1 Reyes 7 – 8 y 1 Pedro 1 – 2
Y escucha la súplica de Tu siervo y de Tu pueblo Israel cuando oren hacia este lugar; escucha Tú en el lugar de Tu morada, en los cielos; escucha y perdona.
(1 Reyes 8:30)
Había una vez un cristiano que quería hacer bien todas las cosas. Él no dejaba detalle que no hubiera previsto, trataba de hacer las cosas con tiempo, trabajaba ordenadamente y cuidaba tener buenas relaciones con todas las personas con las que se relacionaba. Él trabajaba duro hasta el final.
Pero después de mucho esfuerzo y trabajo, él solo podía recordar lo fuerte que fue el trabajo porque de frutos conocía muy poco. De vez en cuando aparecía un resultado pequeñito que hacía que se calmara al pensar que la situación económica está difícil, que hay otros en peores condiciones o que simplemente la próxima vez será mejor. Al llevar sus problemas al terreno espiritual, él pensaba: “Tal vez, no estoy en el lugar adecuado en el momento adecuado, o Dios tiene otros planes, o no es la tarea en que Dios me quiere, o no estoy lo suficientemente preparado”. Al final, él pensó que solo faltaba hacer el trabajo con mayor preocupación.
Y así lo hizo. Él estaba seguro que su metodología, que su programa o algo afuera (que no podía reconocer) era lo que le estaba cerrando las puertas al éxito, y por supuesto se proponía pedir oración al respecto. No tenía mucho tiempo para orar, pero sabía pedir a otros que oren por él y que en las reuniones de oración de la iglesia lo tengan en consideración.
Ya que era un hombre sensible, él pensaba que era probable —y solo probable— que no esté haciendo la voluntad de Dios. “¿Cómo poder saberlo?”, se preguntaba. Mientras reflexionaba al respecto, una fuerte percepción vino a su mente, pensó que quizá el problema no era Dios, no la localidad o la gente, que no eran los métodos. El problema era que simplemente Dios lo deseaba a él. No era su trabajo, ni sus esfuerzos, ni siquiera sus programas. Dios solamente lo quería a él. Después de todo, lo que Dios más desea es restaurar en Él la amistad perdida en el Edén, y que todo lo que un hijo de Dios pueda desear o hacer pueda nacer de esa relación. Él se esforzaba en dejar en las manos de Dios todo cuanto tenía y hacía, pero nunca se preocupó por pasar tiempo con el Señor poniendo en las manos de Dios su propia vida.
Salomón construyó el tan ansiado Templo en Jerusalén. Era una construcción majestuosa, no se había escatimado en ningún gasto, y lo mejor de los materiales y la arquitectura de su tiempo se usaron para su edificación. Sin embargo, en el momento de la dedicación, Salomón se da cuenta de algo sumamente importante: “Pero, ¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no Te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (1 Re. 8:27).
La grandeza de Dios no puede restringirse a un edificio religioso por más impresionante que este sea. Pero cada templo levantado le da la posibilidad al ser humano de poder recordar que el Señor no olvida a sus criaturas y que está atento a los latidos de su corazón, sus penas, sus alegrías y todas sus plegarias:
“No obstante, atiende a la oración de Tu siervo y a su súplica, oh Señor Dios mío, para que oigas el clamor y la oración que Tu siervo hace hoy delante de Ti; que Tus ojos estén abiertos noche y día hacia esta casa, hacia el lugar del cual has dicho: ‘Mi nombre estará allí,’ para que oigas la oración que Tu siervo haga hacia este lugar” (1 Re. 8:28-29).
El cristiano del que les contaba al principio, observó que Jesús siempre mantuvo su trabajo cuidando, en primer lugar, su comunión con el Padre a través de la oración. Él había intentado seguir el ejemplo, había intentado, algunas veces, levantarse antes que salga el sol o mantenerse en pie después que todos se acostaban. Sin embargo, nunca lo logró. Difícilmente podía pensar bien con menos de siete horas de sueño. Así que siempre dejó la oración en manos de otros o en un segundo lugar. Pero un día leyó algo que el evangelista Lucas reportó: “Su fama se difundía cada vez más, y grandes multitudes se congregaban para oír a Jesús y ser sanadas de sus enfermedades. Pero con frecuencia Él se retiraba a lugares solitarios y oraba”. (Lc. 5:15-16).
“¿Cómo?”, se dijo para sus adentros, “Jesús se relacionó con el Padre durante el día, no solo de madrugada o tarde en la noche. Él gastó tiempo con su Padre durante las horas de trabajo, aun cuando estaba sumamente ocupado y con grandes demandas. Jesús se hizo el tiempo para estar con su Padre, y Él hizo que este tiempo sea regular, sin importar las presiones a las que se veía sometido”. Con sorpresa también descubrió que los apóstoles hacían exactamente la misma cosa. Ellos imitaron a Jesús al hacerse tiempo para orar al Padre. Los apóstoles fueron cuidadosos en dejar las ocupaciones administrativas detrás (con todo lo que esto implica), con el fin de darle espacio su comunión con Dios. El apóstol Pedro aconsejaba:
“Y viniendo a Él, como a una piedra viva, desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios, también ustedes, como piedras vivas, sean edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe. 2:4-5).
Bueno, con todo lo que él había entendido, se dio a la tarea de ponerse a orar con verdadera devoción y fe. No era nada especial ya que el pueblo de Dios de todas las épocas ha reconocido siempre esta misma necesidad. Salomón también lo entendió así, y reconoció en la oración la fuente viva de comunión con el Señor. Él nos habla a través de Su Palabra viva, y nosotros a través de nuestras palabras vivas y no de repeticiones o letanías muertas. A través de la oración nos encomendamos a Él y le hacemos partícipe de todas nuestras vicisitudes:
“Cuando Tu pueblo Israel sea derrotado delante de un enemigo…y oran y Te hacen súplica…escucha Tú desde los cielos…Cuando los cielos estén cerrados y no haya lluvia…Si hay hambre en la tierra…toda oración o toda súplica que sea hecha por cualquier hombre o por todo Tu pueblo Israel, conociendo cada cual la aflicción de su corazón…escucha Tú desde los cielos, el lugar de Tu morada, y perdona, actúa y da a cada uno conforme a todos sus caminos, ya que conoces su corazón, porque sólo Tú conoces el corazón de todos los hijos de los hombres…” (1 Re. 8:33,34 y ss.).
Ahora el tiempo ha pasado, al cristiano le duraron muy poco sus intenciones, ya está de regreso en un mundo de planes, programas, y presiones. Todo se ha vuelto historia, ni siquiera se dio cuenta en que momento dejó de orar. Volvió a la vieja práctica de dejar en las manos de otros sus peticiones de oración, se volvió a olvidar que el Señor lo estaba esperando a él y no tan solamente tener un record de sus necesidades. Sigue siendo un hombre esforzado, está luchando por salir adelante, pero perdió lo principal: Dejó de considerar al Señor como cercano, y lo peor de todo es que dejó de involucrar a Dios en los dilemas de su existencia.
Ojalá que esa persona no seas tú.
Esta es una adaptación de un excelente artículo escrito por Samuel Mateer.