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Hace unos días conversábamos con unos amigos, aquí en Argentina, sobre la noticia de un hombre que nombró a sus hijas mellizas Mara y Dona, para que juntas fuesen “Maradona”. Esta noticia nos causó cierta gracia, pero también nos recordó que pocas personas estiman tanto a sus héroes nacionales como muchos argentinos aprecian a Maradona.

Solo han pasado unos pocos días y hemos sido impactados con la noticia de la muerte de esta figura mundial del deporte, que aunque muy controversial y con imperfecciones en su vida fuera de las canchas, brindó tanta alegría a los fanáticos del fútbol en todo el mundo. “Diego Armando Maradona murió este miércoles tras sufrir un paro cardiorrespiratorio en el barrio San Andrés, [en Buenos Aires] donde se había instalado días atrás luego de la operación en la cabeza a la que fue sometido por un hematoma subdural” (El Clarín). La estrella se apagó.

Escribo estas palabras mientras Argentina decreta unos días de luto nacional y la prensa internacional y las redes sociales se llenan de halagos e incluso críticas ante el personaje público que fue tan polémico (en especial por sus acciones y carácter fuera de la cancha). Hay razones para dolernos por la muerte en un mundo caído y ser sensibles hacia tantas personas que lloran hoy. “Gócense con los que se gozan y lloren con los que lloran” (Ro. 12:15).

Al mismo tiempo, como creyente no puedo evitar notar cómo el dolor por la partida de una leyenda del deporte nos habla de nuestra sed por una gloria que nunca se marchitará. Sin menospreciar para nada los logros deportivos y la belleza del deporte que Maradona representó con brillantez, días como hoy nos recuerdan que no fuimos hechos para la muerte. Esta partida sorpresiva nos recuerda que las personas más grandes según este mundo son efímeras en este lado de la eternidad. “El hombre, como la hierba son sus días; como la flor del campo, así florece; cuando el viento pasa sobre ella, deja de ser, y su lugar ya no la reconoce” (Sal. 103:15-16). Al final de cuentas, él es igual a todos nosotros.

Deseamos que las personas a las que admiramos puedan vivir eternamente. Nos gozamos por las victorias que otros alcanzan en nuestro lugar, llevando un número 10 sobre una camiseta de fútbol por nosotros, y queremos que el recuerdo permanezca para siempre. Y esto tiene sentido. ¿Cómo no desear tener una gloria que brille por siempre? ¿Cómo no desear que los momentos de alegría sean ininterrumpidos? El mundo no lo reconoce, pero esta es una sed genuina y razonable que nos apunta a la realidad del Señor que vive para siempre, cuya victoria es nuestra por la eternidad y recibimos por fe.

Cuando el dolor golpea a muchas personas por la muerte de alguien que nos hizo gritar de felicidad con su talento, lloremos con los que lloran. Pero también hagámoslo recordando a Aquel que sí venció a la muerte resucitando de entre los muertos para que nuestro futuro esté seguro en Él. Nuestras almas tienen sed de una gloria eterna que solo tenemos en Dios y que no podremos alcanzar por ningún mérito o habilidad humana. Ni el talento, la genialidad, o la habilidad extraordinaria serán capaces de obtener la tan ansiada inmortalidad. Bien decía Salomón: “¡Cómo mueren tanto el sabio como el necio!” (Ecl. 2:16). 

Solo Cristo puede ofrecer esa vida que no se marchita y esa esperanza que no se apaga. “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos, que oiga” (Mt. 13:43). ¡Bendito evangelio y Salvador tenemos, quien pone Su nombre sobre nosotros para Su gloria! Solo Él hace posible que las noticias de muerte en este mundo tengan sus días contados. Solo por Su gracia seremos estrellas que nunca se apaguen.

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