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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Dios salva pecadores: Una exposición bíblica a los 20 temas más importantes de la salvación de Dios (Poiema Publicaciones, 2016), por Oskar E. Arocha.

El fundamento de la temática Profeta-Mesías en la Biblia se desarrolló en Sinaí, aquella montaña de Dios donde acampó el pueblo el primer día del tercer mes después de la salida de Egipto. Allí el Señor desplegó ante el pueblo grandes maravillas e hizo con ellos un pacto temporal conocido como el antiguo pacto. Las primeras palabras del pacto prometían un «reino de sacerdotes y una nación santa» (Éx 19:5-6), pero terminó siendo para Israel un reino con sacerdotes y una nación incrédula con una constante necesidad de purificación.

Jesucristo es el Profeta prometido en Sinaí

¿Qué pasó? Sinaí fue diseñado por Dios como un lugar de adoración, porque le dijo a Moisés: «Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, adorarán a Dios en este monte» (Éx 3:12). La intención de Dios en ese lugar era exaltar Su majestad y revelar a plena luz del día el corazón de la humanidad delante de Él. En otras palabras, la narrativa de Sinaí debe ser entendida en el contexto de que el Señor revela a Israel Su persona, carácter y promesas, y también de que es descubierta la conducta espiritual de Israel, que resultó como reacción a esa revelación.

El pueblo llegó a Sinaí y allí Dios les reveló Su pacto. Fue un pacto fundamentado en la gracia, que demandaba lealtad y señalaba un glorioso propósito final para Israel (Éx 19:4-6). El pueblo aceptó las palabras (Éx 19:7-8) y allí el Señor probó sus corazones (Éx 19:9; 20:20).

Por medio de Moisés, el Señor ordenó al pueblo que se consagrara y se alistara porque al tercer día descendería a la vista de todo el pueblo, y cuando sonara «largamente la bocina», ellos debían «subir al monte, al encuentro con Dios» (Éx 19:10-13, 17). Pero los israelitas no pusieron su confianza en Dios ni en la promesa de Su pacto, y «no subieron» (Dt 5:5). El pueblo se quedó «al pie del monte»; no se acercaron a adorarlo, sino que se quedaron a «distancia» (Éx 19:17; 20:18-21). La relación espiritual entre el pueblo y Dios era eso: una «relación a distancia».

Sus corazones fueron expuestos y hasta reconocieron que no estaban aptos para acercarse a Dios en tal condición espiritual. Por esa razón, pidieron al Señor y Él aceptó reconfigurar el pacto para que no murieran (Éx 20:18-21; Dt 5:21-29). Entonces, allí les dio leyes, un sacerdocio y un tabernáculo, a fin de que pudieran adorar «a distancia» hasta que llegara el cumplimiento del Profeta prometido como Moisés (Éx 20:18-21; Dt 18:15-19). El Profeta prometido alcanzaría todo aquello que fue inalcanzable para el pueblo, aun para Moisés como mediador. Así, al final, por medio del Profeta-Mesías, el pueblo sería para Dios un reino de sacerdotes y una nación santa.

La evidencia mesiánica más clara está detallada en Deuteronomio 18:15-18.7 Mientras el enfoque central de Éxodo 20:18-21 y Deuteronomio 5:23-27 apuntan a la realidad de que el pueblo no estaba apto para acercarse a Dios, Deuteronomio 18 se concentra en el oficio del Profeta mediador que el pueblo necesitaba. Allí Moisés recuerda al pueblo que la promesa del futuro Profeta mediador como Moisés fue «conforme a todo lo que pidieron al Señor en Horeb el día de la asamblea» (Dt 18:16). Pero ¿por qué esperar por otro como Moisés si Moisés estaba disponible? Porque aunque Moisés había sido fiel por cuarenta años (Nm 12:6-8), nada pudo lograr para alcanzar el perdón de los pecados del pueblo (Éx 32:30-35), sino todo lo contrario. Al final, hasta el mismo Moisés se contaminó con la incredulidad del pueblo (Nm 20:1-12; Dt 3:26).

Jesucristo es el Profeta señalado en el Antiguo Testamento

¿Quién sería el futuro Profeta prometido? El mismo Pentateuco presenta que este profeta sería tal como Moisés, pero en términos exclusivamente escatológicos y mesiánicos (Dt 34:10; cp. Hch 3:20-23; 7:37-38). Sería un profeta como Moisés, pero mucho mayor. Sería el Mesías prometido.

La narrativa de más de cuarenta años en el desierto obliga a considerar que la necesidad en Horeb estaba más allá de Moisés, y que tal Profeta prometido tendría que alcanzar todo lo que fue inalcanzable para Moisés. Sería alguien que no solamente pudiera acercarse a Dios y llevara un mensaje al pueblo, sino alguien que no pudiera ser corrompido por el pueblo, que pudiera cargar el pecado del pueblo sobre Sí (Éx 19:4) y darles un nuevo corazón para acercarse al Señor en adoración.

Según Moisés, solamente una persona podía lograr esa obra monumental: el Señor mismo. La respuesta está expresada al final del Pentateuco (Dt 29:2-4: 30:6).

¿Pudiera ser que el profeta mesiánico haría las obras justas que solamente son atribuídas al Señor Dios? Y considerando que sería un profeta «de tus hermanos» (Dt 18:15), ¿sería la misma persona que Dios prometió a los patriarcas, en quien serían «benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 22:17-18; 26:4)? ¿Sería el hijo de Eva, el destructor de la serpiente y el conquistador de la muerte (Gn 3:15)? ¿Sería aquel Rey de la tribu de Judá de quien profetizó Jacob (Gn 49:10)? ¿Sería aquel glorioso Rey de Israel de quien profetizó Balaam diciendo: «Su reino será exaltado» (Nm 24:7, 14-19)? ¡Sí, el profeta mayor que Moisés es el Mesías, Cristo el Señor!

Jesucristo es el Profeta confirmado en el Nuevo Testamento

En aquel memorable sermón justo debajo del Pórtico de Salomón, el apóstol Pedro dejó una respuesta contundente sobre Jesús como el prometido Profeta-Mesías (Hch 3:20-26).

Jesús vino al mundo como el supremo Profeta esperado para lograr aquello que Moisés, el más grande de los profetas, no pudo lograr. Vino de parte de Dios y guió al pueblo especial de Dios a ser una nación de santos adoradores. En Cristo creyeron los antiguos y fueron aprobados. Los patriarcas le juraron eterna alianza y fueron aceptados. Los padres confiaron en Él y les fue contado por justicia (Heb 11:1-6).


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