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Se habla poco de la mansedumbre. En muchas ocasiones ni siquiera la consideramos como necesaria en nuestra vida. Yo misma debo confesar que así la veía.

Es raro escuchar a una persona decir que está luchando con el pecado de la falta de mansedumbre. Pensamos en ella como algo distante, algo que no tiene tanto que ver con nuestra vida diaria como creyentes. Sin embargo, su presencia o ausencia tienen más que ver con nuestro caminar diario de lo que nosotras pensamos.

Lo primero que necesitamos ver sobre la mansedumbre es que es un fruto del Espíritu: «Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley» (Gá. 5:22-23).

El Espíritu pelea contra el pecado no solo defendiéndose de él sino también atacándolo, y esto sucede al producir en el creyente un carácter piadoso, que es el fruto del Espíritu. Y dentro de esta lista se encuentra la mansedumbre.

Esa mansedumbre que es fruto del Espíritu es docilidad y suavidad que se muestra en el carácter; pero esa docilidad y suavidad no implican debilidad. En toda la Escritura, solo de dos personas se dice explícitamente que fueron mansas: Moisés (Nm. 12:3) y Jesús (Mt. 11:29), y ninguno de estos dos hombres fueron débiles, ¡mucho menos nuestro Señor Jesucristo!

Mansedumbre en la vida diaria

La mansedumbre no implica debilidad, más bien es fortaleza bajo control. Las personas mansas son aquellas con gran fortaleza pero controladas por Dios, sujetadas a su autoridad en medio de cualquier circunstancia.

La característica principal de la mansedumbre es, entonces, esa sumisión dócil a los propósitos de Dios, a sus planes para nuestras vidas, haciendo que podamos encontrar descanso en medio de cualquier situación difícil porque hemos depositado nuestra total confianza en la autoridad y bondad de Dios.

Las personas mansas son personas de gran fortaleza pero controladas por Dios, sujetadas a su autoridad en medio de cualquier circunstancia

La mansedumbre es como un caballo salvaje y fuerte cuya fortaleza ha sido domada. Ahora, ese caballo confía y obedece completa y únicamente a su jinete, esperando su llamado y su dirección para, en completa paz, ir a toda velocidad.

Al igual que ese caballo fuerte pero domado, la persona mansa está sometida a la autoridad de Dios y confía en Él en medio de las circunstancias difíciles de su vida. Cuando se necesita tomar una decisión, la persona mansa mira a su Señor y le dice: “¿A dónde vamos?”, y confía plenamente en su dirección.

Cuando las circunstancias difíciles tocan a la puerta, la persona mansa mira a su Señor y le dice: “Tú eres el que mandas. Mi vida no es mía, y todo lo que haces es bueno. Dónde tú me lleves, con gozo y paz allá iré”. Cuando otros atacan, la persona mansa guarda silencio y confía en aquel que es su roca y defensa.

El ejemplo máximo de mansedumbre

En nuestro Señor Jesús encontramos el mayor ejemplo de mansedumbre y la invitación a aprender de Él: «Tomen Mi yugo sobre ustedes y aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallaran descanso para sus almas» (Mt. 11:29).

Si hubo uno sometido a los propósitos de Dios, ese fue Cristo Jesús, aquel que cuando lo ultrajaban no respondía ultrajando, y cuando padecía no amenazaba, sino que se encomendaba al Dios que juzga con justicia (1 Pe. 2:22-23).

Así mismo, nosotras debemos aprender de nuestro Señor quien nos ha dado ejemplo, para que como Él hizo, nosotras también hagamos. Y ¿sabes qué? Su Palabra nos dice que cuando aprendemos su mansedumbre, encontramos descanso para nuestras almas, porque no hay una vida de mayor paz y descanso que aquella que se deposita por completo en los planes y propósitos de nuestro buen y sabio Dios.

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