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A veces pensamos que ya tenemos todas las cosas resueltas como creyentes. Sin embargo, no podemos negar que existen lugares oscuros en nuestro andar donde Cristo no es Señor, por la necedad de nuestro corazón (Prov. 14:8).

Esos comportamientos no surgen de la nada. Tienen fuentes que los nutren día a día: nuestra manera de pensar y de ver el mundo. Estas lentes que aún tenemos puestos nos llevan a tomar ciertas decisiones y obrar de cierta manera.

A medida que crecemos en el Señor, vemos que hemos sido dañados por el pecado. La Palabra dice que nuestras obras de justicia separadas de su gracia son como trapos de inmundicia; que estábamos muertas en nuestros delitos y pecados; y que éramos objeto de su ira e hijas de desobediencia (Ef. 2:1-3) lidiando con un corazón engañoso y perverso (Jer. 17:9).

Cristo nos rescató de todo ese pecado y oscuridad. Nos trasladó a su reino de luz. Sin embargo, su obra en nosotras no ha terminado. El proceso de santificación es progresivo en revelarnos la plenitud de Cristo y nuestro pecado. Su gracia sigue obrando, y Dios no dejará de trabajar en nosotros hasta perfeccionarnos: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Fil. 1:6).  

Los ídolos del corazón

Si te sucede como a mí, a veces dices con tus labios, “Sí Señor, heme aquí”, mientras que algunas áreas de tu vida muestran que estás diciendo “Sí, señores”. Esto demuestra que tenemos ídolos a los cuales no reconocemos como tales.

Esos dioses falsos se arraigan de tal forma que pueden pasar desapercibidos por nosotras. Los justificamos porque se han pegado como hiedra a las paredes del corazón y del entendimiento lo suficiente para que “creamos” que sí han sido bañados con el agua pura de la Palabra.

Con este engaño nos envolvemos en las circunstancias de la vida diaria, y no notamos que no estamos siendo guiadas por el Espíritu Santo porque estamos llenas de ídolos. Y ellos dan tributo a un señor central que se llama “yo”. Yo soy mi peor señor.

Los ídolos, formas vanas de pensar y vivir, nos hablan muy fuerte… tanto que ensordecen todo lo demás. Estos señores pueden decirnos que está bien ser orgulloso (“nadie es perfecto”); que está bien mentir de vez en cuando (“tenía buenas intenciones”); que está bien huir (“Dios conoce todo y si me confieso ante Él es suficiente); que está bien tardarme en perdonar (“Dios sabe que estoy tratando y que fue demasiado duro lo que viví”); y muchas otras mentiras. Entonces decidimos caminar por un camino rocoso, y Dios nos acompaña en medio de él, pero la necedad tiene consecuencias.

No es casualidad que la Palabra nos llame a examinarnos continuamente. Si queremos revelar nuestros ídolos del corazón tenemos que empezar a hacernos preguntas difíciles: ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Cuál es nuestra motivación? ¿Lo que hacemos es según Dios o según nuestros deseos? ¿Lo hacemos porque queremos honrar y glorificar a Dios, o exaltarnos a nosotras mismos? ¿Buscamos amar y servir a otros o a nosotras? ¿Quién es la prioridad en tu vida? ¿El Dios en el que creo, es el Dios desplegado en la Biblia o el que me fabriqué para seguir justificando mi pecado?

Nos importa mucho mantener las apariencias. Pretender que todo está bien es fácil; todos conocemos las “respuestas correctas” a las preguntas anteriores. Pero eso es orgullo. Es creer que podemos controlar todo y fingir que no tenemos ningún problema. La realidad es que no tenemos control de nada; jamás seremos realmente pilotos de nuestras vidas, jamás seremos señores.

Nuestra necesidad

Hay tres cosas que Dios nos muestra que necesitamos cuando atravesamos los terrenos rocosos en nuestro proceso de santificación:  

  • Humildad: Dios nos muestra nuestra necesidad de arrepentimiento y de ser salvadas. También aprendemos cómo es solo Su gracia la que nos sostiene.
  • Muerte al yo: Empezamos a ver cómo todo se trata de Cristo, y eso hace que examinemos nuestras motivaciones al obrar. Pasamos del egoísmo al servicio.
  • Identidad: Entendemos qué es lo que realmente nos identifica y da valor: Cristo. Dejamos de depender de lo que los demás dicen y reconocemos la obra redentora de Cristo y sus méritos.

Yo luché y sigo luchando con mucho de lo expuesto aquí. Pero no lo hago sola, y tú tampoco deberías intentar hacerlo. Si no hay comunidad con otros hermanos de la iglesia local, nuestros ídolos pueden pasar desapercibidos por años, aun siendo cristianas. Si no hay pastores y hermanos que te confronten, estas luchas pueden seguir escondidas y acarrear consecuencias más dolorosas. Dios siempre está dispuesto a quitar de nuestros corazones lo que nos impide ser más como Cristo, pero utiliza a otros para mostrarnos esas cosas.

Doy gracias por mi esposo, mi iglesia local, y mis pastores; agradezco a Dios por todos ellos, porque Dios los usa para hacerme ver lo que no he visto. En medio de nuestras relaciones sale a luz lo que muchas veces tratamos de esconder: “señores” que aún nos engañan y comportamientos que resultan de seguir creyendo a estos ídolos.

Agradezco a Dios por su Palabra que nos revela el amor de Dios, su perdón constante, su Espíritu para convencernos de pecado, y su gracia que nos sostiene. Nada ni nadie arrebata de su mano a aquellos que Él escoge, y su amor permanece para siempre (Romanos 8:35-39). En Él está la esperanza de gloria, porque en este mundo tendremos aflicciones, pero si tenemos a Cristo ya tenemos todo lo que necesitamos.

Busquemos a Dios en arrepentimiento y continuemos nuestras vidas reconociendo que nada se escapa de su soberanía y voluntad. Él lo sabe todo, y obra todo para sus buenos propósitos en la vida de sus hijos. Confiemos en que por medio de Cristo podemos descansar en su gracia, su amor, su misericordia, su perdón y su fidelidad. Dios es fiel para transformarnos y acabar con todo ídolo de nuestro corazón. Podemos descansar en esta verdad para alabar su Nombre, pues solo Él es digno.

“No a nosotros, Señor, no a nosotros, Sino a Tu nombre da gloria, Por Tu misericordia, por Tu fidelidad”, Salmo 115:1.

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