Levítico 26 – 27 y Hechos 1 – 2
“Yo soy el SEÑOR vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto para que no fuerais esclavos de ellos; rompí las varas de vuestro yugo y os hice andar erguidos”, Levíticos 26:13.
¿Qué es para nosotros la dignidad? El diccionario la define sencillamente como el respeto de sí mismo. Esta mínima definición me da la semilla para pensar que la grandeza de una persona nunca estará en los accesorios externos ajenos a su corazón, sino al decoro que produce la nobleza de una vida que se vive bajo la consideración íntima de que se está viviendo sin dobleces. La dignidad no gira alrededor de riqueza o pobreza, cultura o ignorancia, raza o pedigrí, está más bien dibujada en las figuras de hombres y mujeres que le han dado calidad de humano a la existencia.
¿Es la dignidad sinónimo de perfección? De ninguna manera. Mario Vargas Llosa cuenta en su libro de ensayos “La Verdad de las Mentiras” la siguiente historia: “En alguna parte leí que un célebre calígrafo japonés acostumbraba macular sus escritos con una mancha de tinta. `Sin ese contraste no se apreciaría debidamente la perfección de mi trabajo´, explicaba”. La dignidad se nutre en el deseo de querer hacer siempre lo mejor, de sabernos perfectibles, de no claudicar ante la tenaz oposición que se yergue contra los que quieren alcanzar algún ideal. No puede haber dignidad sin el deseo ferviente de someternos al riesgo del desafortunado fracaso, del consabido “yo te dije que era imposible”. Más indigno sería caer en la pusilánime existencia de hombres y mujeres que se asustan de su propia sombra.
En la Biblia, la dignidad está vinculada a la comunión profunda y vital con un Dios que le da al hombre la libertad y la esperanza para vivir la vida con nobleza. La dignidad es concebida con la redención, con la liberación de la esclavitud como lo plantea el texto del encabezado. Para que el ser humano sea digno debe tener comunión con un Dios personal y real, no un ídolo de piedra o barro, nacido de la pobre imaginación de un hombre que se menosprecia a sí mismo postrándose ante sus propias criaturas: “No os haréis ídolos, ni os levantaréis imagen tallada ni pilares sagrados, ni pondréis en vuestra tierra piedra grabada para inclinaros ante ella; porque yo soy el SEÑOR vuestro Dios”, Levíticos 26:1.
Por otro lado, nada envilece más una vida que vivirla bajo criterios ajenos a su constitución original. Por ejemplo, todos los fabricantes de equipos de alta tecnología se preocupan porque los usuarios de sus máquinas lean el manual del fabricante para un uso óptimo, y para evitar posibles problemas de funcionamiento. Mientras más complicado y caro es el equipo, más contundente y más necesario se nos hace el manual. La Biblia es el manual del fabricante para un uso óptimo de la humanidad que se nos ha concedido. La diversidad de la experiencia humana obliga a prestar una atención preferente a las ordenanzas de Dios para una vida digna. Siempre me causa una sonrisa ver como los manuales parten con las cosas más elementales como “enchufe el equipo a la fuente de poder” y en la parte de posibles fallas “compruebe que el equipo esté encendido en la posición ON”.
Estas sutilezas que podrían hacernos pensar que los fabricantes nos consideran como ciudadanos de una sola neurona, son las cosas necesarias y los puntos de partida que, no por obvios, deben pasarse por alto. El vincularnos a las ordenanzas de Dios, es como saber qué tipo de voltaje tiene la corriente eléctrica de una ciudad para saber si puedo enchufar mi computador, sin el riesgo de ver salir una delgada línea de humo por entre las teclas. Los mandamientos de Dios nos hablan del orden de la creación de la que nosotros formamos parte y en la que hemos sido colocados para vivir en consonancia con ella. Ese sentido de armonía es el que encontramos bellamente relatado en el Levítico: ” “Si andáis en mis estatutos y guardáis mis mandamientos para ponerlos por obra, yo os daré lluvias en su tiempo, de manera que la tierra dará sus productos, y los árboles del campo darán su fruto.” Ciertamente, vuestra trilla os durará hasta la vendimia, y la vendimia hasta el tiempo de la siembra. Comeréis, pues, vuestro pan hasta que os saciéis y habitaréis seguros en vuestra tierra. “Daré también paz en la tierra, para que durmáis sin que nadie os atemorice. Asimismo eliminaré bestias dañinas de vuestra tierra, y no pasará espada por vuestra tierra”, Levíticos 26:3-6. ¿Se dan cuenta como los mandamientos no solo involucran respuestas para nuestro universo moral, sino también para todo el resto de la creación?
Desconocer las facultades que como creador y sustentador del universo y de nuestras vidas tiene el Señor, es poner en serio peligro nuestra vida, nuestra paz y el orden de toda la creación. Una observación reflexiva y sincera sobre nuestro alicaída super-civilización del tercer milenio nos dará muchas señales objetivas de la realidad de la seriedad de la obediencia al consejo de Dios para mantener la dignidad de la humanidad. Por eso, en el Levítico, el señor continúa y dice: “Pero si no me obedecéis y no ponéis por obra todos estos mandamientos, si despreciáis mis estatutos y si aborrece vuestra alma mis ordenanzas para no poner por obra todos mis mandamientos, quebrantando así mi pacto, yo, por mi parte, os haré esto: Pondré sobre vosotros terror súbito, tisis y fiebre que consuman los ojos y hagan languidecer el alma. En vano sembraréis vuestra semilla, pues vuestros enemigos la comerán y huiréis sin que nadie os persiga”, Levíticos 26:14-16,17c. Como nunca antes, nuestra sociedad ha podido vencer los males que aterrorizaban y destruían a los hombres de hace algunos siglos atrás; pero como nunca antes, el hombre es absolutamente débil en su alma, y la depresión y la angustia nublan los corazones de millones de seres humanos. ¿Será que el hombre necesita volverse a los mandamientos ordenadores de Dios?
En la preciosa historia de la fundación de la iglesia cristiana encontramos que el primer discurso de Pedro trae consigo el mensaje de amor de parte de Dios por la reivindicación del ser humano en su dignidad. La muerte de Jesucristo podría haber terminado como un drama más dentro de la compleja gama de atrocidades perpetradas por la humanidad. Sin embargo, todo formaba parte del plan de Dios para que la redención del hombre se hiciera efectiva: “a éste, entregado por el plan predeterminado y el previo conocimiento de Dios, clavasteis en una cruz por manos de impíos y le matasteis, a quien Dios resucitó, poniendo fin a la agonía de la muerte, puesto que no era posible que El quedara bajo el dominio de ella”, Hechos 2:23-24. El hombre no pudo haber tocado más fondo en su envilecimiento que cuando actuó en contra del Señor de la Vida, ahora su única posibilidad es el cambio de actitud ante el reconocimiento que Dios nunca morirá y menos dejará su lugar de dominio y señorío sobre todas las cosas. Lo que nos corresponde es lo que Pedro dijo ya hace dos mil años: “Y Pedro les dijo: Arrepentíos y sed bautizados cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo”, Hechos 2:38.
Los que aceptaron el desafío de Pedro le devolvieron inmediatamente la dignidad a sus propias vidas. Esta es la clase de dignidad que solo es producto de una vida sencilla que estaba en paz con su creador y en transparente y amorosa comunión con Él. Esa maravillosa nobleza es expresada por Lucas, el autor del libro de los Hechos, con las siguientes palabras: “Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor con todo el pueblo…”, Hechos 2:46-47a.