La poca asistencia a los servicios de oración en nuestras congregaciones tristemente demuestra la frialdad espiritual de muchos cristianos. Y así, en la introducción, me atrevo a afirmar esto: el que los creyentes pierdan la pasión por los tiempos de oración como congregación es resultado del engaño de Satanás, quien tiene la meta de destruir la obra de Dios en el creyente, aunque sabemos que eso es imposible.
Al saber de qué tratan verdaderamente nuestras reuniones de oración, en el plano espiritual, deberíamos tener una actitud mucho mejor en esas reuniones. Más que faltar, anhelaríamos estar ahí.
Déjame darte algunas razones por las que amo ir a las reuniones de oración de mi iglesia. Con ellas, espero estimularte a hacer un compromiso de fe y obediencia a nuestro Dios, y a la vez a la comunidad a la que perteneces. Si la Iglesia en Hechos se caracterizaba por la oración (2:1; 3:1; 4:24; 8:15; etc.), nosotros también necesitamos hacerlo.
1. Hablo con mi Padre celestial junto a mis hermanos.
Sí, lo sé. Puedo hablar con mi Padre celestial desde mi casa. Pero Dios ha destinado que al reunirnos como iglesia, juntos como cuerpo, hablemos a nuestro Padre celestial.
Podía tener una conversación con mi papá a solas en algún momento. Y eso era importante y bueno. Sin embargo, había algo distinto cuando nos sentábamos en la mesa toda la familia y hablábamos con él de las experiencias del día, los nuevos retos, y los temores o debilidades con las que luchábamos. La armonía que se generaba, la empatía al escuchar las luchas de algunos, y el gozo que resultaba en esa dinámica, eran beneficios que sin dudas hacían crecer la comunión entre la familia.
De igual manera, el reunirnos como hermanos en Cristo para orar a nuestro Padre es un tiempo que espero con ansias. Saber que puedo hablar con mi Padre en un contexto en el que “mi Padre” se hace “nuestro Padre” genera en mí una necesidad urgente de estar ahí en esa reunión de oración. Mis hermanos en Cristo le dan un toque diferente a mi tiempo con Dios. Como cuerpo, disfrutamos de la misma comunión y mostramos el amor de Dios entre nosotros.
Podía tener una conversación con mi papá a solas en algún momento. Sin embargo, había algo distinto cuando nos sentábamos en la mesa toda la familia y hablábamos con él de las experiencias del día.
Además, es interesante notar que Dios llama a su templo, no como casa de predicación o de hermandad, sino como casa de oración, mostrando así su deseo de relacionarse con su pueblo. Por medio del profeta Isaías, Dios dijo:
“Yo los traeré a Mi santo monte,
Y los alegraré en Mi casa de oración.
Sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptados sobre Mi altar;
Porque Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Is.56:7).
2. Mi vida espiritual es fortalecida.
Lo he vivido una y otra vez: llegar a mitad de semana a la reunión de oración cargado por los afanes de la vida y las pruebas por las que atravieso. Lidiando con la incredulidad y los temores. Luchando con mis propios pecados.
Sin embargo, por medio de la comunión con los hermanos en oración, el Espíritu Santo revitaliza mi alma. He podido sentir la plenitud que el Señor trae por medio de su palabra leída, explicada, y orada en medio de tiempos largos y cortos de oración con otros hermanos. Mi ser interior cobra ánimo y recibe fuerzas para seguir en la batalla de la fe.
El Señor ha prometido su apoyo y endoso a la oración corporativa. Lo vemos en Mateo, mientras Cristo habla a sus discípulos del proceso a seguir cuando deban aplicar disciplina en la iglesia. El evangelista cita al Maestro:
“Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. (Mat. 18:19-20).
Jesús asegura respuesta a la oración de la iglesia reunida en armonía, y confirma su presencia entre dicho grupo de creyentes. ¡Cuán alentador es saber que el Dios trascendente se ha hecho cercano! Isaías confirma esto al decir dice:
“Porque así dice el Alto y Sublime
Que vive para siempre, cuyo nombre es Santo:
‘Yo habito en lo alto y santo,
Y también con el contrito y humilde de espíritu,
Para vivificar el espíritu de los humildes
Y para vivificar el corazón de los contritos’” (Is. 57:15).
El salmista también nos recuerda: “El Señor está cerca de todos los que Lo invocan, De todos los que Lo invocan en verdad” (Sal. 145:18). Esto fortalece nuestros corazones en Él.
3. Sensibiliza mi alma y confronta mi orgullo.
Al escuchar las peticiones de oración de otros hermanos en la fe acerca de sus necesidades, tentaciones y pruebas, amarguras y ansiedades, y luchas con sus familias, hijos, trabajos… mi corazón se sensibiliza. Me mueve a la compasión, pues puedo palpar y sentir más cercano el dolor que atraviesan.
Como Santiago nos habla, somos llamados a orar los unos por los otros:
“¿Sufre alguien entre ustedes? Que haga oración. ¿Está alguien alegre? Que cante alabanzas. ¿Está alguien entre ustedes enfermo? Que llame a los ancianos de la iglesia y que ellos oren por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor. La oración de fe restaurará al enfermo, y el Señor lo levantará. Si ha cometido pecados le serán perdonados. Por tanto, confiésense sus pecados unos a otros, y oren unos por otros para que sean sanados. La oración eficaz del justo puede lograr mucho” (Sant. 5:13-16, énfasis añadido).
Mi alma es beneficiada al estar en una reunión donde buscamos obedecer este mandato de orar los unos por nosotros, no solo porque soy más empático con quienes sufren, sino también porque mis propias luchas cobran un brillo distinto. Ya no parecen ser las pruebas más difíciles. Dejan de lucir como las más prolongadas. Ahora, puedo ver mis problemas mucho más pequeños de lo que creía. Dios usa la confesión y solicitudes de peticiones de oración de mis demás hermanos para ministrar mi alma. Soy, por un lado, sensibilizado por el dolor de los demás, y por el otro, veo mi orgullo enflaquecer al ver las tribulaciones que atraviesan mis hermanos. Bendito sea Dios.
Al escuchar las peticiones de oración de otros hermanos en la fe mi corazón se sensibiliza.
¡Vayamos a la reunión de oración!
Es triste decirlo, pero creo una razón por la que no amamos las reuniones de oración es porque no confiamos tanto en Dios como deberíamos. Dudamos que sea capaz de hacer lo que dice que puede hacer. O siquiera de que escucha oraciones que no sean tan hermosas como las de Daniel o de personas tan piadosas como Nehemías. Y eso debe ser doloroso para nosotros, y debe llevarnos a la autoevaluación.
La realidad es que Dios no cambia. Él es el mismo ayer, y hoy y por siempre (Heb. 13:8). Su poder no ha cambiado, su sabiduría no ha cambiado, su fuente de provisión no ha variado. Nosotros sí podemos cambiar. Podemos perder nuestra confianza. Somos capaces de alejarnos de Él llenos de temores e incredulidad, sin siquiera dirigirle la palabra. Sin embargo, podemos arrepentirnos.
El evangelio nos muestra nuestro pecado, pero también el camino de regreso. ¡Volvamos nuestra vista hacia Él! Levantemos nuestra fe en el Dios que responde y nos da acceso a Él por medio de Cristo en oración. Por alguna razón, Dios ha determinado, en su manejo soberano del mundo y los acontecimientos de la vida, que la oración juegue un papel y manda que oremos.
El Dios que lo controla y conoce todo, ha decidido según su soberana voluntad que sus hijos sean incluidos en la extensión y administración de su reino. Por eso el pastor John MacArthur ha dicho que “las oraciones son los nervios que mueven los músculos de la omnipotencia”. Si queremos ver a Dios moverse en medio nuestro, debemos orar en comunidad.
“Perseveren en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Col. 4:2).