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Canten al Señor, toda la tierra;
Proclamen de día en día las buenas nuevas de Su salvación.
Cuenten Su gloria entre las naciones,
Sus maravillas entre todos los pueblos.

(1 Crónicas 16:23-24)

Ayer se me ocurrió ver esos programas de ventas por televisión. Uno de ellos vendía las tan consabidas píldoras para adelgazar. Una señorita con figura atlética nos declaraba que no había podido bajar los kilos de más que se habían apropiado de su cuerpo después del embarazo. Nada de nada había surtido efecto hasta que encontró las revolucionarias tabletas que le cambiaron la vida y le devolvieron la figura y la autoestima perdida. En otro canal, un corpulento joven demostraba cómo cinco minutos de ejercicio con un tecnológicamente avanzadísimo aparato de gimnasia se llevaría en un santiamén la grasa abdominal que con tanto cariño hemos almacenado durante años. Como el zapping está de moda cambié otra vez de canal antes de caer seducido por el módico importe que cambiaría mi vida en tres cómodas cuotas mensuales y sin intereses.

No puedo dudar apriori de que todas estas ofertas sean una patraña publicitaria o un fraude malicioso. Pero lo que sí es cierto es que entre la teoría y la práctica hay un largo trecho. Podemos comprar entusiasmados y decididos los productos casi milagrosos que nos ofrecen, pero lo más seguro es que terminaremos olvidando tomar las pastillas y la súper máquina terminará durmiendo el sueño de los justos en algún rincón olvidado de nuestra casa.

Algo parecido sucede con las decisiones que tomamos para tener una mejor y más vigorosa vida espiritual. Nos quedamos maravillados con algunos testimonios que escuchamos de súper-cristianos y de lo que estos han logrado en sus poderosas vidas espirituales. Sin embargo, entre el escucharlo y el lograrlo en nuestras vidas siempre habrá un gran trecho. Es triste reconocerlo, pero al final una gran mayoría de nosotros termina con la Biblia en algún rincón olvidado de la casa, decepcionados por nuestra poca consistencia o dudando acerca de la realidad de esos cristianos victoriosos.

El rey David estaba sobrecogido con las bendiciones recibidas desde su asunción como rey en Israel. La obra que se le presentaba por delante era compleja, pero no por eso dejaba de ser apasionante y le demandaba tener todos sus sentidos puestos en la tarea. Sin embargo, cuando Dios lo confirma en el reino, David no puede más que mostrarse con sinceridad delante el Señor: “Entonces el rey David entró y se presentó delante del Señor, y dijo: “¿Quién soy yo, oh Señor Dios, y qué es mi casa para que me hayas traído hasta aquí? Y aun esto fue poco ante tus ojos, oh Dios, pues también has hablado de la casa de tu siervo concerniente a un futuro lejano, y me has considerado conforme a la medida de un hombre excelso, oh Señor Dios” (1 Cro. 17:16-17). Me impresiona la sinceridad de David al reconocer íntimamente que no contaba con todas las cualidades que la tarea requería. Pero el secreto estaba en que para el Señor David era apriori “un hombre excelente” porque, a fin de cuentas, no se trataba de David, sino de lo que el Señor podía hacer a través de David, su siervo. Ahora tenía que poner manos a la obra y pasar de la teoría de la fe a la práctica de la fe. A no solo saber lo que había que hacer y cómo vivir, sino a hacerlo y vivirlo. ¡Y allí muchos quedamos a la mitad del camino!

¿Cómo alcanzar la excelencia ofrecida? Bueno, esto puede resultar tan difícil como bajar las dos tallas en 20 días que ofrecen ciertas propagandas de la televisión. Creo que esto mismo lo debe haber sentido David y por eso le puso el “parche antes de la herida” a la situación. Así se lo planteó al Señor en oración: “Y ahora, Señor, que la palabra que tú has hablado acerca de tu siervo y acerca de su casa sea afirmada para siempre. Haz según has hablado” (1 Cro. 17:23). Lo que el Señor ofrece depende primeramente de él y la confianza o fe en su Palabra es un punto fundamental en el logro de un objetivo que no es nuestro, sino que viene de Dios. Si empezamos sin conocer o creer en lo que el Señor nos ofrece… pues ya empezamos mal. Si creemos que somos nosotros los que le planteamos los objetivos al Señor… pues estamos peor.

Lo segundo es ponerle dedicación al asunto. David no se quedó soñando con las glorias futuras de un reino imaginario, sino que puso manos a la obra hasta poder ver lo que hasta ese momento solo era esperanza. El capítulo 18 de Primera de Crónicas nos habla de las victorias de un rey que quería hacer y ser como el Señor lo había prometido: “…David derrotó a los filisteos… También derrotó a Moab… David derrotó además a Hadad Ezer, rey de Soba… Entonces David puso guarniciones en Aram de Damasco; y los Arameos fueron siervos de David, trayéndole tributo. Y el Señor ayudaba a David dondequiera que iba” (1 Cro. 18:1-3, 6).

Mil años después de David, el apóstol Juan universaliza la oferta de Dios basada, como siempre, en la credibilidad y soberanía del Señor Jesucristo: “También me dijo: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, Yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo” (Ap. 21:6-7).

Dos mil años después de Juan y tres mil desde los tiempos de David, el Señor continúa haciéndonos un ofrecimiento de vida transformada a través de Él. Su poder no ha variado, su gracia sigue sin medida; hombres, mujeres, jóvenes, ancianos y niños han confirmado en sus propias vidas las virtudes del plan redentor de Dios en Jesucristo. Sólo hay un elemento humano que cada beneficiario de todas las épocas ha repetido sin variación: Todos quisieron pasar la brecha entre la teoría y la práctica, creyendo y viviendo lo que el Señor ha prometido en su Palabra.

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