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Los conflictos son incómodos pero inevitables. La realidad del pecado en nosotros hace que todavía tengamos una tendencia a buscar nuestro bienestar por sobre el de los demás, que pensemos que nuestras opiniones están siempre en lo correcto y que nuestras formas son el mejor camino. Como Santiago nos advierte: «¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No vienen de las pasiones que combaten en sus miembros?» (Stg 4:1).

Debido al pecado remanente, tenemos conflictos en todas nuestras relaciones: entre padres e hijos, entre esposas y esposos, entre amigos, entre hermanos, entre empleados, entre hermanos en Cristo, y la lista pudiera seguir.

Por lo tanto, necesitamos una manera bíblica y centrada en Cristo para buscar resolver los conflictos.

El camino de la indiferencia

La Biblia nos llama a buscar la paz, a hacer todo lo que esté en nuestras manos para estar en paz con todos (Ro 12:18). Esto implica que debemos buscar intencionalmente resolver los conflictos de una manera que agrade al Dios de paz, pero la realidad es que no siempre recurrimos a los medios correctos para afrontar los conflictos. Una de las formas equivocadas con las que lidiamos con ellos es con la indiferencia.

La indiferencia es un estado de ánimo en el que no nos sentimos inclinados positivamente hacia alguien, pero tampoco sentimos repugnancia. Es la actitud del corazón que dice «Me da igual» o «No me importa». En ocasiones tratamos los conflictos con esta actitud, sin darnos cuenta que no estamos tratando con indiferencia al conflicto en sí, sino a la persona con quien lo tenemos.

Porque amo a la persona con quien tengo un conflicto no actuaré con indiferencia, sino que me acercaré con amor aun cuando no reciba lo mismo

En una película que vi hace muchos años, un hombre decide tomar venganza por el horrendo asesinato de su esposa, capturando al asesino y manteniéndolo preso por mucho tiempo en su casa del campo. Un investigador descubre lo que está pasando y encuentra al asesino encarcelado, quien le dice: «Por favor, dígale que aunque sea me hable». La indiferencia del hombre que lo tenía prisionero era, de alguna manera, más dolorosa para él, que el mismo hecho de estar encerrado. La indiferencia era una prisión en sí misma.

La indiferencia es como la termita que no vemos de inmediato, pero que va corroyendo por dentro. Entonces vemos las consecuencias: destrucción en nuestras vidas y relaciones.

El problema con la indiferencia

Podemos cometer el error de pensar que ser indiferentes no causa ningún problema, porque parece que no estamos tomando una postura negativa, cuando la realidad es que la indiferencia no es tan indiferente como pensamos. Cuando nuestros corazones deciden actuar con ella, hay mucho más pasando de lo que logramos ver a simple vista:

  • La indiferencia es falta de amor

La Biblia nunca nos llama a ser indiferentes; todo lo contrario, nos llama a buscar, a amonestar, a perdonar: «¡Tengan cuidado! Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo» (Lc 17:3-4).

La razón detrás de estos llamados es el amor a mi hermano. Porque amo a la persona con quien tengo un conflicto, en lugar de actuar con indiferencia, me acercaré a hacer lo que esté en mis manos para estar en paz, respondiendo en amor aun cuando no reciba lo mismo.

  • La indiferencia muestra desconfianza en Dios

La actitud del corazón que dice «Me da igual» no está poniendo su confianza en el Dios que puede restaurar y sanar aun las heridas más profundas. Como bien nos recuerda el salmista:

Él es el que perdona todas tus iniquidades,
El que sana todas tus enfermedades;
El que rescata de la fosa tu vida (Sal 103:3-4).

  • La indiferencia deja de ver lo bueno

Proverbios nos enseña: «El que con diligencia busca el bien, se procura favor / Pero el que busca el mal, este le vendrá» (11:27).

Sigamos el ejemplo de Jesús y aferrados a Su gracia tomemos el camino del amor y no el de la indiferencia en medio de nuestros conflictos

Cuando elegimos el camino de la indiferencia, dejamos de ver y buscar el bien del otro. Además, dejamos de ver las buenas cualidades que la otra persona tiene por la gracia de Dios. Poco a poco, esa persona envuelta en el conflicto va perdiendo valor a nuestros ojos.

  • La indiferencia nos lleva a la amargura

Como ya he mencionado, la indiferencia no lidia con los conflictos ni con nuestro corazón. Esto hace que seamos un terreno propenso para que crezca la amargura, pecado del que una y otra vez la Biblia nos llama a cuidarnos: «Cuídense de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz de amargura, brotando, cause dificultades y por ella muchos sean contaminados» (He 12:15).

Un camino mejor

Cristo Jesús nos ha mostrado un camino diferente para transitar en medio de nuestros conflictos:

Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:5-8).

Nosotros teníamos un problema que no podíamos resolver y Jesús no actuó con indiferencia. Todo lo contrario, siendo Dios se despojó a Sí mismo, se hizo siervo y semejante a nosotros, se humilló a Sí mismo hasta sufrir la muerte. Ante el problema más grande de la humanidad, Él eligió el amor y no la indiferencia hacia pecadores horrendos que merecían mucho más que indiferencia.

Sigamos el ejemplo de Jesús y, aferrados a Su gracia, tomemos el camino del amor y no el de la indiferencia en medio de nuestros conflictos.

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