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Primero son esposo y esposa,
y luego son papá y mamá.

Los hijos llegan con dolor desde el parto
a cambiar las vidas de las dos primeras personas.

Pero cuánta alegría,
novedad y desvelos
traen las terceras personas.
Cuánto sentido nos dan
y cómo giran nuestras vidas alrededor de ellas.

Cuando llegan las terceras personas,
todo cambia. Hasta nosotros.

¡Qué dicha traen las terceras personas!
Qué dolor también.

Pero ahí están, imposibles de ignorar.
Con ellas,
de cerca o de lejos,
es difícil la indiferencia.

Las terceras personas trajeron
nuevos retos y dolores, risas y lágrimas.
Pero ¡cómo las amamos!

Esas que un día cargamos en nuestros brazos,
y que un tiempo alimentamos;
porque no podían hacerlo solas.
Esas mismas que cierta vez llevamos de la mano
en su primer día de clases.

Cuando nos hacen llorar de grandes,
nos consolamos con el recuerdo
de cuando eran pequeños.

Las terceras personas crecerán
y envejecerán para otros, pero nunca para las dos primeras.
Para ellas siempre serán infantes.

Las terceras personas son un don de Dios,
sean como sean y sin importar cuánto dure.

Quién las tiene, tiene algo más para estar agradecido.

 

“He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Salmo 127:3 RV60).

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