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Cuando el presidente Trump pronuncie su discurso sobre el estado de la unión, casi con certeza seguirá una tradición de la política estadounidense moderna. En los últimos cien años, los presidentes han descrito el estado de la unión de diversas formas: «buena» (Truman), «sana» (Carter), «no buena» (Ford). Pero fue Ronald Reagan quien en 1983 inició la tendencia de usar «fuerte» para referirse al estado de la unión: «Fuerte, pero la economía está en problemas». Desde entonces, «fuerte» se ha empleado casi tres docenas de veces para describir el estado de la unión.

Pero ¿realmente sienten los estadounidenses que el estado de la unión es fuerte? Un nuevo informe revela una profunda contradicción entre la abundancia material de Estados Unidos y su vacío espiritual: una nación bendecida con una prosperidad económica sin precedentes, pero cada vez más empobrecida en espíritu y en sus relaciones.

El recién publicado «Proyecto sobre el estado de la nación» puede resultar útil para brindar a los cristianos estadounidenses, y en especial a los líderes de iglesia, una evaluación basada en la realidad de nuestra condición actual. Este proyecto fue liderado por un grupo ideológicamente diverso de académicos y líderes provenientes de siete destacados centros de pensamiento que representan todo el espectro político, incluyendo a miembros que asesoraron a las últimas cinco administraciones presidenciales. Bajo la dirección de Douglas N. Harris, de la Universidad de Tulane, este equipo se propuso determinar qué aspectos del bienestar de Estados Unidos podían medirse objetivamente y en qué puntos podría surgir un consenso sobre las fortalezas y los desafíos de esta nación.

Mediante un proceso deliberativo de debate y votación por supermayoría, identificaron 15 temas y 37 indicadores que juntos ofrecen un retrato matizado de la condición de Estados Unidos. Luego validaron sus hallazgos a través de una encuesta a 1000 adultos estadounidenses representativos. El resultado es un logro poco común en nuestra era polarizada: una evaluación compartida de la realidad que trasciende las narrativas partidistas.

Desconexión entre prosperidad y bienestar

Tal vez la conclusión más sorprendente del informe sea que Estados Unidos se presenta como una nación llena de contradicciones profundas: un pueblo bendecido con una riqueza material sin igual, pero cada vez más pobre en espíritu y en sus relaciones. Esta distancia entre la solidez económica de Estados Unidos y su bienestar emocional no es simplemente un dato en un informe. Es lo que los pastores observan a diario: en sesiones de consejería con emprendedores exitosos que enfrentan la depresión, en visitas a hospitales con adolescentes que han intentado quitarse la vida y en charlas con miembros de la iglesia que, aunque parecen tenerlo todo, se sienten profundamente vacíos en su interior.

La solidez económica de Estados Unidos es una realidad indiscutible. Los datos confirman lo que muchos han reconocido desde hace tiempo: la economía estadounidense sigue superando a casi todos los competidores globales. Nuestro PIB per cápita está entre los más altos del mundo; nuestros trabajadores producen más por hora que en casi el 90 % de las otras naciones, y nuestra producción crece constantemente año tras año. A pesar de enfrentar tormentas económicas y sortear las interrupciones sin precedentes de una pandemia global, la capacidad productiva de Estados Unidos mantiene su impresionante trayectoria ascendente, un testimonio de nuestra resiliencia y espíritu innovador incluso en tiempos difíciles.

Nuestros avances educativos también presentan señales alentadoras de progreso en comparación con otras naciones, con más años de estudio y un mayor porcentaje de jóvenes adultos que trabajan o asisten a la escuela.

No obstante, tras esta reluciente fachada de prosperidad se esconde un escenario de creciente desolación espiritual y emocional, que se hace más evidente y doloroso en la vida de nuestros niños. Uno de los descubrimientos más inquietantes es que Estados Unidos se encuentra en el penúltimo peor lugar entre 112 países de altos ingresos en cuanto a depresión juvenil. Esta crisis no se desarrolló poco a poco, sino que se intensificó de manera abrupta desde 2007, justo cuando los teléfonos inteligentes empezaron a cambiar las dinámicas sociales de los adolescentes. Hoy, nuestros jóvenes viven en mundos digitales que sus padres apenas entienden, mundos que ofrecen conexión, pero que, con frecuencia, generan aislamiento, comparación y desesperanza.

La historia de la juventud estadounidense no puede separarse de la historia de las familias en este país. Los datos muestran una nación donde la estabilidad familiar resulta inalcanzable para muchos niños. A pesar de que la tasa de hogares monoparentales se ha estabilizado recientemente, seguimos entre los últimos lugares a nivel internacional en este indicador. Al combinar esto con tendencias alarmantes en bebés de bajo peso al nacer y tasas de mortalidad infantil que solo son semejantes al promedio, se dibuja un panorama de familias bajo una gran presión: familias que sostienen nuestro tejido social, pero que enfrentan crecientes dificultades para brindar la estabilidad que los niños necesitan con urgencia para florecer.

Creciente crisis de salud mental

Las estadísticas sobre salud mental dibujan un retrato espiritual igualmente sombrío. Muestran una nación que ha alcanzado una riqueza sin precedentes mientras pierde poco a poco el contacto con las relaciones fundamentales y las prácticas significativas que sostienen el bienestar humano.

Estados Unidos se encuentra en los peores lugares entre las naciones de ingresos altos en cuanto a trastornos de depresión y ansiedad. Nuestras tasas de sobredosis fatales por drogas no tienen paralelo entre países comparables. La tasa de suicidios también nos sitúa entre los peores del mundo desarrollado, con solo un puñado de países reportando cifras más altas. Estos no son simples datos, sino expresiones de una profunda desesperanza.

Lo que hace este panorama particularmente inquietante es su trayectoria: cada una de estas medidas empeora constantemente con el tiempo. Año tras año, más estadounidenses caen en depresión, más familias pierden seres queridos por suicidio y sobredosis, y más comunidades luchan por enfrentar la creciente crisis de salud mental. Los autores del informe señalan que «Estados Unidos está peor en salud mental que en cualquier otro aspecto de este informe».

Declive de la confianza y el capital social

Este deterioro se extiende a nuestras relaciones. El aislamiento social ha aumentado desde 2007, con un número creciente de estadounidenses que reportan no tener amigos ni familiares en quienes puedan confiar en tiempos de necesidad. Vivimos ahora en una era donde una persona puede tener miles de «seguidores» en redes sociales y ningún amigo cercano o conocido en el mundo no virtual. Los estadounidenses interactúan con otras personas más que nunca, pero están cada vez más solos en sus luchas.

Los lazos de confianza social que alguna vez unieron a las comunidades también se han desgastado. La confianza en el gobierno federal ha caído de entre un 60 % y un 70 % en 2000 a menos del 50 % hoy, uno de los descensos más pronunciados de cualquier medida en el informe. Patrones similares se observan en las actitudes hacia la policía, la educación superior y otras instituciones. Aunque los gobiernos locales mantienen niveles de confianza relativamente altos, las instituciones más alejadas de la vida cotidiana enfrentan un mayor escepticismo. La confianza en la ciencia se ha mantenido relativamente estable, incluso con ligeros aumentos antes del COVID-19, pero la educación superior, que alguna vez estuvo entre las instituciones más confiables, ha sufrido un declive abrupto.

Nuestra cultura democrática muestra señales preocupantes de erosión. Aunque la participación electoral se mantiene relativamente estable, la creencia en la democracia como el mejor sistema de gobierno ha disminuido. Lo más alarmante es la creciente polarización política en Estados Unidos. Ocupamos el peor lugar entre todos los países comparados en medidas de actitudes negativas hacia miembros de partidos políticos opuestos. Esta hiperpartidización no solo amenaza la unidad política, sino también los cimientos mismos de la gobernanza democrática.

La satisfacción con la vida, una medida amplia de nuestro bienestar subjetivo, ha estado disminuyendo durante casi dos décadas. En una escala de 0 a 10, los estadounidenses evalúan sus vidas actuales en alrededor de 6,7, lo que indica que, aunque estamos más cerca de nuestras mejores vidas que de las peores, la mayoría siente una brecha significativa entre la realidad que vive y sus mayores aspiraciones. Esta medida también muestra una clara tendencia descendente desde 2006.

Una de las pocas tendencias que no avanza en dirección negativa es la delincuencia. Contrario a la percepción común, el crimen violento ha disminuido considerablemente desde principios de la década de 1990. Aunque Estados Unidos sigue teniendo una de las tasas de asesinatos más altas entre los países de ingresos altos, el aumento temporal durante el COVID-19 ha vuelto a los niveles prepandemia. Esta realidad contradice muchas narrativas de miedo y nos recuerda la importancia de una evaluación basada en hechos por encima de la retórica alarmista.

El momento de estos declives es revelador. Muchas medidas de bienestar subjetivo y conexión social comenzaron a empeorar notablemente alrededor de 2007, un año que presenció tanto la introducción del primer iPhone como el inicio de la Gran Recesión. Mientras los indicadores económicos se recuperaron eventualmente de esa crisis financiera, nuestras medidas de salud psicológica y social nunca se restablecieron por completo. Algunos investigadores sugieren que la revolución de los teléfonos inteligentes, con su profunda transformación de la interacción humana, podría ser un factor tan significativo como la disrupción económica para explicar estas tendencias preocupantes.

La solución de Dios a la contradicción estadounidense

En Lucas 12, Jesús cuenta la parábola del rico insensato que construyó graneros más grandes para guardar su abundancia mientras seguía sin ser «rico para con Dios» (v. 21). Estados Unidos ha construido graneros magníficos, sin duda —nuestros logros económicos son verdaderamente dignos de reconocimiento—, pero parecemos cada vez más pobres en lo que más importa: la conexión significativa, el bienestar emocional y un sentido de propósito más allá del consumo.

Para la iglesia, esta contradicción supone un desafío profundo y, al mismo tiempo, una oportunidad única. Los cristianos estadounidenses navegamos las mismas aguas culturales que nuestros vecinos, marcadas por disrupciones tecnológicas, presiones económicas y fragmentaciones sociales, pero poseemos recursos que responden directamente a este tiempo de abundancia material y pobreza espiritual. Sabemos que los seres humanos no son meramente criaturas económicas, sino seres relacionales creados para vivir en comunión con Dios y con los demás. Entendemos que la conveniencia no sustituye a la comunidad, que la conexión digital resulta insuficiente frente a la presencia encarnada, y que el consumismo no sacia las almas hechas para glorificar a Dios.

Sabemos que el evangelio responde directamente a la pobreza espiritual que revela este informe. A los estadounidenses que evalúan su satisfacción con la vida por debajo de su ideal, proclamamos un Salvador que ofrece vida «en abundancia» (Jn 10:10). A quienes enfrentan depresión y ansiedad en cifras récord, les brindamos no solo técnicas terapéuticas, sino la presencia consoladora de Aquel que «sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas» (Sal 147:3). A las familias que luchan por mantener la estabilidad, les mostramos el amor redentor del Padre que corre a abrazar a los pródigos (Lc 15:20).

El evangelio y la renovación estadounidense

Todos los cristianos, especialmente los pastores y líderes de ministerios, debemos resistir la tentación de aceptar sin crítica los logros económicos de Estados Unidos o lamentar con fatalidad su declive espiritual. Más bien, estamos llamados a un compromiso más profundo que reconozca fortalezas y debilidades por igual, celebrando los verdaderos beneficios de la prosperidad material al tiempo que denunciamos proféticamente las idolatrías que deforman nuestra idea de la buena vida. Llevamos el único mensaje que responde directamente a esta contradicción: el evangelio de Jesús.

No basta con proclamarlo; nuestra demostración debe respaldarlo. Si los estadounidenses enfrentan un aislamiento social cada vez mayor, nuestras iglesias han de ser comunidades auténticas de pertenencia donde las personas puedan dejar atrás las imágenes públicas que han construido con tanto cuidado y forjar relaciones reales y significativas entre sí. Si la confianza en las instituciones sigue desgastándose, nuestras congregaciones deben reflejar un liderazgo transparente y una rendición de cuentas sincera. Si la polarización fractura nuestra nación, nuestra comunión debe mostrar la reconciliación que Cristo ha realizado, haciendo «de los dos un nuevo hombre» (Ef 2:15).

Los datos no solo presentan estadísticas sombrías, sino que también señalan almas eternas creadas a imagen de Dios: vecinos, compañeros de trabajo y familiares atrapados en patrones que no colman sus anhelos más profundos. Estas cifras son personas por las que Cristo dio Su vida, personas a las que estamos llamados a amar lo suficiente como para compartirles una historia mejor. En una nación que, pese a su riqueza, vive cada vez más ansiosa, aislada e insatisfecha, el evangelio, con su poder para reconciliar, sanar y transformar, se presenta no solo como relevante, sino como nuestra única esperanza verdadera.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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