¡Ah, bueno, nadie es perfecto!
Es curioso cómo a menudo ese pequeño pensamiento es un consuelo para nosotros. Excusa todo tipo de indiscreciones menores, golpes y deslices… y algunos grandes también. La idea de la perfección nos amenaza porque nos revela tal cual somos. La imperfección nos consuela porque nos asegura que estamos bien.
Ningún padre esperaría nunca la perfección de su hijo. Ningún profesor esperaría nunca eso de sus estudiantes. A fin de cuentas, todos saben que nadie es perfecto. Por eso el siguiente mandamiento resulta tan incómodo. En el Evangelio de Mateo, como parte de la enseñanza conocida como el Sermón del Monte, Jesús dice: “Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5:48).
¿Es irrazonable que Cristo nos exija perfección?
La palabra griega para “perfecto” conlleva la idea de estar terminado, completo, sin que le falte nada. Y, para ser claros, la completitud que Jesús tiene en mente es la del mismo Dios. Básicamente, en realidad significa perfecto. No hay forma de darle la vuelta. Perfecto no es un término relativo. No puedes ser casi perfecto. Estrictamente hablando, la perfección es absoluta.
La mayoría de nosotros tiende a acercarse a la vida con una actitud mucho más relativa. Yo me esfuerzo y, mientras no esté tan mal, quedo relativamente satisfecho. Jesús no parece compartir ese sentimiento con sus seguidores. Él es mucho más vehemente. Su mandamiento es, en realidad: “Sean perfectos”. Seamos francos, eso suena bastante irrazonable.
Al morir Jesús en la cruz, la ira de Dios fue satisfecha, nuestro pecado fue removido y ahora podemos ser sus hijos
Seguramente Cristo no puede estar hablando en serio. Se siente bastante abrumador. Sería fácil sacudir nuestras cabezas y considerar esto imposible. Ah, espera un segundo… Esperemos que ese pensamiento nos sea familiar a estas alturas. Sí, todos los mandamientos de Dios son imposibles. Este es uno más. Así que, si podemos superar la conmoción, tal vez este mandato podría ser emocionante y estar lleno de esperanza para nosotros.
Nuestra perfección en Cristo
Al igual que con Moisés (Lv 19:2), el mandato de Jesús se basa en el carácter de Dios. El Señor es perfecto. No ha cambiado desde los días de Moisés. No ha bajado sus estándares, no se ha vuelto más tolerante con el pecado, no está facilitando las cosas. No obstante, Jesús llama a Dios nuestro “Padre celestial”. Surge la misma pregunta. ¿Cómo puede el Dios perfecto llamar a personas imperfectas para que sean sus hijos? ¿Cómo puede Dios hacer eso sin estropear su propia perfección?
Para responder, necesitamos considerar el mensaje de Levítico: Dios hace a sus hijos perfectos. Los hace santos. Al igual que en Levítico, Dios provee una manera de que las personas imperfectas sean perfectas. Sin embargo, ahora no se trata del sacrificio de un animal que ocupa nuestro lugar… se trata del impecable, perfecto y santo Hijo de Dios.
La perfección no es el estándar que tienes que alcanzar para ser aceptado en la familia de Dios; es el estándar que Jesús ha cumplido para darte la bienvenida a ella
Jesucristo murió en nuestro lugar. Cuando nos acercamos a Él y admitimos nuestra falta de santidad (todas las maneras en las que hemos fallado), ese pecado se transfiere a Jesús y Él se ocupa del asunto por completo. Al morir Jesús en la cruz, la ira de Dios fue satisfecha, nuestro pecado fue removido y ahora podemos ser sus hijos. La perfección y la santidad de Dios no lo hacen pararse a distancia y sacudir la cabeza. Lo impulsan a acercarse mucho más para así poder hacernos santos y aceptarnos como sus hijos.
Entonces y solo entonces, da el mandamiento. Tu Padre celestial es perfecto. Si has puesto tu confianza en Jesús, Dios te ha aceptado, te ha limpiado, te ha purificado, te ha hecho perfecto. Así que ahora debes vivir de acuerdo a esto. La perfección no es un objetivo al que apuntamos; es un regalo que hemos recibido. La perfección no es el estándar que tienes que alcanzar para ser aceptado en la familia de Dios; es el estándar que Jesús ha cumplido para darte la bienvenida a ella.
Nuestra perfección progresiva
Así que la perfección constituye una buena noticia. Esta define cómo es Dios y es hermosa. Es el regalo que Dios nos ha dado al recibirnos en su familia. Y todo eso significa que la perfección se convierte ahora en el privilegio que perseguimos. Vivimos a partir de lo que Dios nos ha dado. No con miedo, sino con alegría. Esta fue la gran visión del apóstol Pablo para la iglesia. Él predicó el precioso evangelio de Jesús con un objetivo muy claro: “A Él nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo” (Col 1:28).
Cuando entendemos que Dios nos ha dado su Espíritu Santo para permitirnos cambiar, eso lo transforma todo
Tendemos a conformarnos con algo mucho menor a los planes que Dios tiene para nosotros. Amamos el mensaje del perdón y que el problema del pecado haya sido resuelto completamente, pero no siempre permitimos que eso se desborde en un deseo urgente y apasionado de perfección. El pueblo del Antiguo Testamento no vivió como el pueblo santo de Dios. No tenían el poder para vivir de esa manera. Entonces, ¿qué esperanza tenemos nosotros de hacerlo mejor? ¿No fracasaremos también?
La venida de Jesús, además, ha traído otro cambio significativo. Para que podamos vivir como su pueblo santo, nos ha dado su Espíritu Santo. La pista está en el nombre. El Espíritu Santo vive en nosotros y, solo cuando caminamos con Él, encontramos el poder para vivir esta nueva vida. Esto es imposible para nosotros, pero no para Dios. Todo es posible con Él (Lc 18:27).
La perfección de Dios debe guiarnos a practicar su perfección
Cuando comprendemos quiénes somos como hijos preciosos de Dios, todo cambia. Cuando entendemos que Dios nos ha dado su Espíritu Santo para permitirnos cambiar, eso lo transforma todo. La perfección de Dios se convierte en una hermosa realidad que puede inspirarnos a perseguir más. Hay esperanza y gozo al ver lo que Dios ha planeado para nosotros.
Déjame aclarar que la Biblia dice que no alcanzaremos la perfección en esta vida. Fracasaremos. Seguiremos pecando. Sin embargo, eso ya no nos define. En los días en que fallamos, confesamos ese pecado y encontramos que Jesús es el que se ocupa de ello por completo. Entonces vamos de nuevo. Poco a poco avanzamos; poco a poco ganamos victorias sobre el pecado. Es una batalla dolorosa, pero no dejamos de luchar. Y un día, Jesús volverá y seremos hechos como Él. Ese día, la perfección llegará y la batalla terminará. No obstante, hasta ese momento, deja que la perfección te inspire, te anime y te impulse a ser más y más como Jesús.
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