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¿Qué es lo que más deseas?

Sé honesto.

¿Estabilidad económica? ¿Hijos obedientes? ¿Casarte? Todas estas son cosas buenas; desearlas no tiene nada de malo. Sin embargo, ninguna de ellas debe ser lo que más deseas. En lo profundo del corazón de cada cristiano genuino arde un anhelo mayor que cualquier otro: el deseo de agradar a Dios; el deseo de santidad.

“Dios ha implantado bien profundo una pasión por la santidad en el corazón de cada nacido de nuevo. Santidad, que significa estar cerca de Dios, entregado a Él, agradarle, es algo que los creyentes quieren más que cualquier otra cosa en este mundo” (p. 140).

Quizá esta idea nos parezca cierta en teoría, pero no muy razonable para nuestras vidas llenas de tantas ocupaciones. Sí, claro, queremos agradar a Dios, pero hay tantas cosas importantes en las que concentrarnos… cosas muy serias como enfermedades, problemas maritales, los hijos, o el trabajo. ¿Será realmente posible que la santidad sea el deseo más grande de un cristiano?

Santos y felices

El problema suele ser que tenemos una percepción distorsionada de la santidad. Nos imaginamos a algún monje alejado de todo y todos, privándose de los placeres más sencillos de la vida. Pensamos en alguien que se niega todo lo que lo hace feliz y vive de rodillas en algún cuarto oscuro.

No podríamos estar más equivocados.

En Caminar en sintonía con el Espíritu, J. I. Packer nos advierte que “debemos rechazar la idea de santidad como la exigencia de negarse a hacer lo que uno más quiere porque es una mala interpretación de la mente no regenerada” (p. 158).

Si has nacido de nuevo, Dios te ha dado un nuevo corazón con nuevos deseos. Lo que te hacía feliz antes ya no te hace feliz ahora. En Cristo has descubierto que lo único que puede darte gozo verdadero está en Dios y fluye de Dios.

Y hacia eso corremos. Buscamos la santidad con gozo porque en Dios está todo lo bueno que nuestra alma necesita y desea. En medio de las ocupaciones triviales de nuestras vidas podemos levantar la mirada al Señor y encontrar maneras de agradarle. En la abundancia o en el dolor, el creyente desea por sobre todo tener comunión con el Dios tres veces santo.

Santos siendo santificados

Los cristianos sabemos que, aunque por la justicia perfecta Cristo ya somos llamados santos, Dios sigue trabajando en nosotros cada día de esta vida. Él lo hace por gracia, usando nuestros esfuerzos para mortificar el pecado y crecer a la imagen de Jesús a través de las disciplinas espirituales.

“La santidad es un regalo de Dios y lo que Él ordena; deberíamos por tanto orar pidiéndola y buscar practicarla cada día de nuestra vida” (p.141).

Cada día procuramos esa santidad sin la que nadie verá a Dios (Heb. 12:14), sabiendo que el que ya empezó la obra en nosotros la terminará hasta el final. No perseguimos la santidad con afán, sino con un corazón agradecido y confiado en que, de principio a fin, el Señor nos sostendrá.

“La santidad del creyente es una cuestión de aprender a ser en la acción lo que ya es en el corazón. […] La santidad es la naturalidad de la persona espiritualmente resucitada, del mismo modo que el pecado es la naturalidad de la persona espiritualmente muerta” (p. 157).

Con todo, entre más contemplamos la santidad de Dios, más nos damos cuenta de nuestro pecado. Conforme nuestra fe va madurando, Dios nos permite ver más claramente Su gloria y nuestra bajeza.

“El pueblo santo de Dios no se gloría en su santidad sino en la cruz de Cristo; porque el más santo de los santos no es más que un pecador justificado y nunca se ve de otra forma” (p. 155).

En esta vida, los cristianos nunca sentiremos que “lo hemos logrado”. La santidad seguirá siendo nuestro más grande deseo hasta el fin. Y cuando estemos con Dios en gloria y nuestro deseo se vea cumplido a plenitud, seremos completamente llenos de gozo y cantaremos alabanzas por siempre al que es santo, santo, santo; a Aquel que nos ha hecho santos también.

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