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¿Puedes imaginarte a una pareja cristiana orando seriamente sobre vivir juntos antes de casarse? ¿Puedes imaginar a una mujer joven que profesa a Cristo que considere orar por si debe o no casarse con un incrédulo? ¿Podrías imaginar a un hombre de negocios cristiano orando sobre si debe decir la verdad en una transacción? Cuando la Palabra de Dios es tan clara, orar para discernir la voluntad de Dios se convierte en una excusa muy conveniente —e incluso una estrategia prolongada— para evitar hacer lo que ordena la Escritura.

Muchos de los que profesan a Cristo hoy en día enfatizan una visión equivocada de la gracia, que la convierte en un pase libre para hacer lo que les plazca. Trágicamente, se han convencido a sí mismos de que la vida cristiana puede ser vivida sin ningún vínculo obligatorio a la ley moral de Dios. En esta distorsión de la híper-gracia, la necesidad de la obediencia ha sido castrada. Los mandamientos de Dios ya no están en el asiento del conductor en la vida cristiana, sino que han sido relegados al asiento de atrás, si no es que hasta el baúl —como un neumático de repuesto— para ser utilizado solo en casos de emergencia. Con tal espíritu de antinomianismo, lo que debemos reforzar nuevamente es la necesidad de la obediencia.

Para los verdaderos seguidores de Cristo, la obediencia nunca es periférica. En el corazón de lo que significa ser un discípulo de nuestro Señor está el vivir en una devoción amorosa a Dios. Pero si tal amor es real, la prueba de fuego es la obediencia. Jesús sostuvo, “Si ustedes Me aman, guardarán Mis mandamientos” (Juan 14:15). El amor genuino hacia Cristo siempre se manifestará en la obediencia.

Esto no significa que un cristiano puede ascender a la perfección sin pecado. Esto nunca será posible de este lado de la gloria. Tampoco implica que un creyente nunca desobedecerá a Dios nuevamente. Actos aislados de desobediencia ocurrirán todavía. Pero el nuevo nacimiento sí da un nuevo corazón que desea obedecer la Palabra. En la regeneración, Dios dice:

Además les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos, y que cumplan cuidadosamente Mis ordenanzas. (Ez. 36:26–27).

En este trasplante de corazón, Dios hace que el creyente busque la obediencia con las fuerzas del Espíritu. El apóstol Juan está de acuerdo cuando escribe, “Y en esto sabemos que Lo hemos llegado a conocer: si guardamos Sus mandamientos” (1 Juan 2:3). En el nuevo nacimiento, se les concede a los elegidos la fe salvadora, e inmediatamente comienzan a caminar en “obediencia a la fe” (Rom. 1:5). No hay un periodo de tiempo entre el momento de la conversión y cuando empezamos a obedecer a Cristo. El ejercicio de la fe salvadora es el primer paso de una vida de obediencia. Cuando Jesús predicó: “arrepiéntanse y crean en el evangelio” (Mc. 1:14-15), fue emitido como un imperativo urgente. El evangelio es más que una oferta que se debe considerar, es una palabra de Dios para ser obedecida. Juan escribe, “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Juan 3:36). En este versículo, creer en Cristo y obedecer a Cristo se utilizan como sinónimos. En pocas palabras, la verdadera fe es la fe obediente. Nuestra obediencia de la fe no es la base sobre la cual Dios nos declara justos, pero sí revela la autenticidad de nuestra fe.

Al momento de la conversión, transferimos nuestra lealtad de nuestro viejo maestro, el pecado, a un nuevo Maestro, Jesucristo. Pablo explica, “¿No se dan cuenta de que uno se convierte en esclavo de todo lo que decide obedecer? Uno puede ser esclavo del pecado, lo cual lleva a la muerte, o puede decidir obedecer a Dios, lo cual lleva a una vida recta” (Rom. 6:16). Aquí, el apóstol cita un axioma general de la vida, es decir, que los esclavos viven en obediencia a su amo dominante. En la conversión, se da un intercambio de maestros, un abandono de nuestra antigua esclavitud del pecado por una nueva lealtad al Señor Jesucristo.

Pablo enfatiza aún más esta verdad: “Pero gracias a Dios, que aunque ustedes eran esclavos del pecado, se hicieronobedientes de corazón a aquella forma de doctrina a la que fueron entregados, y habiendo sido libertados del pecado, ustedes se han hecho siervos de la justicia” (Rom. 6:17–18). Todo el mundo es un esclavo, ya sea del pecado o de la justicia. Antes de la conversión, éramos esclavos del pecado y vivíamos en obediencia al pecado. Pero en la conversión, nos convertimos en esclavos de Cristo y vivimos en obediencia a Él.

A lo largo de la vida cristiana, Juan afirma que los creyentes genuinos “guardamos Sus mandamientos”. “Guardamos” está en el tiempo presente, lo que indica una obediencia continua a lo largo de toda la vida del creyente. Aquí está la perseverancia de los santos. Todos los que han nacido de nuevo perseguirán la obediencia hasta el final. “Mandamientos” es plural, indicando la obediencia a todo el espectro de los requerimientos divinos. El seguir a Cristo no permite la obediencia selectiva. Más bien, debemos obedecer todos los mandamientos de Dios, no solamente aquellos que nos convienen.

Cuando Juan dice a los creyentes “guarden” los mandamientos, esto presenta a un guardia que vigila un tesoro inestimable. De la misma manera, el que conoce a Dios mantendrá una vigilancia estricta sobre lo que requiere su Palabra. “Sus mandamientos no son difíciles” (1 Juan 5:3), pero son una bendición (Sal. 1:1). Cada paso de un corazón dispuesto a la obediencia lleva a experimentar la vida abundante en Cristo. Por el contrario, cada paso de desobediencia nos aleja de la alegría de la bondad divina.

Lejos de ser opcional, la obediencia motivada por la gracia es absolutamente necesaria para ser semejantes a Cristo. ¿Hay alguna necesidad de orar acerca de si obedecer o no la Palabra de Dios? Solo necesitas obedecer.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Myrna Rodriguez.
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