Todos vivimos bajo alguna metanarrativa. No podemos evitar el tratar de darle algún sentido a nuestra vida. No es que simplemente vivimos la vida o experimentamos la realidad; estamos constantemente interpretándola. Todos creemos en alguna historia de salvación. El mensaje cristiano de la salvación relata la historia del pecado, el arrepentimiento y el perdón.
La historia secular de la salvación es una versión derivada y desviada de la antigua narrativa cristiana. Relata la historia del yo, la autenticidad y la aceptación. En lugar del pecado cometido en contra de un Dios santo tenemos infracciones cometidas en contra del yo. No luchamos por cumplir la ley de Dios, luchamos por mantener nuestro propio sentido de lo que es correcto e incorrecto. El problema no es ofender a Dios, sino la integración personal y la identidad. En lugar del arrepentimiento delante de un Dios santo, tenemos la autenticidad de la autoexpresión.
No lamentamos el ser mucho menos de lo que deberíamos ser; lamentamos no estar en contacto con quienes realmente somos. Nuestra confesión no es “¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros…” (Isaías 6:5), sino “¡Ay de mí si me llego a considerar impuro!”. En lugar de buscar el perdón de un Dios santo, tenemos la aceptación casual de simplemente ser como queramos ser. No vemos que las demandas de la justicia hayan sido satisfechas en el sufrimiento de Cristo, vemos a la voz de la consciencia silenciada en los gritos de los buenos deseos.
La buena nueva no es la gracia y la misericordia, sino la tolerancia y la iluminación. Todos estamos contando una historia, viviendo por una historia y evangelizando una historia. Una historia es antigua y áspera. La otra es moderna y banal. Una confronta. La otra acaricia. Una verdaderamente salva. La otra falsamente socorre. Escoge bien tu historia. Una empieza gris, pero termina con vida. La otra se ve alegre y termina en muerte.
