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¿Dónde te encuentro amiga mía?
Cuando eres bienvenida
el corazón embellece,
el matrimonio florece.
Y la familia recibe vida.

Cuando llegas y te quedas
los amigos se toleran,
los elogios se ofrecen
y a la reputación, olvidas.

¿Dónde te encuentro amiga mía?
Cuando de ti nos distanciamos;
nos convertimos en el centro,
nos apetece la alabanza
y de nosotros nos enamoramos.

Cuando ya no te buscamos,
nuestras faltas no aceptamos.
Y por encima del hombro miramos.

Cuando te vas, el perdón es abandonado
y el amor descuidado.
Tu lugar lo toma un vicio condenable,
que por siglos ha matado y a familias separado.

Ha hecho del mundo algo insoportable.
Tu lugar es tomado por un vicio antiguo.
Amigo de pleitos y divisiones.
Orgullo, arrogancia y altivez, le dicen.

Soberbia también la llaman.
Madre de guerras, padre de divorcios.
Raíz de iras y fuente de enemistades.
Quienes no la rechazan, su propio mal abrazan.

¡Ven! Ven humildad. ¡Por favor ven!
¿Dónde te encuentro amiga mía?
¿En Palestina? ¿En un pedazo de madera gastada?
¿En una cruz perforada por clavos?
¿En ese leño cortado para cargar maleantes?

¡Pero ahí está mi Amigo!
Mi Redentor. Mi Dios.
El justo. El que salva criminales.
El que perdona al orgulloso.

No quiero dejar de mirar.
Mejor, voy corriendo a Él
y me tiro a sus pies mirando al suelo.
Me tomo de Su mano.

Y ahí en esa posición
levanto mis ojos y veo su rostro.
El rostro de la humildad.
Y entonces Él, con sus manos, me levanta.

Y ahí, cuando lo contemplo,
la humildad es atractiva y deseable.
Ahí comienzo nuevamente a querer ser como Él.
Bendita humildad. Deseable y atractiva.

“y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).

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