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El orgullo es una cosa extraña. Desconocemos su dimensión, fuerza y obstinación. Por lo general, aceptamos que tenemos algo de él y reconocemos su influencia, pero ignoramos cuán integrado está en nosotros. Lo amamos, lo cuidamos y tendemos a ser sus anfitriones cálidos.

Es ingenuo pensar que solo con reconocer nuestro orgullo ya hemos hecho suficiente para derrotarlo. La verdad es que nunca logramos derrotarlo de manera definitiva, sino que lo vamos matando, porque así se nos manda. «Háganlo morir», decía Pablo (Ro 8:13). No cometamos el error de pensar que el orgullo muere una sola vez en esta vida. De este lado de la existencia, este enemigo goza de la habilidad para resucitar y reinventarse.

Por eso, cuando se trata de nuestra lucha contra el orgullo, es mejor pensar en términos de resistirlo, incomodarlo y hacerle la vida imposible. Así es como lo hacemos morir una y otra vez.

Creo que el orgullo es como un inquilino terco, de esos que permanecen atrincherados en un lugar que ya no le pertenece. Se resiste a abandonar su antigua morada añorando los días cuando gozaba de ciertos derechos. Eso es el orgullo: un mal inquilino al que debemos desalojar pero que se rehusará a hacerlo hasta el final.

Es ingenuo pensar que solo con reconocer nuestro orgullo ya hemos hecho suficiente para derrotarlo

En ocasiones, este inquilino se mostrará amigable, dócil y domesticable. Hasta nos olvidaremos de su presencia porque es capaz de pasar desapercibido. Pero es un inquilino que no hace caso a las amenazas ni advertencias. No se intimida con libros leídos sobre la arrogancia ni con frases trilladas de humildad que se comparten en redes sociales. Se requiere mucho más para removerlo. Dios lo sabe.

Para sacarlo de nuestras vidas habría que enfrentarlo con violencia, golpearlo y expulsarlo. Pero dada nuestra relación pacífica con él, nos cuesta ser cortantes y agresivos. Tenemos que desalojarlo, pero como preferimos evitar el escándalo, Dios debe venir en nuestra ayuda.

El Señor lo golpea con ferocidad e incluso nosotros sentimos el impacto. Dios trae la fuerza de Su providencia para herir a este inquilino maldito y lo golpea hasta debilitarlo. Nosotros también recibimos daño colateral, también somos sacudidos y doblegados hasta que el orgullo es removido de nuestros corazones.

Así es como este inquilino terco es desalojado, al menos por un tiempo. Digo «un tiempo» porque el desgraciado se siente tan a gusto en nuestra casa que no tardará en volver. Cuando vuelva, se repetirá el mismo procedimiento. Continuarán los golpes y el desalojo.

Mientras tanto, confiamos en que el dueño de la casa, Aquel que comenzó una obra de transformación en ella, continuará limpiándola de suciedad hasta el día de Jesucristo (Fil 1:6). Somos Su obra; Él destruirá y quitará todo lo que no corresponda con Su diseño, hasta perfeccionarnos.

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