre y Su nombre es Cristo Jesús, el Señor.


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