Ante los retos que enfrenta hoy la sociedad occidental debido al avance del secularismo y su agenda moral, ¿deberían las iglesias protestantes considerar seriamente poner a un lado las doctrinas que nos separan del catolicismo romano y enfatizar más bien aquello que nos une, de modo que podamos hacer un frente común? ¿Deberíamos asumir que, después de todo, ambos grupos luchamos bajo la bandera del mismo Cristo?
Esta es una pregunta amplia que no permite una respuesta breve. Por tanto, voy a enfocarme únicamente en este artículo en el problema que plantea la doctrina católica romana sobre la revelación divina, ya que no podemos divorciar la persona y la obra de Cristo de lo que Dios nos ha revelado en su Palabra.
Una fuente y dos corrientes
Los teólogos católicos comparan la revelación divina con una fuente de la que fluyen dos corrientes, a través de las cuales Cristo nos transmite su Palabra: la tradición oral y la revelación escrita. James G. McCarthy, en su libro El evangelio según Roma, nos explica:
“La Iglesia católica enseña que a fin de que el cúmulo de la verdad revelada por Cristo ‘se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades’, el Señor mandó a los apóstoles que transmitieran la revelación a otros. Esto se llevó a cabo de dos maneras… Primero, los apóstoles transmitieron la fe en forma no escrita, oralmente, es decir, ‘con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones’ que ellos establecieron… La segunda forma fue por escrito: ‘los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo’. Estos escritos llegaron a ser las Sagradas Escrituras del Nuevo Testamento”.[1]
La relación entre la Biblia y la tradición como fuentes de verdades reveladas ha sido y sigue siendo un dolor de cabeza para los teólogos dentro del catolicismo. Como señala el periodista católico Antonio Montero, tanto el Concilio de Trento (1545-1563) como el Concilio Vaticano I (1869-1870) “robustecieron el sentir católico sobre la Tradición y subrayaron el magisterio eclesiástico como intérprete de la misma”.[2]
Coincidir en la defensa de valores morales es una cosa; decir que Roma y los protestantes somos uno en Cristo es otra cosa muy diferente.
El problema es que no todos los teólogos católicos interpretan las declaraciones conciliares de la misma manera.
“¿Quiere esto decir –sigue diciendo Montero– que para el católico, la Tradición significa una segunda y distinta fuente de verdades reveladas? Quienes así lo entienden hacen constar que en la iglesia primitiva hubo una transmisión de verdades más amplias que la que recoge el Nuevo Testamento, las cuales han sido conservadas por transmisión sucesiva… y pueden ser definidas por el magisterio infalible de la iglesia. Cabe, por tanto, que llegue a dogma de fe un hecho o una verdad que no esté en la Sagrada Escritura. Esto, que hoy por hoy, sigue siendo inaceptable para las iglesias separadas nacidas de la Reforma, tropieza también con graves obstáculos y distingos ante un gran sector de obispos y estudiosos… Dicen que, de suyo, solo hay una Fuente de Revelación, que son las palabras y los hechos divinos tales como ocurrieron. Los cuales nos han sido transmitidos por un doble cauce: Libros Sagrados y Tradición viviente en la Iglesia… Puede haber verdades de fe que se hallen en la Biblia de un modo germinal y van manifestándose con mayor claridad a lo largo de la historia, fruto de un desarrollo y una explicación que hace la Iglesia, con Biblia y Tradición en sus manos… Nunca se decidirá nada que no esté en la Biblia, y en este sentido no admiten los que tal defienden que pueda hablarse con rigor de una segunda fuente de la Revelación”.[3]
“Esta diferencia de interpretación plantea una situación difícil a una Iglesia que clama infalibilidad en sus dogmas. La Oficina de Prensa del concilio, tratando de suavizar la situación frente al público, manifestó que ‘ninguna de las dos tendencias rechaza la Tradición como fuente de Revelación, pero divergen sobre el modo de entender la relación existente entre Tradición y Escritura’”.[4]
El catolicismo romano y la Palabra de Dios
Finalmente, en el Concilio Vaticano II se declaró que “la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en un mismo caudal y tienden a un mismo fin”.[5]
Así que cuando la Iglesia católica habla de la Palabra de Dios, se refiere a una sola cosa formada por las Escrituras y la tradición: “Cuando un teólogo católico se refiere a la Palabra de Dios escrita, está hablando de las Escrituras. Si habla de la Palabra de Dios no escrita, está hablando de la Tradición. Pero si se refiere a la Palabra de Dios, probablemente está hablando de las Escrituras y la Tradición juntas. En otras palabras, según la Iglesia Católica Romana, la Biblia solamente no es la Palabra de Dios completa”.[6]
Estar de acuerdo en frenar la agenda moral no puede cegarnos a la realidad de que predicamos dos evangelios diferentes.
Para mostrar que no estamos comprendiendo mal a los teólogos católicos, incluyo estas dos citas adicionales del Concilio Vaticano II; por un lado nos dicen que la Iglesia “no saca exclusivamente de las Escrituras la certeza de todo lo revelado”.[7] Y con respecto a las Sagradas Escrituras, dice que la Iglesia “siempre la ha considerado y considera, juntamente con la Tradición, como la regla suprema de su fe”.[8]
Como bien señala José Grau:
“Un mero cambio de palabras no puede resolver una cuestión tan importante… Aunque se diga que existe una sola Fuente de Revelación, si se sigue afirmando que la misma nos es comunicada a nosotros a través de una doble vertiente: Escritura y Tradición, queda en pie, sustancialmente, el mismo error de querer equiparar la Tradición apostólica inspirada (contenida en el Nuevo Testamento) con la tradición eclesiástica no inspirada… Cambiar los vocablos de Trento y del Vaticano I sin alterar la sustancia de lo que los mismos querían expresar, no hace más bíblica la tendencia teológica del nuevo Romanismo. El problema que tiene planteado Roma es insoluble. Se opuso a la verdadera reforma de la Iglesia en el siglo XVI cerrando los oídos a la Palabra de Dios y, no sólo dividió a la Cristiandad occidental con su rechazo, sino que en Trento formuló sus ‘propias’ doctrinas que canonizaron, de hecho, todas las desviaciones medievales. Mas, ahora, cuatro siglos después, y luego de haber estudiado un poco más atentamente la Sagrada Escritura, los teólogos romanistas se dan cuenta de que, aún deseándolo, no pueden afirmar que la Reforma fue un movimiento surgido a espaldas de la Biblia, sino todo lo contrario. ¿Qué hacer? ¿Rectificar Trento? Imposible, ¿cómo confesar que se equivocó hace cuatro siglos una iglesia que, según se formuló en el Vaticano I, se cree infalible? Todo intento de seria reforma dogmática se enfrentará siempre con estos dos muros: Trento y Vaticano I. No queda otra salida más que el juego de palabras”. [9]
Conclusión
En conclusión, el catolicismo romano nunca ha afirmado, y nunca podrá afirmar, el lema de Sola Scriptura, estableciendo así un cisma irreconciliable con las iglesias que surgieron de la Reforma protestante del siglo XVI. Por lo tanto, estar de acuerdo en frenar la agenda moral que impacta a ambos grupos por igual no puede cegarnos a la realidad de que tenemos dos fuentes distintas de autoridad, y que predicamos dos evangelios diferentes.
La democracia provee a sus ciudadanos diversas maneras de defender públicamente nuestros valores morales; pero al hacerlo debemos tener sumo cuidado de no enviar la señal equivocada de que estamos poniendo de lado doctrinas que son esenciales al cristianismo para unirnos bajo una misma bandera religiosa, como pretende el ecumenismo. Coincidir en la defensa de valores morales es una cosa; decir que Roma y los protestantes somos uno en Cristo es otra cosa muy diferente.
Notas:
[1] James G. McCarthy, El evangelio según Roma, p. 234.
[2] Antonio Montero, cit. por José Grau, Catolicismo Romano, vol. 2, p. 848.
[3] Ibíd. Las itálicas son originales.
[4] Ibíd.
[5] Citado por McCarthy, p. 235.
[6] Ibíd., p. 235.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] Op. cit., p. 852.