Isaías 17 – 23 y 1 Corintios 8 – 9
“‘Pero quedarán en él rebuscos como cuando se varea el olivo: Dos o tres aceitunas en la rama más alta, cuatro o cinco en las ramas de un árbol fructífero’, declara el Señor, Dios de Israel. En aquel día el hombre tendrá en estima a su Hacedor, y sus ojos mirarán al Santo de Israel. No tendrá en estima los altares, obra de sus manos, ni mirará a lo que sus dedos hicieron: las aseras y los altares de incienso”
(Isaías 17:6-8).
Recuerdo como si fuera ayer cuando Charlton Heston, el célebre actor que caracterizó a Moisés en la recordada película Los diez mandamientos, emitió años atrás un comunicado de prensa en donde señaló que los doctores le diagnosticaron el mal de Alzheimer, algunos años antes de su muerte. Esta es una enfermedad neurológica que destruye las células del cerebro y causa la pérdida de la memoria. Los pacientes que la sufren requieren de permanente cuidado y pueden vivir hasta diez años después del primer diagnóstico.
Heston, con mucha valentía, dijo en el comunicado: “Yo he querido preparar ahora unas pocas palabras para ustedes porque, cuando el tiempo pase, yo ya no lo podré hacer… Si sus nombres suenan mal cuando traté de pronunciarlos, ustedes sabrán por qué. Y si yo les contara una historia graciosa por una segunda vez, por favor, ríanse de todos modos”. Sus palabras demostraban el estoicismo con que este hombre enfrentó su propia vulnerabilidad, y también su entereza para no dejarse vencer por la adversidad.
Sin embargo, lo recuerdo bien por otra noticia que apareció ese mismo día. Otro personaje relacionado con la industria cinematográfica hizo otro anuncio en la prensa. Aunque muchos de sus guiones se convirtieron en grandes películas, su nombre no era muy conocido. Joe Eszterhas, escritor cinematográfico, anunció que padecía de cáncer en la garganta y se disculpó por haber mostrado el tabaquismo como algo deseable en sus películas.
Él dijo: “Mis manos están sangrientas; lo mismo las manos de Hollywood… en toda la película (refiriéndose a una de sus películas famosas), en las más controversiales y más famosas escenas, siempre hubo un cigarro en la mano… Yo he gastado mucho del año pasado luchando con el cáncer. He estado viendo a gente sufrir por respirar mientras un aparato limpiaba sus tráqueas. Me he visto a mí mismo jadeando horriblemente, incapaz de poder respirar… He sido un cómplice de las muertes de seres humanos. Estoy admitiendo esto solo porque he hecho un trato con Dios. ‘No me castigues’, le he dicho, ‘y yo trataré de parar a otros para que no cometan los mismos crímenes que yo’”.
En los dos casos anteriores, vemos cómo, para algunos, las crisis obligan a hacer un replanteamiento de la vida desde sus valores más profundos. Como C. S. Lewis escribió alguna vez:
«Nunca sabes cuánto crees verdaderamente en algo hasta que su verdad o falsedad se te vuelven asunto de vida o muerte. Es fácil decir que crees que una cuerda es fuerte o resistente mientras solo la utilizas para envolver una caja. Pero no es lo mismo si tienes que suspenderte de esa cuerda en un abismo. ¿No vas a verificar cuánta confianza te merece?… Solo un riego verdadero pone a prueba la realidad de una creencia».
Mucha gente duda de la eficacia de la fe o las creencias porque, los que dicen tenerlas, solo teorizan con ellas, cuentan historias del pasado o de otras personas, y no demuestran su eficacia o aplicación práctica en sus propias vidas en los momentos de dificultad. Son personas que, sin lugar a dudas, pueden estar viviendo su religión 364 días del año con rigurosidad y supuesta piedad, pero basta un solo día de conflicto para que se queden tan indefensos, vulnerables, e intrigados como cualquier otro humano sin formación religiosa alguna.
Uno de los problemas fundamentales del ser humano es la confusión que tiene entre fe y religiosidad.
Uno de los problemas fundamentales del ser humano es la confusión que tiene entre fe y religiosidad. Lewis considera que solo un peligro real puede sacar a la luz la potencia o la debilidad de nuestra propia fe porque allí es cuando se da la necesidad de aplicarla en un mundo real que está más allá de nuestras elucubraciones pseudo-teológicas, o las confiables fronteras de las cuatro paredes de un edificio religioso.
En el mismo sentido, el profeta Isaías entiende la eficacia de la fe como aquella confianza en un Dios personal, soberano y salvador al que se le tiene presente y actuante, no solo en el devenir religioso, sino también en todo el proceso de la vida misma. Justamente, el profeta insta a Israel a no descansar simplemente en la vida bajo el sol que nos hace olvidar al Señor, sino a buscar una relación estrecha con un Dios que trasciende y transforma todas las circunstancias de la vida porque, finalmente, le pertenecemos, tiene nuestras vidas en sus manos y debemos someternos a su voluntad y señorío.
Inspirado por Dios, el profeta escribe: “Porque te olvidaste del Dios de tu salvación y no te acordaste de la Roca de tu refugio. Por tanto, siembras plantas deleitosas y les injertas sarmientos de un dios extraño. El día que las plantes las cercarás con cuidado, y por la mañana harás que florezca tu semilla. Pero la cosecha será un montón inservible en el día de enfermedad y de dolor incurable” (Is. 17:10-11). Estoy seguro de que hay mucha gente que cambiaría todos sus triunfos y premios por un momento de paz o el alejamiento del dolor o la enfermedad.
¿Qué significa tener una relación estrecha con Dios? Pues, podríamos pintar una respuesta colorida y un tanto espiritualista, pero preferimos quedarnos con una sencilla y contundente frase que es más clara que mil definiciones: Tener una estrecha relación con Dios empieza por entender que no la teníamos, que estábamos completamente separados de Dios y que fue el Señor que nos acercó, nos estrechó, nos llamó, nos perdonó, nos salvó y nos sostiene por su sola voluntad. Por eso nos ubicamos en sujeción bajo el amparo y la dirección de un Dios absolutamente confiable que siempre es más fuerte, más santo, y más inteligente que nosotros.
Tener una estrecha relación con Dios es dejar de lado nuestras “buenas intenciones” religiosas para empezar a escuchar con atención su Palabra y no seguir “atornillando al revés” en nuestras vidas espirituales. Isaías se lo cantó claro a su generación cuando les hizo ver que su tan mentada relación con Dios era, en realidad, una serie de errores productos de su desobediencia, su falsa religiosidad, y su poca disposición para vivir más allá de lo meramente temporal. Este fue el mensaje: “Por eso aquel día, el Señor, Dios de los ejércitos, los llamó a llanto y a lamento, a raparse la cabeza y a vestirse de cilicio. Sin embargo hay gozo y alegría, matanza de bueyes y degüello de ovejas. Comiendo carne y bebiendo vino, dicen: ‘Comamos y bebamos, que mañana moriremos’” (Is. 22:12-13). Nos sorprendería saber cuánto de nuestra tan mentada religiosidad no es realmente fe, sino solo eso, pura religiosidad que no tiene relación alguna con el Dios que decimos adorar.
Volviendo a lo dicho por Lewis, podríamos decir que las marcas visibles de nuestra filiación con el Señor siempre estarán grabadas con el cincel del conflicto porque, en los momentos difíciles, nuestro buen Dios nos permite y nos empuja a recurrir directamente a Él y encontrar en su Palabra las respuestas, el consuelo, y el cambio que tanto necesitamos. Por el contrario, la religiosidad actúa como una neblina que nos impide acceder a Dios y así terminamos deambulando de altar en altar y de ceremonia en ceremonia, tratando de encontrar la clave en nuestras fuerzas para que Dios nos acepte, buscando al mejor mediador o la mejor ofrenda que pueda abrirnos las puertas para poder obtener sus beneficios.
La invitación divina es que acudamos al Señor, que escuchemos su voz, porque nuestra confianza es que Él nos atenderá con misericordia en medio de nuestro quebranto.
Me pregunto, ¿cómo podremos creer en un Dios que supuestamente demanda un trámite burocrático cuando más lo necesitamos, cuando nuestra vida está en juego, cuando nuestras fuerzas se están terminando? Aún una actuación humana de esta naturaleza sería reprochable. Por eso es que la invitación divina es que acudamos al Señor, que escuchemos su voz, porque nuestra confianza es que Él nos atenderá con misericordia en medio de nuestro quebranto.
Finalmente, Pablo le añade un matiz adicional a lo que hemos aprendido. El apóstol nos muestra que la fe no es tanto un tema de cuánto conozco a Dios, sino de cuán seguro estoy de que Él sí me conoce. En su carta a los Corintios, él dice: “El conocimiento envanece, pero el amor edifica. Si alguien cree que sabe algo, no ha aprendido todavía como debe saber; pero si alguien ama a Dios, ése es conocido por Él” (1 Co. 8:1b-3). Hay quienes piensan que el obrar de Dios queda circunscrito al conocimiento que ellos tengan de Él. Sin embargo, el decir que sabemos algo de Dios será siempre reconocer que nuestro conocimiento es insignificante e impreciso si lo comparamos a toda su grandeza. Por eso el conocimiento de Dios siempre nos dirige a la humildad; siempre nos deja perplejos y nos produce un sincero afecto para con nuestro buen Señor.
Nuestra relación con Dios es más una relación de amor que un vínculo religiosos, intelectual, o filosófico. Pero eso no es todo. Al final de cuentas, algo que yo sí sé, es que Él sí me conoce absolutamente, y eso es más importante para mí que toda la sabiduría teológica que yo pudiese adquirir; más importante que toda la elocuencia de los religiosos, y más importante que todo lo que yo pudiera dedicarle. El Señor me conoce por mi nombre, sabe lo que siento por Él, y a pesar de todo eso, nunca me descuida. Él es mi precioso Salvador, quien justamente fue a la Cruz del Calvario para ofrecerse en mi lugar porque sabía exactamente quién era yo.
Te invito a compartir esta oración conmigo: «Señor, te doy gracias porque tengo la vida entera para seguir aprendiendo de ti, pero te agradezco porque me conoces, porque sabes quien soy, y con todo permaneces conmigo. Te agradezco porque sé que, cuando los días se nublen, cuando sienta que todo se ha perdido, Tú permanecerás conmigo porque así me lo has prometido. Gracias Señor en el nombre de Jesús. Amén».