Tengo una confesión que hacer. De vez en cuando, me encuentro pensando: ¿Por qué Dios no pudo simplemente arrebatarme en el instante en que llegué a la fe?
Sé que hay hermanos y hermanas fieles en Cristo que van por la vida con aparente facilidad, haciendo que todo parezca muy sencillo, y los quiero entrañablemente por ello. Pero por mi parte, la parte más difícil de ser cristiano es vivir como cristiano en el contexto de este mundo caído.
Desde el momento de la conversión, cuando Dios quita las escamas de nuestros ojos y vemos el mundo tal como es, caído, nuestra esperanza deja de estar ligada a las cosas mundanas y se ancla en nuestra recompensa eterna. Hemos sido salvados, hemos sido justificados por la fe, anhelamos la eternidad. Sin embargo, aquí estamos con nuestros cuerpos mortales y débiles en este mundo caído, lleno de vecinos enojados, jefes mezquinos y políticos corruptos. ¿Cuál es el propósito de prolongar nuestra vida más allá del punto de la conversión?
Creo que la clave para responder a esa pregunta se halla en el diseño de Dios para la salvación, que se manifiesta mediante la justificación y la santificación.
Justificación y santificación
Si vamos a examinar con honestidad el diseño de Dios para la salvación, comencemos por admitir que, como cristianos, todos somos grandes admiradores de la justificación. Todos aceptamos la justificación sin reservas, sin objeciones ni quejas. Pero la santificación… bueno, ahí es cuando muchos empezamos a sentirnos algo incómodos, y quizás incluso a ponernos un poco a la defensiva.
Durante sus sermones, mi pastor, quien actualmente está jubilado, solía invitar a los no cristianos presentes a observarnos, a ver cómo los cristianos vivimos de manera diferente. Siempre me encogía un poco en mi banco, me sentía algo avergonzado y oraba: Por favor, Señor, no dejes que miren demasiado cerca.
Nos cuesta pensar en nosotros mismos como «santos fieles»; nos sentimos más cómodos con el apelativo de «pecador quebrantado redimido por gracia»
Creo que la mayoría nos inquietamos ante la idea de que se observe nuestra fidelidad porque nos cuesta pensar en nosotros mismos como «santos fieles»; más bien nos sentimos más cómodos con el apelativo de «pecador quebrantado redimido por gracia».
En nuestra forma de identificarnos, solemos inclinarnos más hacia la salvación por justificación que hacia la salvación por santificación. Esto a menudo refleja cómo nos relacionamos con Cristo: ¿Es Él nuestro Salvador o nuestro Señor? Por supuesto, la respuesta correcta es ambos, pero ¿vivimos realmente de esa manera?
La reconciliación y el ministerio de la reconciliación
En su segunda carta a la iglesia en Corinto, Pablo escribe: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas. Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió con Él mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5:17-18).
La forma en que Pablo describe la salvación presenta a los cristianos como receptores de un doble don: la reconciliación y el ministerio de la reconciliación. ¡Deberíamos recibir y atesorar ambos dones de gracia con igual entusiasmo!
Has sido reconciliado. ¡Felicidades! Ahora formas parte del ministerio de la reconciliación.
Pablo continúa explicando en qué consiste este ministerio: «Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros» (2 Co 5:20).
¡No se puede subestimar la importancia del ruego mismo de Dios al mundo! Hemos sido adoptados en el propio reino de Dios y ahora somos representantes de este poder extranjero, para dirigir a otros hacia Aquel a quien seguimos. En medio de la sequía espiritual, nos corresponde señalar a este árido desierto espiritual hacia la fuente de agua viva, como embajadores de Cristo.
Embajadores de Cristo
Mi formación profesional es en mercadeo, así que, cuando prediqué recientemente un sermón sobre este pasaje, intenté comparar el llamado a ser embajador de Cristo con la función de un embajador de marca en el ámbito de la mercadotecnia. La congregación reaccionó con un quejido audible ante este término, y entiendo por qué. Los embajadores de marca suelen ser insinceros y, a menudo, sus campañas resultan contraproducentes.
Hertz, la compañía de alquiler de autos, por ejemplo, experimentó este efecto contraproducente a mediados de los años noventa con su embajador de marca, O. J. Simpson (tras ser acusado de asesinato). Algo similar sucedió con Adidas y Kanye West (por comentarios ofensivos) y con Nike y Tiger Woods (debido a escándalos personales).
Pero la comparación que yo intentaba establecer era con el único tipo de embajadores de marca que realmente funcionan: aquellos a los que no tienes que pagarles porque aman tu producto de forma tan genuina que lo promocionan espontáneamente. Esos realmente existen.
Piensa en Harley Davidson. ¿Cómo sabes que alguien es un fanático de Harley? Es bastante fácil: porque cada prenda de vestir que posee lleva el logo, porque literalmente llevan el logo de Harley tatuado en el brazo y, simplemente, porque a menudo es el típico hombre corpulento, barbudo y de mediana edad que se pasa el día entero hablando de su Harley.
Eso se acerca mucho más a lo que Pablo se refiere. Eso está mucho más en sintonía con el tipo de embajador que estamos llamados a ser. Todo en nosotros debería proclamar a voces de quién somos embajadores: todo lo que hacemos, dondequiera que vamos y todo lo que vemos, leemos y aquello de lo que hablamos. Dios y Su gloriosa obra de reconciliación exigen un poco más que una camiseta.
Si somos embajadores de Cristo, entonces nos corresponde ofrecerle a este mundo un atisbo de Su reino
Si somos embajadores de Cristo, Sus emisarios, entonces nos corresponde ofrecerle a este mundo un atisbo de Su reino, siguiendo el ejemplo de nuestro Señor.
Jesús es el modelo para nuestra vida; este modelo está delineado para nosotros en la Biblia. Y cuando leemos nuestra Biblia, leemos que Jesús pasaba tiempo en la Palabra y tiempo en oración, y que enseñaba, sanaba, limpiaba, daba, alimentaba, se dolía, consolaba, servía y amaba. Durante Su ministerio terrenal, Jesús encarnó una imagen del cielo en la forma en que vivió para hablarle al mundo del reino de Dios.
El propósito de la santificación
Allí radica el propósito de la santificación. La razón por la que no somos arrebatados en el instante en que llegamos a la fe es que, si ese fuera el caso, ¿quién hablaría de Su reino?
La santificación es el llamado que Jesús, nuestro Señor, pone sobre nuestra vida para permitir que el Espíritu de Dios, que está obrando en nosotros, erradique cualquier cosa que señale que nuestra lealtad no es 100 % a Cristo. El Espíritu Santo nos ayuda a erradicar cualquier cosa que pueda sembrar la semilla de la duda en la mente del mundo sobre si somos algo distinto a un embajador de Cristo. Lo que es aún más importante, puesto que el embajador no tiene autoridad para alterar el mensaje de aquel a quien representa, debemos huir de cualquier cosa que pueda indicar que Cristo —quien es nuestro Señor— es diferente a lo que la Biblia dice que Él es: es decir, la pura justicia de Dios.
Este es el proceso mediante el cual nuestro rol como embajadores de Cristo influye cada vez más en los aspectos de nuestra vida a través del poder transformador del Espíritu de Dios que mora en nosotros.
A menudo hablamos del poder del evangelio, ¿y a qué nos referimos con eso? Decimos que el evangelio es más poderoso que nuestro pecado. Amén, es el poder de la gracia para perdonarnos nuestras transgresiones. Pero no debemos detenernos ahí. No debemos limitar el poder del evangelio al poder para perdonar pecados. No solo es restaurador, es transformador.
Sí, es el poder para perdonar, ¡no estoy disminuyendo eso! Eso es justificación. De objeto de la ira, a hijo de la gracia. ¡Pero el poder del evangelio es también el poder para transformar! No solo es más poderoso que nuestro pecado, es más poderoso que nuestro estado pecaminoso, es lo suficientemente poderoso como para cambiarnos de pecaminosos a santos. De un grado de gloria a otro.
Cuando pasamos tiempo en nuestras biblias cada día, cuando pasamos tiempo en oración cada día y cuando nos rodeamos de hermanos y hermanas en Cristo en el contexto de una iglesia local, entonces el Espíritu Santo nos convencerá de los cambios que debemos hacer. Sentiremos un deseo creciente de crecer en ciertas áreas, y veremos cómo aflojamos nuestro control sobre las cosas que, a través de la lente de la carne, antes eran muy importantes y agradables; esos deseos se irán apagando con el tiempo y las cosas que más deseamos y de las que obtenemos mayor placer serán, cada vez más, las mismas cosas que son agradables a Dios.
Más y más detalles de quiénes somos, más y más características y rasgos que componen nuestra identidad, son dirigidos y reasignados a la misión que se nos ha encomendado: ser embajadores de Cristo, y este proceso continuará hasta que seamos la encarnación de nuestro mensaje, hasta que encarnemos el evangelio con nuestra propia vida. Seguiremos siendo transformados por el Espíritu de Dios de adentro hacia afuera en la misma justicia de Dios.
¡No te acomodes en tu asiento! Permite que el mundo te vea dondequiera que estés en el proceso de santificación.
Sabemos que la santificación no es inmediata. La justificación sucede de una vez y para siempre, pero la santificación ocurre día a día, hora a hora, año tras año.
No pierdas el ánimo, la santificación llegará a completarse. Su finalización no está menos asegurada que cualquiera de las promesas de Dios, porque esta promesa de santificación está garantizada por tu justificación.