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«¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaré» (Is 49:15).

Este siempre fue uno de mis versos favoritos. Me imaginé el vínculo profundo entre una madre lactante y su bebé, su amor deleitoso por su hijo, la intimidad profunda de la lactancia: madre e hijo en una relación que da vida.

Pero luego tuve un bebé y comencé a amamantar.

¡Ay!

Al principio, la lactancia era una agonía. Ni mi hija ni yo sabíamos lo que estábamos haciendo. Ambas estábamos frustradas y angustiadas. Nunca olvidaré el comentario de una enfermera, que aunque fue dicho con amabilidad, fue como un cuchillo a mi corazón: «Mi observación sobre esta bebé es que tiene mucha hambre y está muy cansada». Me sentía desesperada.

Entendimos el proceso poco a poco. Pero luego vino la verdadera prueba. La frecuencia con la que mi bebé necesitaba alimentarse era agotadora. Algunas noches la oía llorar y anhelaba desde lo más profundo de mi alma no ir a ella. Estaba más agotada de lo que jamás imaginé estar. Me sentía como un escalador subiendo al Everest, sin querer nada más que acostarme en la nieve para dormir, demasiado cansada como para prestar atención a las consecuencias.

Pero sabía que mi bebé me necesitaba. Así que me levantaba, sacaba fuerzas a pesar de mi cansancio e iba hacia ella.

¿Puede mamá olvidar?

Isaías pregunta: «¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho?» (Is 49:15). Es cierto que habrá momentos en que ella desearía poder hacerlo. Cansada, frustrada y solitaria por las vigilias nocturnas, le duele el cuerpo del parto y su mente está casi al borde de la desesperación. Sin duda, hay momentos cumbres y alegres con un recién nacido. Pero estos se entremezclan con sufrimiento.

Todas las madres conocen el sacrificio continuo que se requiere para cuidar de un bebé, ya sea que amamanten o no. Al igual que escalar en la zona de la muerte, la maternidad puede parecer fácil desde afuera, pero cada pequeño paso requiere fuerza física y psicológica, tratando de aprovechar un tanque de oxígeno que se está agotando.

Todas las madres conocen el sacrificio continuo que se requiere para cuidar de un bebé, ya sea que amamanten o no

El fin de semana pasado, pasé por delante de un hospital con carteles que anunciaban un «depósito seguro» para recién nacidos. Me imaginé lo desesperada que debía estar una madre para conducir a un hospital y dejar a su bebé allí, sabiendo que no podría cuidar de él o ella.

Recordé lo difícil que fueron las primeras semanas con mi primera hija, a pesar de todo el apoyo que tuve de familiares y amigos. Sentí una gran compasión por las mujeres que toman esa decisión: no de dormirse en la nieve, sino de llegar tambaleándose hasta el primer punto de seguridad y pasar a su bebé por encima de la línea, al cuidado de extraños.

El sacrificio maternal de Dios

«¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaré» (Is 49:15). El amor de Dios por nosotros no es un sentimiento de una película romántica. La imagen detrás de este versículo no es primariamente una celebración de nuestra ternura como bebés recién nacidos: «¡Dios nunca podría rechazar a criaturas tan adorables como nosotros!».

Más bien, este versículo revela el compromiso esforzado, obstinado y persistente de Dios con nuestro bien, su negativa a abandonarnos —por muy frustrantes que seamos, una insistencia en ver su imagen en nosotros— y su provisión dolorosa para satisfacer nuestra necesidad más desesperada.

El amor de Dios por nosotros es relacional y sacrificado

Las metáforas de maternidad para Dios interrumpen el Antiguo Testamento. «Despreciaste a la Roca que te engendró, y olvidaste al Dios que te dio a luz» (Dt 32:18). «Pero ahora grito como mujer de parto, resuello y jadeo a la vez» (Is 42:14). «Como a uno a quien consuela su madre, así los consolaré Yo» (Is 66:13).

El amor de Dios por nosotros es relacional y sacrificado. Vemos esto de una manera más clara en la muerte sangrienta de Jesús en la cruz por nuestro bien. Por su sacrificio, estamos unidos a Él.

El Dios que no puede irse

Ahora estoy embarazada de mi tercer hijo y la experiencia de vulnerabilidad al llevar a otro ser humano dentro de mi cuerpo me recuerda nuestra seguridad en Cristo. Cuando Él murió, nosotros morimos y nuestra vida, como la de un niño por nacer, ahora está «escondida con Cristo en Dios» (Col 3:3).

Sí, Dios nos ama con todo el amor de una mamá por su bebé. Somos los portadores de su imagen, comprados a precio de sangre y ¡Él se deleita en nosotros! Pero la lactancia me enseñó que su cuidado es más que afecto.

Cuando fallo y causo frustración a mi Señor una y otra vez, a pesar de esto, Él se levanta en la noche para satisfacer mis necesidades. Aunque una madre desesperada pueda olvidar o pueda renunciar a la lucha por cuidar de su bebé, Él no nos olvidará.

Justo después de su metáfora de la lactancia materna, el Señor dice: «En las palmas de Mis manos, te he grabado» (Is 49:16). Los bebés dejan heridas en el cuerpo de sus madres. Nosotros también hemos dejado heridas en Cristo.

Pero, como una madre tierna, Él nunca nos dejará ni nos desamparará (Heb 13:5).


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
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