¿Cuál de estas dos personas está aburrida?
- Un hombre tiene que sentarse a ver un partido de béisbol de tres horas, bostezando, sin interés por la acción ni por las reglas, añorando estar en cualquier otro lugar.
- El otro hombre ha pasado tres horas angustiosas revisando dos tercios de su lista de tareas pendientes, comprando dos artículos nuevos para el hogar en Amazon, decidiendo qué entrenamiento hacer a continuación (según el reporte de su aplicación de fitness) y anhelando alcanzar todos los objetivos que se ha fijado.
Sí, es una pregunta capciosa: los dos están aburridos. Un ensayo de 2004 del filósofo Michael Hanby, titulado «The Culture of Death, the Ontology of Boredom, and the Resistance of Joy [La cultura de la muerte, la ontología del aburrimiento y la resistencia del gozo]», puede ayudarnos a comprender cómo el segundo hombre, que aparenta ser tan activo y normal, en realidad sufre del malestar de la vida industrial moderna y es incapaz de descansar. Como resultado, el artículo de Hanby nos puede proveer un conjunto de herramientas de diagnóstico para que podamos evaluar nuestros propios corazones y acciones y, en el camino, encontrar algún tipo de salida.
Cultura de la muerte
Hanby (junto con otros) ve nuestra cultura occidental moderna como una «cultura de la muerte». Él ve los síntomas evidentes de la enfermedad de nuestra cultura en el aborto y la eutanasia, por supuesto, pero también en la violencia terrorista, el materialismo secular, el deleite hedonista en uno mismo y el entretenimiento, y en una «orgía frenética de consumo» (p. 184). En una cultura de la muerte, nada puede satisfacernos. Las cosas de nuestro mundo se han convertido exclusivamente en medios —medios para nuestros proyectos autodirigidos de construir y asegurar el valor, la bondad y el significado— y, por consiguiente, ya no son fines significativos, buenos y valiosos en sí mismos.
Las hectáreas de tierra están «vacías» hasta que se compran, se despejan y se construyen. Los árboles son simplemente materias primas para el uso humano en esa empresa de construcción, o tal vez «valorados» por algunos, pero solo como símbolos. Una vida humana «vale» algo solo si puede realizar una serie de funciones. El mundo debe ser controlable, o al menos entretenido.
En el fondo, debajo de todo ese aparente hedonismo, nuestra cultura de la muerte contiene una creencia sutil pero radical sobre la naturaleza de la realidad. Hanby cree que los síntomas mencionados surgen debido a una «patología más fundamental»: el aburrimiento (p. 184). El punto que quiere enfatizar no se trata tanto del sentimiento que tenemos en un partido interminable de béisbol, sino que más bien se trata de nuestra subyacente postura de si el béisbol, sus jugadores, el pasto verde y el cielo en las alturas están vacíos o llenos, diluidos o espesos, siempre callados o ya elocuentes.
La ontología del aburrimiento
Lo que aquí está en juego es la naturaleza de las cosas (la ontología), porque el aburrimiento, como muchas de las reacciones emocionales, es un juicio. En el pasado, los cristianos han hablado sobre los pecados de ennui (apatía) y acedia (pereza). Estos eran fracasos morales porque, como respuestas al mundo que Dios creó, la persona no lograba ser movida, instada ni deleitada por la obra de Dios, la cual es inherentemente buena, significativa y atractiva. El aburrimiento añade un fracaso más a estos dos pecados: «el mundo fracasa y no logra ser atractivo a un sujeto que supuestamente tiene derecho a una expectativa» (p. 184, énfasis mío). El aburrimiento es, por lo tanto, como dice R. J. Snell, una «doble negación» de todo: el juicio de que ni el mundo-objeto ni el yo-sujeto son atractivos o atraídos, sin bondad, belleza, significado o valor intrínsecos.
Cuando nada de lo que veo puede comunicarme una bondad real, cuando nada es en sí mismo atractivo, entonces mi deseo creado de bondad nunca encuentra un lugar donde descansar. Por consiguiente, al igual que Adán y Eva, buscaré controlar y crear mi propio «bien». Usaré herramientas como la ciencia para «subordinar de manera rutinaria y fatal la vida vulnerable a la maquinaria de la eficiencia social y económica» (p. 188). Como resultado, nos hemos convertido en personas inquietas, insatisfechas, descontentas, derrochadoras, siempre en busca del instrumento más nuevo y eficiente para fabricar un instante de placer. Somos gente «sin sueño ni domingos, donde no hay lugar para personas ineficientes [como los no nacidos, los discapacitados, los ancianos]» (p. 189).
¿Qué pasaría si realmente creyéramos y viviéramos según las afirmaciones bíblicas de que ‘Dios es bueno’ y que ‘todo lo creado por Dios es bueno’?
El diagnóstico más acertado de Hanby sobre nuestra enfermedad del aburrimiento alude a Nietzsche:
Un mundo «más allá del bien y del mal», en el que nada es genuinamente bueno ni genuinamente malo, y en el que no se revela ninguna verdad, bondad o belleza, es un mundo en el que nada es intrínsecamente deseable ni detestable […] El aburrimiento es, por lo tanto, la condición que define a gente que está en peligro único de perder su capacidad de amar, es decir, personas que están en peligro único de no comprender «el misterio de [su] propio ser» y de perder su propia humanidad (p. 187).
Por eso Hanby afirma que la cultura de la muerte no es el resultado del exceso hedonista. «Nos falta el alma para ser buenos hedonistas, lo cual, en las circunstancias actuales, sería un logro moral» (p. 192).
¿Qué pasaría si realmente creyéramos y viviéramos según las afirmaciones bíblicas de que «Dios es bueno» y que «todo lo creado por Dios es bueno», de hecho, «bueno en gran manera» (Sal 73:1; 1 Ti 4:4; Gn 1:31)?
Resistencia del gozo
La Biblia enseña que el cosmos y todo lo que hay en él es bueno porque Dios, el Creador, es bueno. Dios no es simplemente «lo mejor que hay», sino que es la bondad misma, de manera infinita, perfecta y eterna. Las estrellas, los árboles y todos los seres humanos son Sus criaturas y, por lo tanto, cada uno, con su propia bondad análoga, proclama que Dios es gloriosamente digno y bueno. Esta teología de la bondad infinita de Dios y la bondad de las criaturas de la creación encaja perfectamente con el hedonismo cristiano. Si todas las cosas terrenales que encontramos nos comunican bondad, podemos disfrutarlas por lo que son en sí mismas y por cómo dirigen nuestra atención hacia nuestro máximo disfrute supremo: el Bien máximo y supremo, que es Dios mismo.
Podemos disfrutar las cosas terrenales por cómo dirigen nuestra atención hacia nuestro máximo disfrute supremo, que es Dios mismo
En coherencia con esta visión cristiana del mundo de larga tradición, el antídoto que propone Hanby contra el aburrimiento imperante en nuestra cultura es, por extraño que parezca, el gozo.
Pero no se trata del gozo como mero sentimiento. La propuesta de Hanby es un gozo afianzado en una visión bíblica de la creación y sostenido en una cultura. «Si el aburrimiento nombra una relación entre el yo y el mundo, o más bien una relación fracasada, también lo hace el gozo, el deleite y el descanso simultáneos en otro» (p. 192). Donde el aburrimiento es la «doble negación» del mundo y del yo, el gozo es su doble afirmación.
El gozo es nuestro eco de la palabra inicial de Dios en la creación. Mientras que Dios creó todas las cosas y pronunció Su Palabra todopoderosa sobre ellas —«¡Bueno!»—, nosotros recibimos todas las cosas de Su mano y hacemos eco de Su Palabra con nuestra afirmación de descubrimiento: «¡Amén!». Allí donde el aburrimiento nos convierte en simples usuarios y consumidores de cosas, perpetuamente insatisfechos, el gozo nos restaura al lugar del que ama: aquel que se conmueve por la bondad de las cosas y se entrega lo suficiente como para descansar en ellas. En lugar de desear siempre un celular, una apariencia o un cónyuge nuevos y mejores, en lugar de necesitar siempre hacer una versión «mejor» de un lugar o de uno mismo, el gozo los atesora a todos tal como son y se deleita en lo que son. El gozo puede hacer esto porque todas las cosas llevan la huella de su Creador: «Todo gozo auténtico, todo deleite que reconoce la bondad intrínseca, reflejará la felicidad trinitaria» (p. 197).
Precisamente por esta razón, el gozo puede ser nuestra resistencia a la cultura de la muerte que nos rodea por todos lados. El gozo se rehúsa a mirar a los niños no nacidos, a una anciana bisabuela y a una pradera sin cultivar como problemas que resolver. En su lugar, las personas que viven en una cultura del gozo pueden recibirlos como regalos, porque pueden ver al Dador —y Su bondad— en ellos. Tales personas pueden ser tranquilas y amables, precisamente porque presumen que Dios nos llama a través de la belleza y bondad de cada criatura única y, aún así, cada cosa es «no reducible a mi placer» (p. 193). Al hacer esto, estaremos imitando a nuestro gozoso trino Dios.
Un camino, no una solución
Lo más importante es que lo que Hanby propone aquí no es una solución. No hay ninguna píldora, ningún candidato, ninguna política que pueda resolver el problema de nuestro aburrimiento. Lo que nos recomienda es la «cultura del gozo» como la «única forma genuina de resistencia a la cultura de la muerte».
En primer lugar, el antídoto es una cultura. Es una forma: una forma de vivir, de ver y de decidir. No es simplemente una nueva propuesta. Nos corresponde verlo así porque el aburrimiento ha nutrido una cultura de la muerte. El aburrimiento no es simplemente una idea, sino una forma de transcurrir el día, el año, la vida, como si no hubiera nada intrínsecamente bueno o malo en el mundo, como si no hubiera deleite ni descanso, ni siquiera en Dios mismo. Para contrarrestar esto se necesita una cultura, un estilo de vida en comunidad.
En segundo lugar, la cultura del gozo es una resistencia, no una solución. Puede ser que tus acciones contribuyan en gran medida a resolver este malestar cultural y que vivas para ver cómo sucede y te regocijes. Sin embargo, puede ser que tú y yo seamos simplemente personajes secundarios pequeños y fieles en un drama que se extiende mucho antes y más allá de nuestras vidas terrenales. Lo más probable es que se nos pida que seamos como Galadriel, de Tolkien, quien a lo largo de los siglos «luchó contra la larga derrota», o como Rainy, de Leif Enger, quien vive humildemente con el lema de «me niego alegremente».
El llamado de Hanby es a la fidelidad cristiana, sin importar lo que creamos poder discernir sobre la trayectoria de la cultura y de la historia. Es una forma de vivir cada día, cada año, toda la vida, como una comunidad de aquellos a quienes el Señor llama a tomar nuestra cruz en amor por el gozo que nos espera. Un día, Su final feliz llegará, a pesar de todas nuestras pérdidas a lo largo del camino, y Dios reafirmará y renovará la bondad de Su creación.
Dios mismo es gozo: el bien de toda bondad, la coincidencia perfecta entre dar y recibir, y la perfección del deleite, más allá del principio, la meta o el fin
La resistencia del gozo que Hanby elogia es una resistencia particularmente cristiana. Es necesariamente y, en última instancia, el gozo en Dios a través de Jesucristo. Es así porque la bondad y la belleza genuinas que reconocemos en las cosas del mundo provienen necesariamente de otro lugar: el mundo «media una bondad y revela una belleza que lo trasciende». Son dones de Dios, el Dador, concedidos para que tanto los disfrutemos como reconozcamos su profundidad y semejanza con Dios mismo. Hanby lo deja en claro:
Dios mismo es gozo: el bien de toda bondad, la coincidencia perfecta entre dar y recibir, y la perfección del deleite, más allá del principio, la meta o el fin. […] Esto es lo que constituye la fuente de cualquier afirmación de que la creación tiene bondad real, y esto es lo que todo caso de gozo verdadero presupone y afirma (pp. 196-197).
Dios, que es Vida, nos da la fuerza y convoca nuestra resistencia a la cultura de la muerte.
Nombra el bien
El cultivo de esta cultura del gozo puede tomar una miríada de formas. Te dejo con una: dar los nombres propios a las cosas. Como dice el escritor Hadden Turner: «Dar nombre a algo es un acto de amor. Si se hace correctamente, dar nombre confiere valor, dignidad e identidad a lo que se nombra. Es una acción atenta, que reconoce la naturaleza de cada cosa». Para resistir el aburrimiento, debemos recuperar nuestra vocación original de dar nombre al mundo al que Dios nos ha llamado: ver a las criaturas por lo que son y describirlas como dones ricos y buenos que nos apuntan a la bondad perfecta de Dios.
Mirar hacia nuestro pasado, más allá del horizonte moderno, nos sirve como un punto de partida decente. Nombrar al no nacido como «persona humana», nombrar el primer día de la semana como «el día del Señor» y luego tratarlos como tales es el primer paso necesario para resistir el aburrimiento de la cultura de la muerte, la cual no puede nombrar ni atesorar aquello que es bueno como bueno. En última instancia, escuchar a Dios, nombrarlo correctamente y atesorarlo como nuestro buen Padre puede ser el acto de resistencia gozosa más semejante a Cristo y más fundamental que podemos realizar juntos en esta vida.