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Tomando prestada una frase de C.S. Lewis, hay dos errores iguales y opuestos en los que se puede caer con respecto al marxismo. Por un lado, se identifica bien al marxismo como una influencia poderosa y perniciosa en la cultura occidental moderna, pero luego se llega a la errónea sospecha de que todo lo que hable de opresión o justicia es «marxista» y debe ser expuesto como tal. El error opuesto, que puede provenir de la ingenuidad o de una intención nefasta, es ignorar o negar las señales evidentes de la influencia marxista en las ideologías y movimientos contemporáneos.

Los dos errores se alimentan mutuamente: cuanto más un lado ve el marxismo debajo de cada arbusto y utiliza la palabra como un garrote para golpear a cualquier oponente que esté en algún sentido a su «izquierda», más el otro tiene una excusa para desestimar todas las acusaciones de marxismo como simple propaganda. Para ayudar a la iglesia a evitar ambos errores, este artículo ofrece una descripción objetiva de los orígenes y el carácter del marxismo. En un artículo posterior se examinará la influencia a largo plazo del marxismo en las sociedades comunistas y en Occidente.

1. Orígenes

El marxismo toma su nombre del pensador alemán Karl Marx (1818-1883). En la época de Marx, la sociedad europea occidental estaba cambiando rápidamente. La Revolución Francesa de unas décadas antes había desencadenado una tremenda agitación política. La Revolución Industrial provocó el crecimiento de las ciudades y la aparición de una numerosa clase obrera urbana. La creencia en el progreso inevitable de la ciencia y la cultura se apoderaba de la población educada.

Los cambios acelerados crearon nuevos problemas sociales. La nueva clase de trabajadores asalariados de las minas y fábricas era vulnerable a condiciones de trabajo peligrosas, salarios bajos e inseguridad, lo que parecía aún más injusto cuando se comparaba con la espectacular riqueza y poder amasados por los empresarios propietarios de esas minas y fábricas.

Marx no fue el único pensador que criticó estas condiciones y propuso una sociedad basada en un sistema económico diferente y más igualitario. Lo que le diferenciaba de otros pensadores «socialistas» era su visión global de las leyes ocultas que rigen la historia y la sociedad humanas.

En contraste con las filosofías predominantes en la Alemania de la época, las cuales consideraban las ideas como la fuerza motriz de la historia, Marx llegó a la conclusión de que los factores materiales lo son todo. Afirmaba que no existe un reino espiritual ni un Dios: todo lo que existe es el mundo material. La base económica de la vida, cómo nos alimentamos, vestimos y alojamos, determina todos los aspectos de una sociedad, incluso sus ideas. En particular, argumentaba Marx, la clase que posee los «medios de producción» en una sociedad es capaz de dominar y explotar a todos los demás.

Para Marx, este simple principio explicaba el cambio histórico. Los cambios en los medios de producción conducían a cambios en la identidad de la clase dominante y, por tanto, en los valores dominantes. La nobleza feudal de la Europa medieval había derivado su poder de su control de la tierra, y explotaba a los siervos cuyo trabajo los enriquecía. Pero cuando el poder económico se desplazó hacia las actividades comerciales e industriales, la nobleza y sus valores fueron dejados de lado por la clase mercantil urbana, la «burguesía». En esta nueva situación, que Marx denominó «capitalismo», la explotación de los siervos por los nobles dio paso a la explotación de los trabajadores industriales (el «proletariado») por la burguesía.

En este análisis, la historia se convirtió en un relato de infortunio y opresión. Los ideales supuestamente elevados quedaban expuestos, pensaba Marx, como la máscara sonriente de la injusticia, que servía para mantener a la clase propietaria en el poder. Incluso la religión, según su célebre afirmación, cumplía una siniestra función social como «opio de las masas», embotando su dolor, pero también adormeciéndolas para que aceptaran somnolientamente su propia opresión con promesas de recompensa en el más allá.

Sin embargo, Marx predijo que pronto la opresión de los trabajadores se intensificaría hasta tal punto que se darían cuenta de que no tenían «nada que perder salvo sus cadenas» y se sublevarían violentamente y destruirían el capitalismo. En su lugar establecerían un nuevo tipo de sociedad, que Marx llamó «comunismo». En una sociedad comunista, los medios de producción serían de propiedad colectiva. Cada uno contribuiría según su capacidad y recibiría según sus necesidades. Puesto que la propiedad privada era la raíz de la opresión, una vez abolida la propiedad privada desaparecerían otros males sociales: la pobreza, la desigualdad, la delincuencia y, con el tiempo, incluso la necesidad de un gobierno.

2. Difusión

En vida de Marx, había pocos indicios de que estas ideas fueran a calar. Él mismo apenas sobrevivía, viviendo de las escasas ganancias de sus escritos y de la caridad de su acaudalado amigo y colaborador Friedrich Engels (cuyo padre, irónicamente, era el dueño de una próspera fábrica). Sus escritos revolucionarios hicieron que le expulsaran de Alemania y luego de Francia; pasó gran parte de su vida en Londres, donde las autoridades eran más tolerantes con las opiniones radicales.

Sin embargo, las ideas de Marx tenían un poder magnético. Los intelectuales y trabajadores descontentos se sentían atraídos por su pretensión de explicarlo todo mediante unos pocos principios sencillos, por su crítica profundamente radical de todo el establecimiento político, económico y cultural de la Europa de mediados del siglo XIX, por su demanda de justicia en nombre de los trabajadores y, sobre todo, por su segura predicción «científica» de una revolución venidera que marcaría el comienzo de una nueva era de igualdad. La creencia de Marx de que esta revolución requeriría necesariamente violencia y la destrucción total del orden existente también atrajo a muchos, especialmente a jóvenes airados con agravios reales o imaginarios.

Aunque en el siglo XIX hubo varios intentos de organizar un movimiento internacional en torno a estas ideas, ninguno de ellos duró mucho tiempo. Contra las expectativas de Marx, ninguna revolución comunista tuvo lugar en los países capitalistas avanzados de Europa Occidental. De forma bastante inesperada, la primera revolución comunista del mundo tuvo lugar en un país relativamente poco industrializado, Rusia. Un partido socialista radical, los bolcheviques, tomó el poder en 1917, al final de la Primera Guerra Mundial. Su líder, Vladimir Ilych Lenin, era un devoto e implacable discípulo de las enseñanzas de Marx. Bajo su liderazgo, el Imperio ruso se convirtió en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el primer Estado comunista del mundo, con la visión de extender el comunismo a todo el mundo.

3. Una evaluación cristiana

El espacio del que dispongo aquí no me permite hacer una evaluación cristiana completa de los puntos de vista de Marx, pero podemos identificar algunos puntos claves.

En el lado positivo, el marxismo comparte la acusación de Dios contra el abuso de la riqueza y el poder, y su preocupación por los pobres y vulnerables. También comparte la esperanza bíblica (aunque por razones muy diferentes) de un futuro en el que «cesará toda opresión». Pone las necesidades de los miembros más humildes de la sociedad a la cabeza de su lista de prioridades, un énfasis que solo es realmente concebible en una cultura profundamente moldeada por el cristianismo. Por estas razones, a veces se dice que el marxismo es básicamente una herejía cristiana.

Por otra parte, Marx y sus seguidores fueron muy claros en su desprecio por Dios y Su ley. Además, aunque en ocasiones se afirma que la Biblia enseña comunismo, esta afirmación no resiste el escrutinio. Las leyes agrarias del Antiguo Testamento distribuían la propiedad de la tierra de forma equitativa, pero la tierra seguía estando bajo la administración «privada» de los hogares individuales, no con propiedad colectiva. La iglesia primitiva compartía sus posesiones libremente, pero seguían siendo de su propiedad hasta que las vendían para proporcionar fondos a los necesitados. El reparto era voluntario entre una comunidad pequeña de creyentes, no coaccionado por la violencia de toda la sociedad. Además, la Biblia prohíbe claramente no solo robar, sino incluso codiciar las posesiones de los demás.

Igual de grave es que el marxismo no comprenda la naturaleza humana. Localiza erróneamente la raíz del pecado no en el corazón humano, sino en un aspecto del orden social normativo de Dios, la administración privada de las posesiones. Dado que su diagnóstico del problema es erróneo, la solución que propone, que es la abolición de la propiedad privada, no produce los resultados prometidos. Con todo su cinismo sobre la historia y la sociedad contemporánea, el marxismo subestima de este modo la depravación humana, contra la que son protecciones cruciales la propiedad privada distribuida, los mercados basados en el intercambio libre y consensuado y los límites al poder gubernamental.

Como resultado, allí donde se han aplicado las ideas de Marx, la propiedad colectiva ha dado a unas pocas personas un poder inmenso y sin control sobre todos los aspectos de la vida; irónicamente, esta era una de las acusaciones de Marx contra el capitalismo. Al no materializarse la utopía, la «dictadura del proletariado» se convierte en permanente y solo puede mantenerse mediante la brutalidad y el terror. Los cristianos deben rechazar esta ideología y sus frutos.

En un próximo artículo, analizaré los fracasos del marxismo en la práctica y cómo ha sobrevivido a ellos para convertirse en una importante fuerza intelectual en Occidente.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition: Canada. Traducido por Eduardo Fergusson.
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