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Nota del editor: 

Este poema pertenece a la serie Literatura con propósito, la cual destaca escritos que buscan servir para la gloria de Dios y para iluminación de Su verdad, por medio de distintos géneros y recursos literarios.

 

Esta narración poética describe parte de lo que será el encuentro entre los creyentes y Cristo, cuando volvamos a tomar la cena con Él en el reino de Su Padre. No hay ningún intento por explicar objetivamente el momento. En cambio, hay un esfuerzo por describir algunos de los sentimientos que tendremos y las verdades que recordaremos. El hecho de que haya tantas irrupciones en el lenguaje y tantas descripciones quizás extrañas prueba un punto: nuestra mente no será suficiente para detallar lo que hablaremos y viviremos ese día.

Sentado nos hablaba de Su historia. El pasado infinito, brutal oscuridad para los ojos finitos, pero danza encantadora de la esencia. Muy por encima del mal y las posibilidades, mucho antes de la soledad. Solo bien, bien que llenaba la nada, nada que se sometía a la plenitud del ser; bien que definía la existencia misma, existencia cuyo campo era muy limitado, y entonces el amor se desbordó. Su voluntad trajo a la existencia el espacio y tiempo, el canvas para cantar en ellos los versos de Sus más preciosas bondades. Un pequeño ser, corona de Su creatividad, fue una corta nota musical, a lo mucho, en cuyo rostro resplandecía una fracción de eternidad todo abarcadora, una sombra del brillo inagotable, una imagen.

Y yo no comprendía esa hambre tan abrumadora que me acechaba. Teniendo la comida en frente mío, de la cual emanaban olores divinos y los colores más perfectos, no me apetecía en absoluto. Un horrendo vacío me carcomía, como carcome el futuro incierto a la historia milenaria del crimen, como carcome la esperanza insegura a las transgresiones no perdonadas, como carcome el deseo al tedio. Mi vida dependía de la elección del objeto, del momento y de la forma; un pequeño desliz me acabaría.

Él levantó la copa para brindar que por fin estábamos reunidos, listos para comer. Vi en todos los comensales la misma extrañeza que me asaltaba; en todos, menos en Él. Dentro de mí había una brutal colisión de dos fuerzas: el deleite encantador de escucharlo hablar y el terror a ingerir alimentos. El plato, tan desesperanzadoramente familiar, me daba pavor. ¿No eran los rasgos del pan el criterio mismo de la perfección, el estándar de la delicia a lo largo de mis cortos años? Y todos gemían en su interior al ver la bebida.

Él continuó la historia. Un lapso de cientos de años fue para nuestros oídos como el aleteo de un colibrí, como la efímera sensación fascinante de la miel en el paladar. Palabras innumerables, conceptos, ideas, una sola historia, y sangre, corriendo por el mucho, mucho, mucho dolor causado por la ira. Un brazo fuerte que acercó a la imagen a quien la creó y le concedió sentarse en esta mesa. Él, así de Eterno, así de Voluntad, así de Ser, así de lleno de deleite y días, muchos días infinitos, se agachó, detuvo la eternidad por un corto instante, detuvo el universo, tapete de Su andar celestial, para venir a tocar mis pies. En la bendita sinfonía de todos los astros, de los eones, de los pequeños y complejos seres acuáticos que pululan los océanos, detuvo la orquesta para enmendar esta nota musical, que nada era, que nada valía, que nada hacía.

Y así comencé a llorar y los comensales conmigo, porque era mi historia la que Él contaba. El más grande amor, inmenso, inagotable, incalculable, inabarcable, desmesurado, inmenso, inefable, descomunal, extremo, colosal, abismal, desde toda lógica finita incorrectamente ubicado, demostrablemente no correspondido, pero al fin y al cabo grande como ninguna otra cosa, porque el objeto, la imagen manchada, la nota desafinada, el comensal quejumbroso, era demasiado pequeño.

Y me conmovía que aunque tuviera los siglos de los siglos para buscar, no iba a encontrar nada en mí con qué retribuirle. Era el absoluto descaro del amor justo, el colmo de la entrega total por lo que es indigno, una pasión demasiado grande por el resplandor de la gloria eterna. Mi espíritu, mi corazón, mi mente, la suma de mi todo apenas daba para organizar unas palabras, unos poemas, un par de exclamaciones. ¿Cómo podía yo albergar la contemplación de tanta pasión? Pasión por Sí mismo, la danza, la comunión, el conocimiento, el poder, el brillo incontenible, al punto de expandir gracia inmerecida como una potente ola que rompía las paredes del espacio acogedor y sobrepasaba los límites de la imaginación celestial.

Misericordia que alcanzó hasta mí.

«Hoy se cumple el pacto», dijo (acuerdo eterno entre Él y Él), «con el que se ratifica que hemos cumplido la obra de pronunciarnos». ¡Qué pronunciamiento! Palabras que expresaron gracia incontenible, la cual no podían darse entre Sí porque los tres merecían absolutez y plenitud, y entonces me crearon a mí, imagen finita, que quise descarriarme y cerrar los ojos ante la belleza. Gloriosa Voluntad que sobrepasa la maldad, cumple Su promesa y me trae aquí, a la mesa. Gracia y más gracia, cayendo sobre la gracia ya completa que nunca deja de completarse.

¡Oh, horror delicioso! En medio del llanto, el asombro, el reventar de un corazón tan abrumadoramente limitado, tenemos que tomar el pan, los otros comensales y yo, y también el vino. ¿Cómo es que esperamos milenios por este momento y sentimos terror? ¡Oh, gloriosa epifanía! ¡Qué revelación del simple intelecto! Pan, que por muy delicioso que sea, representa el recuerdo de la temporalidad. Este, quizás, será el único terror que sintamos nunca jamás aquí, porque la muerte no es más que un recuerdo, el pan no es más que la historia literaria que necesitaba de un villano al cual vencer.1 En la eterna comunión no haremos más que contemplar el perturbador sacrificio, pero ¿cómo brillará la más potente estrella sin el fondo negro de la noche?

Todo se cumplió, letra por letra, y hoy por fin nos sentamos, como Él lo dijo alguna vez.2 Delicada saturación de alegría y libertad. A medida que bajan el pan y el vino por nuestras gargantas perfeccionadas, experimentamos saciedad. Pero Él y yo fuimos saciados de maneras distintas. Yo por recordar el terror de la cicatriz en Su muñeca y saber que nunca jamás tendré que comer algo distinto a Sus historias, Sus testimonios y Su Ser. Pero Él, en realidad, se sació con la copa que alguna vez se había desbordado cuando no había nada aparte de Él, con una sutil diferencia: la gracia, impronunciable entre la diversa y gran asamblea de los atributos divinos, había sido por fin pronunciada, hasta Su último suspiro, aquí, en esta mesa de pan y vino.


1. Apocalipsis 21:1-8.
2. Mateo 26:29.
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