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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de El Espíritu Santo, de Geoffrey Thomas. Poiema Publicaciones.

A veces la Biblia usa figuras para describir la obra de la regeneración. Una de ellas es la imagen de quitar un corazón de piedra y reemplazarlo con un corazón de carne (Ezequiel 36:26). También emplea la figura de hacer una nueva creación de lo que estaba muerto en pecados. Usa la imagen de la resurrección por el poder que levantó a Cristo de los muertos (Efesios 2:1-7). Todos estos símbolos nos dicen que nosotros, que una vez estuvimos muertos en delitos y pecados, podemos ser revividos por Dios Espíritu Santo por medio de la obra redentora de Jesucristo.

En Juan 3, Jesús usa la figura de ser engendrado o nacido del Espíritu. Nadie puede estar seguro de cuál sea la expresión exacta, pero sea la que sea, ambas frases significan una cosa: somos completamente dependientes del Espíritu para la increíble transformación que se lleva a cabo en el nuevo nacimiento.

El Señor dice en el versículo 8, “El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquél que es nacido del Espíritu”. La palabra hebrea para espíritu es ruah, que también es la palabra para el viento que sopla o el aliento de Dios. En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo vino sobre los creyentes como un poderoso viento impetuoso.

Si fueras dueño de un parque eólico en una montaña en Gales, querrías que el viento soplase constantemente, ni muy fuerte ni muy débil, para que cada día pudiera generar corriente eléctrica. Podrías querer vender esa electricidad a una compañía de energía, pero no tendrías poder sobre el viento. Te podrías levantar temprano y gritarle al viento como los profetas de Baal le gritaron a su dios. Podrías gritar: “¡Viento del este, sopla a 50 kilómetros por hora!”. Podrías ver la veleta y saber de dónde sopla el viento; podrías adivinar o leer su velocidad en un anemómetro, pero no tendrías poder sobre el viento. Jesús declara: “Así es todo aquél que es nacido del Espíritu” (v. 8).

Todo el que busca el Reino de Dios es nacido por medio de una obra soberana de Dios.

Todo el que busca el Reino de Dios es nacido por medio de una obra soberana de Dios. El Señor no pone esa obra en las manos de nadie más. Es su prerrogativa divina y nadie más comparte esa obra. Dios no le da a los evangelistas un “interruptor del Espíritu” para que lo opriman mientras Él llama a las personas a la salvación. La obra del nuevo nacimiento no es una obra humana.

Considera las palabras de Santiago 1:18: “En el ejercicio de Su voluntad, El nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que fuéramos las primicias de sus criaturas”. Santiago dice que la elección de hacer nacer a los creyentes es de Dios. Para entrar en el Reino de Dios dependemos completamente de una acción del Espíritu. Este nacimiento se compara con el nacimiento físico por el cual entramos al mundo. No fuimos engendrados por nuestros padres porque nosotros decidimos nacer. No fuimos una voz que clamó en la mente de uno de nuestros padres diciendo: “Quiero la vida. Quiero ser una niña que de adulta llegue a medir 1.70 metros, de pelo rubio, ojos azules, coeficiente intelectual alto, talentos musicales, y un buen sentido del humor”. Nuestros padres nos concibieron y nos tuvieron sin nuestro consentimiento. Así también el Espíritu Santo dispone nuestro nuevo nacimiento. El viento sopla con certeza y eficacia en donde quiere. El viento no está a nuestra disposición, ni tampoco lo está el poder regenerador del Espíritu.

Podrías preguntarte: “De modo que si el Espíritu se mueve, seré salvo; y si Él no se mueve, no seré salvo. ¿Así que no debo hacer nada más que esperarlo?”. No; eso es fatalismo. Es como si un pescador dijera al inicio del día: “Si voy a salir a pescar, entonces el viento debe soplar hoy”. Eso es cierto, pero si el pescador no hiciese nada, incluso si se negase a soltar las velas de su bote, no pescará nada. El viento de Dios debe soplar, sí, pero el pescador debe elevar las velas para poder pescar. Asimismo, tú debes escuchar la predicación de la Palabra de Dios, convertir el sermón en una oración y clamar a Dios: “Crea en mí un corazón limpio, oh Dios”. Los hombres y las mujeres son nacidos del Espíritu, nos dice el versículo 8, pero el versículo 16 también nos declara que cualquiera que crea en Él no perecerá sino que tendrá vida eterna. Debes creer en el Señor Jesucristo. Ya sea que sientas algo o no, debes clamarle para que te ayude a entregarte a Él. Como se nos insta en Hechos 16:31: “Cree en el Señor Jesús, y serás salvo”.

Vamos a suponer que a un bebé en el vientre de su madre se le diagnostica espina bífida. El doctor le dice a la madre que una operación prenatal puede ayudar al bebé. Ella contesta: “No, no quiero que se le practique una cirugía. Si mi bebé va a mejorar, va a mejorar sin la operación”. Eso es fatalismo. Alguien que cree en la soberanía de Dios dará su consentimiento para que la operación se lleve acabo, y durante la cirugía orará fervientemente a Dios para que el bebé sea sanado por medio de la extraordinaria habilidad del cirujano.

Igualmente, Ezequiel vio un valle lleno de huesos secos (Ezequiel 37:1-10). Cuando se le preguntó si podían vivir, el profeta clamó a Dios: “Profetízales”, respondió el Señor (v. 9). Así que Ezequiel les habló a los huesos y ellos se juntaron y vivieron. Profetiza y clama a Dios, quien puede hacer que los huesos muertos vivan. El nuevo nacimiento es una obra soberana del Espíritu.


Imagen: Lightstock.
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